Los Borgia
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Óscar Villarroel González

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Los Borgia

Óscar Villarroel González

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Sobre el apellido Borgia corre, incluso hoy día, toda una leyenda negra equiparable a la que se fue creando sobre la Monarquía Hispánica de los Austrias españoles. Leyenda que nos informa de envenenamientos, intentos de asesinato diversos y otros conseguidos, todos ellos por orden, instigación o comisión directa, de nada menos que un pontífice romano.También le acompañan otros matices más truculentos: el incesto entre padre e hija (Alejandro VI y Lucrecia), el libertinaje de ésta y la sagacidad para llevar a cabo actos funestos de quien era, supuestamente, nada menos que hija y amante de un papa. Este libro trata de desvelar lo que hay de verdad y lo que hay de leyenda en este linaje de papas españoles, con un estudio exhaustivo de sus luchas por mantener incólume el poder político de la Iglesia y salvar, al tiempo, su poder eclesiástico.

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Information

Year
2013
ISBN
9788415930129
Edition
1
Topic
Storia
La caída de Nápoles y la política matrimonial de Lucrecia Borgia
En julio de 1501 César Borgia entraba de nuevo triunfalmente en Roma, donde le esperaba ansiosamente su padre el papa. Cerca de Roma se encontraba ya el ejército francés que comandaban Yves d’Allègre y d’Aubigny. Éstos solicitaron entrar en la ciudad tan sólo dos días después, lo que les fue concedido por el papa, ante lo cual desfilarían frente al castillo de Sant’Angelo para honrarle.
La campaña francesa contra Nápoles había venido gestándose desde tiempo atrás. Como ya comentamos, Luis XII había reclamado el trono napolitano cuando ascendió al francés, hacía ya tres años. Sin embargo, había ido retrasando su campaña para arrebatar la corona a quien consideraba usurpadores de sus derechos, heredados de los Anjou. Su objetivo era planificarla cuidadosamente, incluyendo los oportunos acuerdos que le garantizasen que la posesión del reino sería duradera. La experiencia de Carlos VIII, que había conseguido conquistar el reino entero fácilmente, pero que había contado con la oposición de casi todos los estados italianos, además del pontificado y los Reyes Católicos, tuvo que influir en que su sucesor actuase muy cautelosamente en esta cuestión.
Luis XII y el trono napolitano
La alianza con el pontificado de Alejandro VI que el rey francés comenzó a establecer a lo largo de 1498 fue uno de los primeros pasos que se dieron para conseguir tal fin. La conquista de Milán también podría ser considerada como un paso previo. En primer lugar, porque también se habían alegado derechos sucesorios al trono ducal; en segundo porque servía perfectamente como banco de pruebas del funcionamiento de las alianzas italianas del monarca galo; y en tercer y último lugar, porque era una base estable y firme desde la que apoyar su campaña en el sur de la península. Pero la principal línea de acción del rey francés dirigida a garantizar la conquista del Reino de Nápoles fueron las negociaciones y los acuerdos alcanzados con la naciente Monarquía Hispánica.
Como también se ha comentado, Fernando de Aragón había planteado en diversas ocasiones sus derechos sucesorios al disputado trono. Sin embargo, varias veces había dado un paso atrás para poder conservar así sus buenas relaciones con el pontificado, que siempre había defendido a los Trastámara de Nápoles. De hecho, tras la campaña italiana de Carlos VIII, las tropas españolas de Gonzalo Fernández de Córdoba fueron fundamentales tanto para la reconquista del trono por parte de su primo Ferrante II, como para la recuperación de algunas importantes plazas por parte de Alejandro VI. Sin embargo, pese a que tal situación había sido una oportunidad muy clara para hacerse con la corona, había decidido no precipitarse, sin duda aleccionado por el fracaso del rey galo.
No obstante, desde el ascenso al trono de Luis XII, con la firma de la Paz de Marcoussis el 5 de agosto de 1498 se inició una nueva etapa en las relaciones hispano-francesas. Las negociaciones entre ambos reinos se mostraron fundamentales para solucionar el espinoso asunto napolitano. Luis podía contar con la alianza del pontificado, lo que suponía que era fundamental para poder conservar el trono una vez conquistado; pero también debía tener en cuenta y conseguir la aceptación de los Reyes Católicos. Éstos podían negarse a aceptar la presencia francesa en el sur de Italia tanto por el hecho de que se haría sobre los supuestos derechos de Fernando al trono, como porque supondría el derrocamiento de una dinastía emparentada con la suya y con un alto grado de dependencia de la Monarquía Hispánica. Por ello, las negociaciones entre ambos monarcas tenían una importancia capital. Tanta, que Luis XII estaba dispuesto a renunciar a la mitad sur de Nápoles a cambio de conseguir la aceptación de Fernando de Aragón. De este modo, según el Tratado de Granada, que se mantuvo secreto, Fernando de Aragón y Luis XII de Francia acordaban repartirse el reino napolitano, que sería conquistado y arrebatado al rey Federico de Altamura. Los franceses recibirían, además del título real y la capital, la Campania y los Abruzzos; Fernando, Apulia y Calabria, territorios que estaban frente a su reino siciliano y que eran mucho más accesibles a su poder.
De este modo, cuando las tropas francesas dirigidas por d’Aubigny y d’Allègre comenzaron su marcha hacia el sur de Italia, su objetivo manifiesto era la conquista del Reino de Nápoles, pero aún no se sabía que los españoles iban a aceptar tal acción y a quedarse a su vez con todo el sur del mismo.
Entre tanto, Federico de Altamura sabía que no podía contar con el pontificado, que ahora estaba muy unido a la política francesa merced a la alianza que se había iniciado con la concesión del ducado de Valence a César Borgia, así como la consecución del matrimonio con una prima del soberano galo. Seguramente, Federico se debió arrepentir en esos momentos de no haber aceptado el matrimonio que le había sido propuesto de su hija Carlota con César, pues al menos le habría conseguido el apoyo pontificio, como le ocurrió a Alfonso II. Por su parte, Federico tampoco estaba muy seguro de poder contar con el apoyo de su primo, el rey Fernando de Aragón, aunque se supiese que, de nuevo, Gonzalo Fernández de Córdoba estaba reuniendo un ejército en Sicilia. Federico, durante el mes de junio, aún debía albergar alguna esperanza, pese a todo, pues pudo ver cómo los embajadores drl aragonés aún estaban presentes en su corte, participando incluso en las ceremonias de la familia real, como ocurrió en la ocasión del bautizo de uno de sus hijos recién nacido. Acaso esperase que fuese a acudir en su ayuda; pero lo más probable es que tal ilusión le durase poco. Esto lo demostraría las sorprendentes relaciones que inició con los gobernantes turcos de Albania para conseguir su apoyo. A cambio les ofrecía los puertos adriáticos de su reino. Sin duda era hacer al zorro guardián del gallinero, y era una acción desesperada. Si hubiese contado, en su opinión, con la ayuda española no habría intentado tal alianza.
De hecho, estos actos fueron sabiamente utilizados por sus enemigos. El mismo Alejandro VI se asombró de la acción de Federico de Altamura, y procedió a dictar su excomunión. Además, como soberano señor del reino napolitano le declaró depuesto y se manifestó a favor de entregar el trono al rey francés, cuyas tropas ya avanzaban hacia el sur de Italia. El papa, además, no se limitó a excomulgar al rey, sino que la hizo extensiva a todos aquellos que colaboraban con él, por lo que se vieron afectados los Colonna, que se mantuvieron junto al rey Federico.
En tanto, a principios de julio las tropas francesas abandonaban Roma, después de haber acordado con César su participación en la campaña. Entre tanto, Luis XII permanecía en Francia, atento a cómo se resolvía la situación. No fue necesaria su presencia en la península para convencer al portaestandarte de la Iglesia para actuar en su ayuda; sin duda era un fiel servidor y conocía lo que le iba en ello. Evidentemente, la alianza del rey de Francia era fundamental para poder mantener la política pontificia que él mismo estaba encarnando. Así, los mariscales franceses avanzaron lentamente hacia el Sur, hacia Capua, la primera gran ciudad napolitana. César acordó alcanzarles enseguida con sus tropas, pues aún tenía diversos asuntos que resolver en Roma.
Efectivamente, allí tuvo que hacer frente a la petición francesa para que se liberase a Caterina Sforza, a quien aún se mantenía presa en el castillo de Sant’Angelo. Para el papa no era una opción realmente buena el dejarla marchar, tal como pedían los mariscales de Luis XII, por lo que al menos intentó conseguir un rescate por su liberación. Sin embargo, no se llegó a ningún acuerdo con la familia de la misma, quien, además, consiguió escapar y dirigirse hacia Florencia. Esto hizo que el papa procurase evitar que lo mismo ocurriese con el otro soberano díscolo de sus territorios que tenía en su poder. Fuese cierto o no que Astorre Manfredi y su hermano hubiesen marchado con César por su propia voluntad, lo cierto es que ahora fueron encerrados en el castillo de Sant’Angelo, en previsión de una posible fuga, que podría volver a levantar la rebelión en los territorios recién conquistados.
Finalmente, César alcanzó el 12 de julio a las tropas francesas cuando éstas estaban junto al río Volturno, diez días después de que sus tropas destacadas en el Norte consiguiesen la rendición de Piombino. Frente al ejército conjunto se levantaba ahora la ciudad de Capua, con sus altas murallas y sus puertas cerradas, dispuesta a defenderse del invasor. Finalmente, Federico se había visto abandonado por todos y había decidido plantar cara el solo a sus enemigos. Sin embargo, la visión del poderoso ejército franco-italiano de d’Aubigny y Borgia debió hacer mella en las intenciones de resistencia de los defensores de la ciudad, pues inmediatamente comenzaron las negociaciones para conseguir una capitulación de la ciudad que la garantizase su integridad frente al ejército.
Aparentemente, en apenas 13 días se habría llegado casi a un principio de acuerdo, pero, sea por una traición interna en la ciudad, sea por un asalto más o menos incontrolado de las tropas francesas, lo cierto es que ésta fue conquistada y saqueada por las tropas francoalemanas del ejército galo. No obstante en esta batalla se quiso dar gran notoriedad a César Borgia, quien comandaba una parte menor de las tropas. Posteriormente la Leyenda Negra se la dio aún mayor, inventando una historia según la cual, mientras sus tropas saqueaban, robaban y asesinaban por toda la ciudad, César habría ido recorriendo las calles secuestrando a las muchachas que le parecían más bellas para formar su propio harén. Sin duda era una buena mezcla de dos de las principales facetas que sus enemigos, como veremos en el capítulo dedicado a la leyenda, le achacaban: sed de sangre y desenfreno sexual.
Por entonces, las tropas españolas desembarcaron en el sur del reino, y comenzaron, bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, que realizaba su segunda campaña italiana, a conquistar la parte que le había correspondido en el reparto. El Tratado de Granada se hizo público, siendo aceptado oficialmente por el papa Alejandro VI, quien, por sus actos impíos, había despojado al rey Federico de su título de rey de Nápoles. La suerte de éste estaba echada, pues si poco podía hacer contra el ejército francés, menos podía ante un ataque convinado de éstos junto a los españoles.
El 2 de agosto el ejército de Borgia y d’Aubigny se situaba frente a Nápoles, dispuesto a su conquista final. En su interior, en el Castillo Nuovo que reconstruyese su abuelo Alfonso V de Aragón, se encontraba el rey Federico de Nápoles. Nada era posible hacer ya. Entonces, procedente de Marsella, desembarcó junto al ejército invasor el mismo rey Luis XII, quien, ante la favorable situación que estaba teniendo la campaña, había decidido acudir en persona a reclamar su nuevo reino y a negociar la capitulación con el desposeído Federico.
Las conversaciones no duraron mucho. Evidentemente, el hasta entonces rey napolitano tenía poco que oponer a las exigencias francesas, por lo que lo único a lo que podía aspirar era a conseguir unas condiciones más o menos honrosas para él y su familia, así como asegurar su propia supervivencia con un mínimo de dignidad. Sin duda Federico debía albergar un gran resentimiento contra sus parientes españoles. No sólo no le habían ayudado en su defensa, sino que se habían unido a su enemigo para poder quedarse con una parte de sus posesiones. Esto debió jugar un papel muy importante para que el rey, una vez depuesto, decidiese exiliarse a Francia y no a España. Hay que tener en cuenta que él había pasado muchos años de su vida en aquel país, puesto que había casado (como hemos comentado), cuando no era más que un príncipe segundón sin posibilidades reales de alzarse al trono, con Ana de Saboya, residiendo durante muchos años en la corte francesa (donde ciertamente debió coincidir con el entonces primo del rey, Luis de Orleans). Federico, refugiado finalmente en Ischia, aceptó la renuncia al trono napolitano, marchando, junto a su familia, a Francia, donde recibiría de forma vitalicia y hereditaria el condado de Maine. A principios de septiembre el pacto se formalizó, con lo que Nápoles se rindió al ejército invasor y Federico y su familia partieron hacia su exilio francés. Allí viviría poco tiempo (aunque sí el suficiente para ver cómo la situación cambiaría de nuevo en el transcurso de pocos meses en su antiguo reino), muriendo el 9 de septiembre de 1504 en Plessis-le-Tours. Su hijo Fernando, que hubiese sido Fernando III de Nápoles, fue capturado en Bari por las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba, que conseguían así su propio rehén real. Fue trasladado a España, donde residiría durante un tiempo en Játiva; aunque acabaría integrándose en la política de los Reyes Católicos y sus sucesores llegando, años después y por servicio al emperador Carlos V, a casarse en 1528 con la viuda de quien le arrebató el trono napolitano: Germana de Foix, segunda esposa de Fernando de Aragón.
La política matrimonial de Lucrecia Borgia
A mediados de octubre, tras una campaña rápida y victoriosa, como hemos visto, César Borgia regresaba al frente de sus tropas a Roma, donde le esperaba de nuevo su contento padre. Sin duda la alianza franco-pontificia parecía encontrarse en su mejor momento. El rey Luis XII, agradecido por la colaboración prestada por el papa Alejandro VI, que le había entregado la investidura del Reino de Nápoles, así como por la fidelidad demostrada por César en el transcurso de la campaña, volvió a hacer a éste nuevas mercedes; junto a una extensa y laudatoria felicitación, le entregó un regalo de 50.000 ducados. Además, el rey Fernando el Católico también se mostró dispuesto a conceder ciertas prebendas al hijo del papa, en lo que significaba un nuevo paso de acercamiento a éste, sin duda con el objetivo de que sus nuevos intereses en el sur de Italia no se viesen perjudicados por las excelentes relaciones que existían entre el pontífice y el rey francés. Así, le hizo entrega del ducado de Andria, situado en la Apulia, que acababa de conquistar para él Gonzalo Fernández de Córdoba. Con ello se aseguraban los intereses de la familia Borgia en el sur de Italia y se hacia un indudable gesto de aproximación a Alejandro VI. Éste, por otra parte, había entregado a su hijo el título de duque de Romaña, agrupando en él los territorios que se habían recuperado para la Iglesia. Esto podía hacer parecer que las acciones que en los últimos años había llevado a cabo el papa con el apoyo de su hijo no tenían otro objetivo que favorecer y engrandecer a éste. Sólo el paso del tiempo demostraría cuán importante sería para los papas el haber recuperado aquellos territorios.
Mientras todo esto sucedía, Lucrecia Borgia había vuelto a entrar en los planes políticos de su padre. Tras más de un año de viudedad, a principios del otoño de 1501 corrían de rumores de una nueva boda. Para su padre el papa, Lucrecia podía llegar a ser de nuevo una baza muy importante para poder afianzar aún más su política dirigida a dar un sólido fundamento al poder soberano de los pontífices sobre la Italia central. Por ello, ya durante el invierno de 1500 a 1501 había comenzado a mantener sus propias negociaciones con distintos barones romanos para poder de este modo celebrar el matrimonio de su hija con uno de ellos. De este modo el papa conseguía un claro beneficio, como era la sujección a su política de los aún poderosos nobles romanos, que se mantendrían más fieles a su política si se veían implicados en ella, y no sólo porque el poder pontificio en esos momentos fuese demasiado fuerte para oponérsele. Sin duda era una política inteligente por parte de Alejandro VI. Debía ser consciente del hecho de que su poder no perduraría siempre, y que ya en el pasado se había visto inmerso en momentos de gran debilidad. Ante esta posible contingencia debía atraerse a aquellos que podían resistirse a su poder. La teoría era, como vemos, impecable, y no era privativa del papa. Ya en esos momentos los Reyes Católicos la estaban aplicando con grandes resultados en el seno de sus reinos hispanos, para atraerse a una nobleza que a lo largo del siglo xv se había mostrado muy levantisca y dispuesta a oponerse al poder hasta el punto de intentar cambiarlo (como ocurrió con la llamada Farsa de Ávila que depuso a Enrique IV). El mismo Alejandro VI lo había experimentado con anterioridad, y también de esta manera, pues para ello había casado a su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, quien no en vano era un súbdito de la Santa Sede; aunque en este matrimonio pesaron más las consecuencias que podía traer para las relaciones con Milán.
De cualquier forma, ahora el papa tenía diversos candidatos que le ofrecían notables ventajas para su política interior, y que de paso reforzaban también los intereses patrimoniales de su familia en Italia. Pero el que más beneficios podía reportar a Alejandro VI era Francesco, duque de Gravina, miembro de la familia Orsini. Con ello, el papa obtenía un doble beneficio. Unía temporalmente los ducados de Gravina y Bisceglie (situados ambos en la Apulia, ahora aragonesa), que, mientras Rodrigo de Aragón (el hijo de Lucrecia y Alfonso de Aragón) fuese menor de edad serían administrados por el matrimonio. De este modo se obtendría un amplio dominio en el sur de la península. Además, hay que tener muy en cuenta que con este matrimonio se conseguía un nuevo acercamiento a los Orsini, y en la figura de uno de sus más importantes personajes. El asunto se consideraba casi zanjado, pero, lo que no se esperaba Alejandro es que su hija se fuese a negar a aceptar éste matrimonio. El papa se vio incapaz de convencerla de que se comprometiese con Francesco, e incluso le llegó a hacer una propuesta pública para que aceptase, a lo que ella se negó. Tras dos matrimonios de indudable valor político para el pontificado, ella había decidido no aceptar un tercero, aunque con ello pusiese trabas, aunque fuese momentáneas, a la política de su padre.
Se propuso un segundo enlace, sin duda promovido por César Borgia, por el que se h...

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