El legado de Mandela
¿Por qué Mandela nos fuerza a admirarlo? ¿De dónde procedía esa ejemplaridad –se preguntaba Derrida cuando el preso político más famoso del mundo aún se encontraba entre rejas– que llevaba incluso a sus más enconados perseguidores a admirarlo en secreto?
En el día después, cuando a lo largo y ancho de todo el planeta se suceden las muestras de homenaje, un sentimiento de universal orfandad se extiende incontenible y las palabras de reconocimiento, de gratitud, de veneración, se pintan con los colores rosados de las hagiografías, esta pregunta se vuelve más necesaria y, en mitad del fragor, del oportunismo político que rodea la desaparición de todo gran hombre, más urgente que nunca.
Mandela, el héroe, Mandela el mártir, Mandela, el santo. Mandela, la mayor personalidad política del último siglo. En palabras de Kapuściński: «un caso casi único en la historia», un hombre capaz de llevar a cabo, él solo, «una empresa que está más allá de la imaginación». O del Dalai Lama: «No hay nadie más grande que él vivo en el planeta en este momento. Y solo en su caso encontré que la persona era mayor que la reputación». Pero, ¿dónde residía la grandeza de este hombre de la etnia xhosa nacido hace casi un siglo en la perdida región de Transkei, para que hoy todos, sin fisuras, lloremos su pérdida? ¿Cuál fue el secreto, si lo hubiere, que nos daría la clave para explicar esa especie de lacerante «milagro»?
Evidentemente, una de las maneras de acercarnos a ese misterio es a través de los textos, desde la misma Carta de la Libertad, redactada en Kliptown en 1955 y considerada el documento político más importante propugnado por el CNA, donde, siete años después de que el Partido Nacional ganase las elecciones y comenzase a instalar el sistema de apartheid, quedó escrito: «África del Sur pertenece a todos los que viven en ella, a los blancos y a los negros, y ningún gobierno puede pretender el ejercicio del poder si no lo recibe de la voluntad de todos»; hasta sus discursos como presidente democrático de Sudáfrica, pasando, por supuesto, por su célebre alegato durante el juicio de Rivonia, donde tras hablar durante más de cuatro horas, quiso finalizar su intervención con tono de testamento con estas palabras dignas del mejor florilegio del espíritu humano: «He dedicado toda mi vida a la lucha del pueblo africano, y he luchado contra el dominio negro. He abrigado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que vivir y espero ver realizado. Pero si fuera necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir.» Y esto, claro, sin contar con los cientos de discursos, de declaraciones, de manifestaciones –muchos de ellos recogidos en El largo camino hacia la libertad– en los que Madiba nos habló del liderazgo, de la tolerancia, del perdón, del respeto a la humanidad del otro…
Un breviario con algunas de estas frases, y no faltan ejemplos, nos permite vislumbrar la limpieza de corazón de un hombre extraordinario. Pero nada de esto tendría valor si no aguantasen su verificación con los hechos. Y es precisamente el ejemplo que fue toda su vida lo que más nos arroba y nos afantasma: Mandela aprendiendo afrikáans en la cárcel para conocer mejor al adversario; Mandela, orgulloso, negándose a llevar el humillante pantalón corto que como negro, y por lo tanto, como miembro de la casta más baja, le tenían reservado; Mandela, astuto, sorprendente, renovándole el contrato a la vieja guardia del presidente De Klerk nada más alcanzar el poder; Mandela, paternal, contemporizador, defendiendo ante sus camaradas la necesidad de mantener el viejo himno blanco; Mandela, eufórico, en el cénit de su reinado, con la gorra, por corona, de los Springboks durante la final del Mundial de Rugby; Mandela invitando a su cumpleaños a uno de sus carceleros… Cada una de estas imágenes que tan familiares nos resultan ya, y otras decenas que podríamos traer aquí contribuyen a establecer el fresco que fue su vida imprimiendo una marca de la más rara dignidad en cada una de ellas. Podríamos seguir enumerándolas un buen rato y todavía no conseguiríamos aproximarnos al misterio de Mandela, al corazón de su legado, a las razones que explican su enorme singularidad. Apabullados por el reconocimiento universal, por la intensidad, la diligencia, el patetismo de los testimonios, nuestro tamaño se reduce a medida que su figura se agiganta. Estamos todos los demás, y luego está Mandela. Su inmensa generosidad nos degrada. Si la unanimidad se cierne en torno a su persona, si todos estamos de acuerdo en que su vida fue ejemplar, de que nos marcó el camino, a la vista del catastrófico estado del mundo cada palabra dirigida a encomiar su figura, ¿no es esta alabanza al mismo tiempo una acusación contra nuestras deshonrosas existencias? Y de ser así, ¿por qué no hacer nada para cambiarlo?
Al situar a Mandela fuera de la simple humanidad, ¿no corremos el peligro de renunciar a nuestras obligaciones? Si, como a veces sucede en nuestra sociedad digital, tendemos a confundir el conocimiento de la injusticia con la acción encaminada a ponerle fin (¿o no ocurre algo semejante con las redes sociales?), ¿por qué no habríamos ahora de sustituir nuestra (cómoda) admiración por lo noble con su (problemática) práctica?
El propio Mandela, bajo su eterna sonrisa, bajo su máscara, parecería haber sido consciente de esta posibilidad y procuró no ser convertido en un semidiós. Si prestamos atención al testimonio de John Carlin, quien pese a intentarlo con todas sus fuerzas, no consiguió encontrarle ningún defecto, parece claro que su estrategia apenas tuvo éxito. Sin embargo, esto no impidió que Madiba no cejara en su empeño de decirle a quien estuviese dispuesto a escuchar que él solo había contribuido a marcar el rumbo pero que el camino hacia la libertad no había hecho más que empezar, dando a entender claramente que habrían de ser otros, no superhéroes sino simples mortales como él, los que afrontando innumerables dificultades, habrían de continuar la lucha.
Como escribió Richard Stengel, Mandela quería gustar, le gustaba que lo admirasen y detestaba decepcionar. Y a la vista está que jamás decepcionaba. Para todo el mundo tenía una palabra amable, desarmaba al más pintado con un nuevo gesto de sencillez y humildad, su autoridad moral era incontestable. Pero fue él mismo quien afirmó que no quería ser presentado de forma que se omitiesen los puntos negros de su vida. No es este el momento de hacer balance de esos «puntos negros», especialmente porque a la luz de sus logros resultan ridículos e insignificantes, pero sí conviene tener muy presente, en este momento de duelo más si cabe, que tal vez lo más extraordinario, lo más fecundo para las generaciones venideras que nos deja el testimonio vital de Mandela fue precisamente, su capacidad de superación, de ensanchar sus propios límites, de plantarse frente al determinismo ambiental, el contexto social y el propio carácter para alcanzar sus fines sin olvidar aquella premisa básica de A. J. Muste –en la que creían, entre otros, su admirado Gandhi–: que «los medios que uno emplea se incorporan inevitablemente a sus fines y, si son malos, acaban por anularlos».
Esta dialéctica entre medios y fines, tan característica del pasado siglo, la misma que produjo la ruptura entre Camus y Sartre después de ...