Espartanos
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Espartanos

Los hombres que forjaron la leyenda

José Alberto Pérez Martinez

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  1. 240 pages
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Espartanos

Los hombres que forjaron la leyenda

José Alberto Pérez Martinez

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El título del libro, Espartanos: los hombres que forjaron la leyenda, anticipa todo su contenido. Una obra original, a medio camino entre la literatura comercial y el trabajo científico, sobre uno de los mitos contemporáneos más de moda en nuestra sociedad: Esparta. Sin duda, se trata del libro que muestra todo lo que el cine y el cómic olvidaron acerca de una de las culturas más apasionantes de la historia.En esta serie de seis breves biografías, el objetivo es descubrir la vida y obra de todos aquellos ilustres espartanos que protagonizaron gestas a la altura de la archiconocida batalla de las Termópilas y que, lejos de alcanzar tal éxito, quedaron ocultos tras la alargada sombra del olvido histórico. Ya que entre esta selección también se encuentra el rey Leónidas, el autor trata de profundizar algo más en su vida particular, más allá de la gloriosa hazaña que lo encumbraría a la categoría de leyenda.Cuando mucha gente creía que Esparta era Leónidas y Leónidas era Esparta, Espartanos revela cómo el periplo de héroes de la legendaria ciudad griega fue mucho más extenso que lo que el celuloide ha tratado de transmitirnos. Reyes, nobles y soldados conformarán esta selecta antología que volverá a proyectar la silueta de Esparta sobre las "desgastadas" páginas de los libros de historia.De entre todos los espartanos conocidos, el autor refleja los seis que, a su juicio mejor encarnaron las virtudes tradicionales de la vieja Esparta, desde su misma fundación hacia el siglo VI a.C. hasta su caída a mediados del siglo IV a.C.

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Information

Year
2014
ISBN
9788415930396
Edition
1
AGESILAO II
Agesilao II pasará a la historia por haber sido el monarca no solo más influyente de Esparta sino por haber desarrollado la mayor parte de su reinado durante el período que conocemos como Imperio espartano. Desde el año 398 a.C. hasta el 360 a.C. este rey perteneciente a la dinastía euripóntida consolidará la supremacía de Esparta sobre toda Grecia y extenderá la influencia de su imperio hasta Asia.
Teniendo en cuenta que solo 20 años antes los espartanos carecían de una flota propia con la que expandirse por el mar y que eran incapaces de permanecer en campaña más de un mes fuera del Peloponeso, la hazaña de Agesilao se torna todavía más meritoria. La llegada a Egipto en las postrimerías de su reinado o la intervención en Asia confirman en los últimos años de la guerra del Peloponeso un cambio en la mentalidad espartana que venía fraguándose desde antiguo. Una actitud mucho más decidida y expansionista que sustituye a la política conservadora característica de los primeros años del conflicto. Puesto que no existe éxito sin fracaso, también el reinado de Agesilao fue testigo del declive espartano. La derrota en la batalla de Leuctra en el 371 a.C. terminó con la que podríamos titular como la etapa más esplendorosa de Esparta, que nunca volvería a recuperar su posición de preeminencia y liderazgo sobre la Hélade. Por ese mismo hecho, Agesilao se convierte así en el último de los que, a nuestro juicio son los nombres que forjaron la leyenda.
El rey sin corona
Puesto que Agis reinaba en Esparta y tenía un hijo, Leotíquides, todo el mundo esperaba que, a su muerte, la sucesión al trono recayera en manos de este último. Por ese mismo motivo, Agesilao, que era su hermano, recibió la educación propia de los espartanos corrientes, la agogé, aquella de la que solo los futuros monarcas estaban eximidos. Un caso similar lo vimos ya en Leónidas que, sin saber de las disputas por el trono entre sus hermanos mayores, fue instruido en la misma escuela de disciplina que Agesilao, recibiendo de manera fortuita más adelante la corona del reino. Según Plutarco, estar en contacto directo con los que más tarde se convertirían en sus subordinados, le granjeó una gran popularidad entre ellos pocas veces igualada por cualquier otro monarca. A este hecho casual, Agesilao hubo de añadirle un pequeño defecto congénito como fue la leve cojera que sufría en una de sus piernas. Tullido de nacimiento, parece que arrastró con gran porte y dignidad semejante distinción, haciendo burlas y chistes de sí mismo. Esta pequeña fealdad, sin embargo, la habría compensado en parte con un semblante halagüeño y un carácter vitalista y decidido. A pesar de su vehemencia, debió de mostrarse bastante modesto y prudente, características ambas que, según cuentan, podrían haber encandilado el corazón de Lisandro, que, finalmente, lo tomó por amante. Aquella relación le sería de gran utilidad en el futuro a causa de su baja estatura y una figura poco recomendable que, sin embargo, sobrellevaba con humor y encanto, alejado del enfado o la cólera. Acorde a esto, Agesilao demostró ser una persona bien avenida a las costumbres y al respeto para con todas las personas. Siempre que tuvo ocasión se encargó de observar un trato respetuoso con los enemigos sin descuidarse en elogios cuando eran merecedores de dicho premio. De la misma manera, trató de influir y favorecer a los que consideraba sus amigos aun en situaciones injustas. No parece haberse aplicado con mano de hierro en el trato con aquellos que en algo fallaban sino, más bien, en auxiliar a todos aquellos que pudieran necesitarlo y ser condescendiente con aquellos que abandonaban el partido contrario para recalar en el suyo. Esta actitud debió de haber sido acogida con agrado al mismo tiempo tanto entre sus más fieles colaboradores como entre sus más acérrimos perseguidores.
Si tal respeto mostraba por los ciudadanos comunes, no era menos el que manifestaba para con las instituciones de Esparta. Para empezar, al que fuera su sobrino y también candidato a disputarle el trono, Leotíquides, le entregó la mitad de sus bienes cuando llegó a sus oídos que, después de haber sido desposeído del trono, había quedado en manos de la paupérrima situación de los parientes de su madre. En cuanto a los éforos, probablemente la institución de mayor poder en Esparta, no dudó en rendirles homenaje cada vez que se encontraban en acto u oficio público, levantándose de su trono ante su presencia en señal de respeto. Un tanto de lo mismo aplicó con los ancianos que componían el Senado, enviándoles un buey cada ocasión que una elección tenía lugar.
El ascenso al trono
A la muerte de Agis, la sucesión natural debía recaer en su hijo Leotíquides. Sin embargo, las sospechas de ilegitimidad que recaían sobre él, hicieron que no pocos abogaran porque el legítimo sucesor fuera Agesilao, hermano de Agis. Jenofonte dejó constancia de una animada discusión entre ambos candidatos al trono en la que Agesilao acusa a Leotíquides de no ser hijo de Agis:
“Mira, Agesilao, la ley establece que reine no el hermano, sino el hijo de un rey.; pero en el caso de que éste no tuviera hijos, entonces podrá reinar el hermano.
–Debería reinar yo. –contestó Agesilao
–Y, ¿cómo? Si estoy yo
–Porque al que tú llamas padre negó que tu fueras su propio hijo
–Sin embargo, la madre que lo sabe mucho mejor que él, lo afirma ahora incluso
–Mas Posidón te acusó de que mentías claramente cuando, por medio de un terremoto, echó a tu padre del lecho conyugal a la vista de todos. El tiempo, que se dice el más sincero, corrobora su testimonio, pues tú naciste al noveno mes de engendrarte y verle salir del lecho conyugal”.
Como dijimos al comienzo, Lisandro, que fue su principal valedor en el ascenso al trono, contradijo al oráculo que rechazaba su elección como rey. Dicho oráculo establecía que Esparta debía alejarse de elegir una realeza coja, lo que Lisandro se apresuró a desmentir interpretando que no era la cojera de Agesilao aquello que el oráculo señalaba, sino que Esparta debería guardarse de elegir a un rey que no fuera de linaje real, lo que obviamente dejaba en evidencia a Leotíquides, del que se decía ser fruto de la relación que Alcibiades había mantenido en secreto con Timea, mujer de Agis. Por ese mismo motivo los espartanos tuvieron a bien elegir finalmente a Agesilao.
Desde el comienzo, su reinado adoptó un carácter bélico y de constante enfrentamiento que llegará hasta el final de sus días. Apenas se había calado Agesilao la corona cuando llegaron no pocas informaciones procedentes de Asia avisando de que el rey persa preparaba una gran escuadra que expulsaría a los lacedemonios del mar. Para explicar este hecho, hemos de remontarnos a los años finales de la guerra del Peloponeso en los que Esparta había logrado ganarse la amistad de los persas, especialmente del príncipe Ciro el Joven y hermano de Artajerjes II, vigente rey. Las negociaciones que Lisandro mantuvo con dicho príncipe fueron espectacularmente fructíferas y tanto el dinero como la logística que los persas enviaron a los espartanos para derrotar a Atenas fue crucial para poner fin a la guerra más grande habida entre los griegos después de más de un cuarto de siglo de hostilidades. El favor de los persas había sido incalculable y al poco tiempo de haber quedado Esparta como dueña por la fuerza de los designios del resto de los griegos, Ciro se atrevió a solicitar la contrapartida a la que creía que estaban obligados los espartanos. La relación de Ciro y su hermano Artajerjes II nunca había sido buena. A la lucha por el trono se unieron las mentiras y rumores interesados que uno de los sátrapas favoritos de Artajerjes, Tisafernes, se encargó de propagar por todo el Imperio para desgracia de Ciro. Acusado por su hermano de conspirar contra él para arrebatarle la vida y el trono, Ciro fue encarcelado y obligado a pagar con su vida semejante conjura. Solo la mediación de su madre, Parisatis, logró evitar este extremo. Sin embargo, las relaciones entre ambos quedaron seriamente deterioradas y Ciro decidió prepararse para asaltar el trono. Pidió entonces ayuda a los espartanos con el fin de ir levantando en secreto un gran ejército en Grecia a escondidas de su hermano. Aquel ejército debía ser lo suficientemente grande como para enfrentarse al ejército real, pero lo suficientemente silencioso como para que nadie se enterara de su fin. Cuando este contingente estuvo reunido por completo en Sardes, comenzó su avance hacia el corazón del Imperio en Babilonia. Más de 60.000 almas componían el ejército de Ciro, entre los que se contaban los famosos Diez Mil de Jenofonte. Al llegar a Cunaxa, las tropas de Artajerjes salieron al encuentro de las de Ciro y las derrotó completamente, arrebatando también la vida del príncipe. Con la muerte de Ciro el Joven, más de diez mil griegos quedaron huérfanos en aquellas tierras desconocidas y hostiles, vagando sin rumbo durante meses por aquellos inhóspitos parajes de Anatolia. Para el caso que nos interesa, después de conocer que los griegos y, especialmente los espartanos, habían apoyado la rebelión contra Persia, Artajerjes se propuso vengarse de ellos y expulsarlos del dominio del Egeo para siempre.
La campaña de Asia
Para hacer frente a tal desafío, Agesilao, tras recibir una respuesta positiva de los oráculos, solicitó de los espartanos la concesión de 30 generales y consejeros espartanos, 2.000 neodamodes (esclavos liberados) y 6.000 aliados. Consideró que con semejante contingente bien podría viajar al Asia para lograr una paz o, en caso de que el rey insistiera en luchar, mantenerle lo suficientemente ocupado como para disuadirle de atacar a los griegos.
Además de estar sumamente agradecido a Lisandro, quien, además de haberle ayudado a llegar al trono también había influido notablemente en que se concedieran los deseos que había solicitado para su expedición, Agesilao pudo entrever en esta expedición la posibilidad de devolver a Persia todo el daño causado a los griegos anteriormente. Quizás no fueran ya las afrentas de comienzos del siglo V, sino más bien el haber contribuido a expandir las disensiones y el odio entre los propios griegos durante la última guerra. Para Agesilao, el proyecto que ahora se abría ante sí no era tanto una guerra defensiva como ofensiva, una oportunidad única no de defender a Grecia sino de someter a Asia. Parece que el optimismo y la buena predisposición de esta empresa caló hondo entre todos los griegos, quienes se apresuraron a apoyarla desde el comienzo. Sin embargo, es conveniente tener en cuenta algunos factores más para que dicha expedición fuera posible.
En primer lugar, para el año de inicio de la expedición, alrededor del 396 a.C., Esparta se encuentra en la cúspide de su poder en Grecia. Su casi recién estrenada victoria sobre Atenas en la guerra del Peloponeso le había hecho imbuirse de un profundo optimismo. Sometió a las antiguas ciudades aliadas del imperio ateniense mediante tributos, y su influencia sobre éstas gracias a su poderío militar era indiscutible, de tal manera que era a Esparta a quien correspondía capitanear la nave helena. Además, recordemos que aunque Ciro el Joven había muerto, las ingentes cantidades de dinero con las que había contribuido a la causa peloponesia en los últimos compases de la guerra aún debían de ser suficientes como para financiar una campaña semejante. Nunca antes de la llegada del preciado metal a las arcas espartanas, los lacedemonios habían sido capaces de permanecer por largo tiempo fuera del Peloponeso, a excepción hecha de la campaña de Brásidas en Calcídica. Por otra parte, y por primera vez desde hacía aproximadamente cien años, era una única ciudad griega la que se superponía a las demás y las arrastraba hacia un objetivo común. Ello no evitó que las tradicionales disensiones entre ciudades siguieran existiendo de hecho. Sin embargo, tras la caída de Atenas ninguna polis era lo suficientemente fuerte como para ensombrecer el liderazgo espartano. Otro motivo es que, con la muerte de Ciro el Joven, los persas habían pasado de ser un aliado tradicional de Esparta a ser un enemigo directo por lo que se hacía necesario hacer una demostración de fuerza antes de esperar en Grecia a que los persas quisieran marchar sobre los griegos como ya sucediera durante las Guerras Médicas.
En último lugar podemos concluir que, además, el hecho de que los Diez Mil de Jenofonte hubieran salido vivos vagando sin rumbo durante meses por los territorios más inhóspitos del Imperio y que hubieran regresado en condiciones aceptables, animaba a pensar que quizás esos persas tenían nominalmente un gran Imperio que, sin embargo, estaban lejos de controlar en toda su extensión. Además, las últimas expediciones de Esparta en el tramo final de la guerra habían sido fructíferas, lo que contribuía al optimismo y animaba a su realización.
Todos estos elementos que jugaban a favor de acometer semejante expedición no se habrían dado apenas unos años antes. Recordemos que Cleómenes ya había desechado la posibilidad de invadir el Imperio debido a su lejanía y que, la facción más agresiva o belicista de Esparta, que abogaba por atacar a los atenienses en su propio territorio, no triunfó sino hasta la victoria de Brásidas en Anfípolis. Triunfo que no consolidó, sin embargo, esa nueva filosofía política hasta años más tarde, cuando los espartanos se embarcaran en otra arriesgada expedición a Sicilia, a fin de contrarrestar el poderío ateniense.
En cualquier caso, tenemos, por primera vez en la historia, a un ejército griego marchando enteramente y de iniciativa propia a Asia, dispuesto a asestar un duro golpe al Imperio persa.
Cuando recaló en Éfeso y antes de llegar al fragor de la batalla, Agesilao logró un pequeño acuerdo con Tisafernes, hombre de confianza del monarca (había sido él quien le había delatado la conjura de Ciro). Sin embargo parece que Tisafernes no se sostuvo a mantener los términos del acuerdo y terminó violándolo, informando y aconsejando al rey la preparación de un gran ejército para enfrentarse a las tropas dirigidas por el monarca espartano. Parece que esta actitud no elevó el ánimo de Agesilao que, como hombre de palabra, sí que supo respetar las cláusulas de lo acordado con Tisafernes. Es más, mostrándose más inteligente que éste, utilizó la manera de actuar cobarde y engañosa del sátrapa persa para seguir ganando adeptos a su causa, no solo entre los griegos, sino también entre los bárbaros.
A pesar de la confianza que Tisafernes tenía en su superioridad numérica, Agesilao se sirvió de la estrategia para asegurarse la victoria. Dando a entender que se dirigía a Caria a fin de que Tisafernes marchara allí con sus tropas, Agesilao se presentó en Frigia y la invadió. Justificó el inducir al enemigo a engaño como parte de las estrategias propias de la guerra ante aquellos que, posiblemente, interpretaran tal argucia como de dudosa moralidad. Y no le faltaba razón. Cuando sucede que la inferioridad numérica es considerable, hay que estimar otras alternativas para alcanzar la victoria. Así lo había hecho Brásidas, que se valió de la nocturnidad y la traición para tomar Anfípolis. Y cuando lo que sucede es que el enemigo es demasiado pequeño y rehúye la batalla en campo abierto, hay que tomar otras medidas drásticas y poco estéticas. Tal es el caso del incendio que provocó Cleón en la isla de Esfacteria a fin de atrapar a los últimos espartanos vivos o, el que utilizó Cleómenes para sacar a los habitante...

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