La aventura del cine mexicano
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La aventura del cine mexicano

Jorge Ayala Blanco

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La aventura del cine mexicano

Jorge Ayala Blanco

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Hoy convertido en un clásico, La aventura del cine mexicano es el primer volumen y obra de inspiración del ya célebre abecedario del cine mexicano, del crítico y ensayista Jorge Ayala Blanco. Dividido en "Los temas y las series", "Fuera de serie" y "La nueva frontera: transición", abarca un gran espectro del cine nacional: la Época de Oro y la generación de cineastas de los años sesenta, específicamente el periodo de 1933-1967.Pensado como un ensayo, mezcla los lenguajes de la sociología, la psicología y la literatura, para hacer que las películas abordadas hablen por sí solas. Publicado en el aciago 1968 esta obra sintetiza y representa la pluma de un autor excepcional.

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Primera parte

Los temas y las series

La revolución

El cine mexicano empezó a explorar los terrenos del arte cinematográfico de manera brillante, tal vez demasiado brillante. Favorecida por el gobierno del general Cárdenas, la etapa preindustrial es la más rica de su historia. Al lado de películas de ínfima calidad, directores como Juan Bustillo Oro, Arcady Boytler, Gabriel Soria, Chano Urueta y Emilio Gómez Muriel, consideraron el cine como un campo abierto a la experiencia artística y a la aportación personal.
Las películas notables descubiertas hasta hoy de la década de los treintas no forman una escuela. Valiosas en sí mismas, revelan tentativas aisladas, dispersas. No llegan a sentar las bases de un acento nacional. La pluralidad de tendencias oculta los senderos más firmes a seguir. Dos monjes del dramaturgo Juan Bustillo Oro (1934), para relatar la rivalidad amorosa que lleva al crimen a dos hombres enclaustrados, se inspiraba en un estilo plásticamente desorbitado que procedía del expresionismo alemán, pletórico de símbolos en claroscuro y que se desarrollaba en dos versiones contrapuestas a la manera de Pirandello. La mujer del puerto de Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla (1933) incorporaba, en la adaptación de un cuento tremendista de Maupassant, la atmósfera sórdida y el lirismo sentimental. Chucho el Roto de Gabriel Soria (1934) erigía, por medio de elementos populares, el mito del bandido generoso que combate contra la injusticia y el abuso del poder en una época propicia al heroísmo. Janitzio de Carlos Navarro (1934) inauguraba el indigenismo a través de la fotogenia de las aguas tranquilas de los lagos interiores. Redes de Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann (1934) concebía la unión de la lucha contra la naturaleza y la lucha cívica como una sinfonía audiovisual en la que el ritmo casi cósmico de la pesca marítima y la rebelión espontánea se respondían vigorosamente con la música de Silvestre Revueltas. No obstante los pavorosos defectos técnicos y narrativos en que se expresaban estas películas, consecuencia del estado incipiente de la cinematografía nacional, podía respirarse a través de ellas un clima de búsqueda creadora.
Por su resistencia para envejecer y nunca extinguirse en el ridículo, la obra de Fernando de Fuentes domina este periodo. Después de una entrada en falso (El anónimo, 1932), en el intermedio de ejercicios desafortunados (La calandria, El tigre de Yautepec), en 1933 el director realiza El prisionero 13, en la cual, ya con un lenguaje muy sobrio, retrata a un jefe militar arbitrario y venal (Alfredo del Diestro) a quien fatalmente le toca en suerte ordenar el fusilamiento de su propio hijo. A fines de ese mismo año, De Fuentes dirige El compadre Mendoza.
Con esta obra maestra, el cine mexicano aborda por primera vez un tema histórico con intenciones polémicas. La revolución armada de 1910 se interpreta desde la perspectiva que proporcionan dos décadas de distancia. Es el primer tema importante que trata con talento el cine mexicano. Poco tiempo después, el mismo director realiza Vámonos con Pancho Villa. A diferencia de películas de la época como La sombra de Pancho Villa de Contreras Torres y Enemigos de Chano Urueta (1933), que sólo alcanzan a percibir esa guerra civil como una anécdota apta para la demagogia, en las películas de Fernando de Fuentes se consigue un tratamiento serio del tema de la revolución. Ninguna película posterior logrará aproximárseles.

La alegoría política

Se basaba El compadre Mendoza en un relato homónimo del novelista Mauricio Magdaleno, quien en la década siguiente será el argumentista de cabecera de Emilio Fernández. En la adaptación intervienen Juan Bustillo Oro y el propio De Fuentes. Han conservado la estructura del cuento; la cinta discurre de una manera clara y sencilla.
Al sur de la República, en la hacienda de Santa Rosa, Huichila, estado de Guerrero, habita Rosalío Mendoza (Alfredo del Diestro), terrateniente de edad madura, grueso y astuto. La guerra civil se extiende por todo el país y llega hasta sus dominios. Su hacienda es invadida alternativamente por las huestes revolucionarias de Emiliano Zapata y por las tropas federales contrarrevolucionarias de Victoriano Huerta.
Mendoza ha preferido no tomar parte en la contienda. Se ha hecho amigo de los líderes regionales de ambos bandos, y los recibe con agasajos y gran cordialidad, indistintamente, cada vez que aciertan a pasar por la hacienda. Así, mantiene inafectadas sus propiedades y aprovecha su doble juego para enriquecerse comerciando con los contendientes. Vende a los zapatistas armas viejas que desechan los huertistas, ganándose a un tiempo el aprecio del general revolucionario Felipe Nieto (Antonio R. Frausto) y del deshonesto coronel federal Martínez (Abraham Galán).
Cuando atiende sus negocios en la ciudad de México, Mendoza conoce a Dolores (Carmen Guerrero), la hija de un hacendado a quien la revolución ha reducido a la pobreza. El próspero comerciante en semillas corteja a Dolores y obtiene fácilmente el permiso para desposarla. Ella, sumisa a la opinión paterna, acepta. Pero el día de las nupcias, los zapatistas asaltan la hacienda en pleno festín. A punto de ser fusilado con el coronel Martínez, el obeso novio se salva de perecer gracias a la oportuna intervención del general Nieto.
El trato entre Mendoza y Nieto se vuelve más estrecho. Nace un verdadero afecto y la amistad se consolida al cabo de reiteradas visitas. Nieto ama en secreto a Dolores, pero es demasiado fiel a la amistad de Mendoza. Se esfuerza por alegrarse cuando los esposos le comunican que la joven va a ser madre. Mendoza bautiza al bebé con el nombre de pila de su mejor amigo y pide al general que acepte apadrinarlo.
El niño crece. La situación nacional es cada día más confusa. Los zapatistas combaten ahora contra el gobierno constitucionalista de Venustiano Carranza, un enemigo desproporcionadamente poderoso. Sin embargo, entre derrota y derrota, Nieto encuentra la paz y el descanso en la armonía del hogar de su amigo hacendado: en el gozo de la amistad, en la nobleza del amor inconfesable y en los juegos infantiles de su ahijado.
Pero Nieto será traicionado por su amigo. Urgido por la ruina económica que le ha provocado la voladura de un ferrocarril en que transportaba su cosecha a la ciudad, Mendoza escucha la proposición de un oficial carrancista para acabar con Nieto, difícil de capturar. Con el pretexto de que el coronel desea cambiar de bando de lucha, Nieto cae en la trampa y muere asesinado. Con el oro que ha obtenido y el intolerable remordimiento de la traición, Mendoza abandona la hacienda, en compañía de su mujer y de su pequeño hijo, a bordo de una carreta, en medio de una noche de tormenta.
No hay en la película un solo plano de combate. De Fuentes no ha querido describir la guerra civil en sus dimensiones plásticas, heroicas, legendarias o folclóricas. Si la historia es un resultado de la actividad del hombre, la revolución le interesa fundamentalmente como fenómeno político y social.
La unidad de lugar tiene, así, un significado dramático. De hecho, la cinta está construida sobre la visión de dos testigos mudos. El primero es la hacienda, que asiste imperturbable al devenir de la historia. El segundo es una vieja sirvienta sordomuda (Emma Roldán), que asiste con mirada acusadora a los acontecimientos que ocurren en esa propiedad privada.
¿Qué es lo que ve la hacienda, mientras su orden interno permanece incólume ante la revuelta exterior? Observa cómo cruzan y se suceden las facciones en pugna. Llegan los oficiales huertistas sintiéndose los amos del mundo, a la cabeza de endurecidos soldados de leva que dejan correr el sudor bajo sus quepis mal puestos. Arriban los jinetes carrancistas desfilando marcialmente, orgullosos de su estatura, su gallardía y sus sombreros texanos. Seguidos por perros que les ladran, pasan los zapatistas con sus humildes vestidos de manta blanca cubiertos de polvo, algunos con el rifle a rastras abriendo surcos sobre el camino, otros, con él a cuestas en calidad de horca de yunta, o bien, en retirada, caminan con dificultad apoyándose sobre varas, vendados o en parihuela.
Una simple sustitución de efigies de los líderes presentes y la hacienda cambia de partido. El dueño, según convenga, es fiel a Zapata, a Huerta, a Carranza o a Quiensea. El secretario Atenógenes (Luis G. Barreiro) y su sonrisa de momia servicial son los encargados de colgar contra la pared el cuadro conveniente para que presida la mansión. Así, Mendoza puede ser “el mejor amigo de la revolución” o “el patriota que todo lo sacrifica por el bien de la nación”; puede rendir pleitesía a “la causa” o al “Supremo Gobierno”. Y, mientras los oficiales comparten en su mesa la barbacoa, las tortillas, el coñac importado y el puro habanero, y brindan por el triunfo del agasajado, la tropa se embriaga tristemente con pulque, duerme hacinada en los chiqueros, entre barriles y ruedas de carretas, o entona canciones melancólicas alrededor del fuego.
De la revolución sólo conocemos a los hombres que la hicieron cuando están en reposo. Así, De Fuentes revela su intimidad; exhibe la actitud moral como el aspecto predominante de la persona. Denuncia los intereses bastardos del coronel huertista. Anatematiza el oportunismo del coronel seguidor de Carranza. Respeta los ideales de “Tierra y Libertad” del general Nieto. Conocemos los principios de elección de cada uno de los principales dirigentes. Para lograrlo, De Fuentes se deja tentar por la sátira y la emplea como vía de acceso a la realidad cinematográfica objetiva.
El miedo de los invitados al banquete de bodas ante el simple grito de “Viva Zapata”; el “confórmate con uno, vale”, con que Nieto convence a su compañero, para que deje en libertad a un Mendoza reducido a guiñapo aterrorizado; el “cómo serás bruto” con que el general zapatista rechaza la insinuación de un amigo de raptar a la mujer que ama, se valen del elemento cómico para definir una conducta y un trasfondo eminentemente críticos.
En el mundo cerrado de El compadre Mendoza, el tiempo se tensa y se distiende con gran elasticidad. El tiempo narrativo va del tiempo histórico a la duración interior. El deterioro del suceder íntimo bajo la acción del hecho externo, y el lazo esencial entre ambos, norman el estilo del realizador.
El tiempo de los acontecimientos que amenazan a la hacienda traiciona su peligro inminente por medio del montaje. Desarrollado en tres escenas simultáneas, el asalto a la hacienda adquiere una elevada tensión dramática. En panorámicas y full shots, los invitados se divierten, bailan y algunos caen vencidos por el alcohol; en planos americanos fijos, los peones ingieren pulque en abundancia y la tropa federal bebe aguardiente con indolencia, a la luz de exiguas hogueras; los pies enhuarachados de los zapatistas entran a campo en close up, avanzando con sigilo y premura. La angustiosa referencia espacial se expresa a través de una irreductible compresión de los tiempos.
En el interior de la hacienda, el tiempo congela la elegancia del encuadre. La visión del velo de la novia, emergiendo entre destellos, dura apenas el tiempo suficiente para que el rostro de Carmen Guerrero se convierta en incorpórea impresión luminosa. Un interminable travelling describe el cansancio colectivo de los revolucionarios guarecidos del frío y de la noche en el corral. A la luz de una vela que chorrea cera sobre una botella, el líder zapatista fuma reflexivamente entre los lamentos ahogados de sus compañeros heridos que yacen a sus pies. Ningún acento formalista conturba la belleza de estas imágenes.
La hora inmóvil de la hacienda es, sobre todo, un tiempo muerto. La suma de instantes cinematográficos en que nada sucede tiene un modernísimo rosseliniano carácter introspectivo. El tiempo muerto se dilata para que, mediante el encuentro de sus miradas, el amor imposible nazca entre el general Nieto y Dolores en la funesta noche del baile. El tiempo muerto se vuelve un bloque impenetrable cuando, en su desvelo nocturno, Mendoza decide la traición expulsando colilla tras colilla. El tiempo muerto cae como un fardo aplastante si el amigo confiado muere a cuchilladas en el cuarto contiguo y Mendoza corre a refugiarse contra un sillón, tapándose los oídos para no escuchar los postreros gritos de dolor. El tiempo muerto empieza a convertirse en una cadena perpetua de la conciencia mientras Mendoza azota furiosamente con su látigo los caballos de la carreta y el deslumbramiento de un rayo fija en su memoria la figura de Nieto que pende de una cuerda a la entrada de la hacienda, oscilando bajo la tormenta.
¿Qué es lo que ve la vieja sirvienta, el otro testigo mudo? Omnipresente como el coro de una tragedia ...

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