El libro de las palabras robadas
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El libro de las palabras robadas

Sergio Barce

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El libro de las palabras robadas

Sergio Barce

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Marcado profundamente por varios acontecimientos ocurridos en el pasado, el escritor Elio Vázquez, para tratar de salvar la relación que mantiene con Sara, la mujer a la que ama, se enfrenta a sus demonios desvelando sus secretos más íntimos a Moses Shemtov, un viejo psiquiatra. Durante estas sesiones sabremos que una serie de hechos imprevisibles cambiaron por completo su vida.Todo comienza en Málaga el día en el que presenta su nueva novela. Al terminar el acto, Arturo Kozer, un hombre al que no conoce, le acusa de haber puesto en peligro su vida con su nueva novela y, además, de haber desvelado el secreto de El libro de las palabras robadas, un codiciado manuscrito que hasta ese instante nadie sabe dónde se oculta. Ese mismo día, su padre sufre la primera pérdida de memoria que le llevará, días después, a ser internado en el hospital, y su madre, Ágata, muerta años antes, reaparece de manera imprevista. Mientras tanto, Elio trata de comunicarse con su hijo Marco pero, como suele ocurrir desde hace tiempo, no lo logra.Tras recibir una inquietante amenaza, Elio Vázquez trata de encontrar a Arturo Kozer para desenmascarar su farsa y demostrar que su novela sólo es una creación ficticia que nada tiene que ver con la realidad. Su editor, Joan Gilabert, y la mujer de éste, Francesca, junto a Félix Quintá, un guardia civil retirado que escribe novelas negras de misterio, lo ayudarán en su tarea. Sin embargo, la codicia por hacerse con el códice al precio que sea va desvelando los motivos reales por los que actúan algunas de las personas en las que, hasta ese momento, Elio confiaba ciegamente. Todo vale con tal de hacerse con tan valioso botín.

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Information

Year
2016
ISBN
9788415930938
ATANDO CABOS
Lo escuchaba, pero lo veía cansado. También a Julio comenzaban a pasarle factura los años: tenía los párpados arrugados, las manos moteadas de manchas marrones e inclinaba el cuerpo como si mantenerlo erguido ya fuera un ejercicio imposible. Su voz era ronca, igual que la de esos tipos que se pasan la vida bebiendo coñac. Tampoco él sabía quién era en realidad el Rubio. Lo había visto pocas veces: él fue quien lo recibió cuando llegó a Tánger. Siempre prefirió utilizar su apodo, no era de los que se fiaban de los demás, de manera que poca cosa podía aportarme.
−Andábamos con gente peligrosa… −dije con socarronería, y luego miré a Julio de soslayo−. Tú usarías el nombre de algún galán de cine…
−¿Por qué lo dices?
−Mi padre siempre ha dicho que eras un guaperas que se llevaba a las mujeres de calle… Que te parecías a Vittorio Gassman.
Se puso a reír, torciendo el gesto como avergonzado. Si fue verdad, ya sólo le quedaban los movimientos elegantes de sus manos. Luego, la tristeza le cubrió la mirada.
−Tu padre, qué cabrón... A Vittorio Gassman… ¡Ya hubiera querido yo parecerme a Gassman! No, a mí me llamaban el Francés.
−No tienes pinta de gabacho –terció Silvia, que bebía pausadamente una infusión.
−Se le ocurriría a alguien del grupo, no lo sé… Pero tú me pusiste otro –añadió señalándome con un dedo.
−¿Yo? –fruncí el ceño, y apoyé el cuerpo en el respaldo de mi silla.
−Nos movíamos tanto que, a veces, olvidábamos que estabais delante y comentábamos cosas… Un día escuchaste que se dirigían a mí por mi apodo, y entonces comenzaste a llamarme François. Lo habrías oído en alguna parte y te sonó lo más francés del mundo…
−Como el personaje de tu novela…
−Sí, como uno de los personajes de mi novela.
−Esto se pone realmente interesante −añadió Moses Shemtov−. Continúa, por favor; estoy convencido de que estás a punto de sorprenderme del todo.
Lo observé mordiéndome la lengua, temiendo que estuviera perdiendo la noción de lo que estábamos haciendo en su consulta. Arqueó una ceja y, como si poseyera la facultad de leer mi mente, se puso a escribir en su odioso cuaderno, en ese en el que podía guardar mucho más de mí de lo que tal vez deseara. Cerré un momento los ojos, consciente de que tendría que darle la razón.
−¿Dalila también era un alias? –pregunté dubitativo a Julio.
−No. Dalila era Dalila. Venía de una buena familia hebrea, una rama de los Beniflah. Pero era la oveja negra, la memloca, como ella misma decía…
−Dalila Beniflah… −me dije a mí mismo.
Y como si a él también los recuerdos le llegaran como ráfagas de metralla añadió:
−Pero utilizaba a veces el nombre de Claudia Lama.
Parecía cosa de locos. En cualquier caso me estaba dando cuenta de que los nombres de algunos de los personajes de mi novela habían estado siempre ahí, y de que los había inventado sacándolos limpiamente de mi chistera, de mi cuarto oscuro. Pero no estaba incómodo, ni preocupado, al revés, de una manera inexplicable me sentía cada vez mejor conmigo mismo. Estaba reconstruyendo el pasado que tenía olvidado.
Nos reímos con algunas anécdotas más que Julio Macho contó de nuestra infancia, algunas travesuras, algunos instantes de pánico que ni Silvia ni yo conservábamos de una manera clara. Eran borrones de tinta que se corrían con la lluvia.
−Vuestra madre siempre supo cómo compensar los malos momentos. Era una prestidigitadora que los convertía en situaciones divertidas o misteriosas, les daba la vuelta como a un calcetín para que no sufrieseis en absoluto…
−Y con mis padres… ¿Cómo contactabais con mis padres, Julio? –inquirió mi hermana.
−Sus nombres clave eran Ortega y Vienna… No, perdona, concretamente eran Jesús Ortega y Vienna. A veces los acortábamos… Algunos utilizaban apodos con nombres y apellidos inventados, como tu padre. Tu madre utilizaba el nombre del personaje que Joan Crawford interpretaba en Johnny Guitar, era su personaje favorito…
Silvia me miró, y puso su mano en la mía. De eso sí nos acordábamos los dos, de cuando Ágata se quedaba en lo alto de una escalera con las manos en las caderas, como si llevara un revólver al cinto, igual que Vienna, y nos miraba imitándola para que dejásemos de alborotar. Pero sacudí la cabeza porque, si eso era así, Arturo Kozer ya no podía ser Jesús Ortega: Kozer me había mentido.
−¡Es genial! –exclamó Moses sobreexcitado. Y abrió los brazos como si celebrara la consecución de un premio−. ¿No te das cuenta, Elio? Los cabos se van atando poco a poco…
−Los cabos me parecen que están haciendo un nudo alrededor de mi cuello, y comienzan a apretar demasiado, ¿no te parece?
Sacudió la cabeza, mientras se quitaba las gafas, y me miró con extrañeza, como si esperara que compartiera su alegría.
−Elio, estás poniendo orden en tu vida, estás encajando las piezas del puzle que hasta ahora sólo han estado dando vueltas a la deriva en tu cabeza. Aún no eres consciente del paso tan enorme que has dado, pero lo estás logrando, y vas a continuar haciéndolo hasta que completes el puñetero rompecabezas. Hazlo por Sara.
−¿Cuál es la última pieza, Moses?
−No seas impaciente. Seguramente la encontraremos, a su debido tiempo. Ten fe en ti mismo.
Sabía que él tenía razón, pero pese a que notaba aún mi propia euforia interior no dejaba de intranquilizarme todo lo que se cocía alrededor.
Moses Shemtov permaneció unos minutos frente al ventanal, su cuerpo algo encorvado mostraba ya síntomas de ancianidad. Tenía la mirada perdida al final del bulevar.
−Tánger, siempre Tánger… −murmuró antes de girarse y preguntarme si me apetecía un John Player. Moses me dio fuego y se encendió otro−. No suelo fumar estas mierdas, pero hoy voy a compartir uno contigo.
El humo se adueñó de la consulta, una nube que se mecía tan suavemente que parecía predestinada a quedarse eternamente flotando en ella. Y estuvimos así en silencio un buen rato, sólo saboreando nuestros cigarrillos.
−Así que Julio Macho te vino a confirmar prácticamente toda la versión de tu padre.
−Sí, al menos lo que él sabía. Además, había leído las cartas de Damián.
−Claro −asintió Moses−, confiaba en él, era su mejor amigo.
−Nos dijo a Silvia y a mí que siempre había temido que pudiera morir sin que se hubiera desahogado conmigo.
−Damián nunca había tenido el valor suficiente para confesártelo todo –nos explicó Julio−. En especial lo sucedido con Dalila. Pero lo atormentaba que la historia os hubiese llegado por boca de otros y se hubiera tergiversado. Por eso decidió escribir esas cartas y dejarlo por escrito, se aseguraba de que al menos tendríais su versión. Me alegro tanto de que lo haya hecho al final…
−No ha podido decirme qué contenía el códice… −dejé caer intencionadamente.
Julio Macho se encogió de hombros, como si se hubiese hecho la misma pregunta durante todos esos años.
−A vuestro padre le impresionó tanto que no dejó de pensar en él ni un solo día. Yo hubiera dado un brazo por haberlo visto… Pasó por delante de mí y no se me ocurrió abrirlo. Qué imbécil fui.
−¿Conoces a Arturo Kozer? –mis preguntas eran inevitables.
Levantó la cabeza, se llevó su vaso de café negro a los labios y dio un sorbo. Luego, negó con la cabeza, como si hubiera repasado una lista de nombres que almacenara en alguna parte y no lo hubiese encontrado.
−No. No sé quién es.
De pronto Kozer se convertía en el premio gordo. Tenía el códice en sus manos, de eso no me cabía duda, y afirmaba ser Jesús Ortega; pero sólo había existido realmente un Jesús Ortega, mi padre, y el otro sólo lo había hecho en mi imaginación, de manera que tendría que aclararme algunas cosas, por las buenas o por las malas.
Entonces una enfermera nos...

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