España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX
eBook - ePub

España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX

Juan Granados

Share book
  1. 210 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (mobile friendly)
  4. Available on iOS & Android
eBook - ePub

España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX

Juan Granados

Book details
Book preview
Table of contents
Citations

About This Book

La obra España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX pretende aportar, desde un punto de vista tan ameno y divulgativo como riguroso, el devenir del país a lo largo de un siglo, el XIX, una evolución que precisa tal vez mas que cualquier otra de una profunda revisión historiográfica. Juan Granados, a través del estudio de los principales factores económicos, políticos y sociales que definen el período, nos aporta su particular punto de vista sobre la construcción, exitosa en ocasiones y anómala en otras tantas, de nuestra contemporaneidad.Aunque en la historiografía reciente parezca estar de moda la defensa de España como un país de evolución histórica "normal" dentro del ámbito europeo de las cosas, pareciendo querer presentarse la historia de un país que efectuó el tránsito desde las profundidades del Antiguo Régimen a la contemporaneidad sin mayores ambages y con una esperable sucesión de los acontecimientos, tal aserto parece difícil de sostener tan gratuitamente. Por ejemplo, cuando alguien se toma el trabajo de releer el discurso liberal de las Cortes de Cádiz, descubre sin mucho esfuerzo que éste tiene más que ver con la tradición de campanario del Derecho hispano, lleno de religiosidad, fueros, excepciones y particularismos locales que con el igualitarismo legal y ciudadano de los revolucionarios franceses, hecho que explica, al menos en parte, el palmario fracaso del ideal nacional de España.Y es que nuestro siglo XIX siempre ha rebosado de cuentas pendientes y cuestiones sin resolver. No tenemos más que recordar, por ejemplo, la debilidad del liberalismo decimonónico español, significativamente siempre en manos de militares ?Espartero, Narváez, O'Donnell, Prim, Pavía, Serrano y tantos otros son ejemplo de lo que queremos decir?, también el predominio de una clase política de ínfima catadura moral que elevó la figura del cacique a sus máximas posibilidades.

Frequently asked questions

How do I cancel my subscription?
Simply head over to the account section in settings and click on “Cancel Subscription” - it’s as simple as that. After you cancel, your membership will stay active for the remainder of the time you’ve paid for. Learn more here.
Can/how do I download books?
At the moment all of our mobile-responsive ePub books are available to download via the app. Most of our PDFs are also available to download and we're working on making the final remaining ones downloadable now. Learn more here.
What is the difference between the pricing plans?
Both plans give you full access to the library and all of Perlego’s features. The only differences are the price and subscription period: With the annual plan you’ll save around 30% compared to 12 months on the monthly plan.
What is Perlego?
We are an online textbook subscription service, where you can get access to an entire online library for less than the price of a single book per month. With over 1 million books across 1000+ topics, we’ve got you covered! Learn more here.
Do you support text-to-speech?
Look out for the read-aloud symbol on your next book to see if you can listen to it. The read-aloud tool reads text aloud for you, highlighting the text as it is being read. You can pause it, speed it up and slow it down. Learn more here.
Is España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX an online PDF/ePUB?
Yes, you can access España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX by Juan Granados in PDF and/or ePUB format, as well as other popular books in Historia & Historia europea. We have over one million books available in our catalogue for you to explore.

Information

Year
2013
ISBN
9788415930037
Edition
1
Capítulo II
La difícil construcción del estado liberal, 1833-1898
1. El modelo español de revolución burguesa
Hoy en día pocos son los historiadores que niegan la existencia de una revolución liberal en España. Los más defienden la realidad de un complicado pero cierto tránsito del Antiguo Régimen hacia el Estado liberal a través de las profundas modificaciones jurídicas experimentadas a lo largo del primer tercio de siglo. La abolición de los señoríos, la libertad de imprenta, la desamortización y el mismo régimen constitucional de 1837 son realidades que hablan bien a las claras del imparable proceso de quiebra de los últimos resabios señoriales y del acceso de la burguesía al poder. Que a menudo la ley resultase ser papel mojado o se aplicase muy parcialmente es una cuestión diferente, como también lo es el hecho de que las conquistas legales burguesas, pese a modificar intensamente las relaciones de producción, no consiguieran para España la paralela Revolución Industrial y, por lo tanto, el triunfo del modo de producción plenamente capitalista.
Probablemente no lo consiguieron por la instalación casi permanente desde 1841 —excepto en los paréntesis revolucionarios de 1854-1856 y 1868-1874—de la burguesía moderada en el poder, aliada de los grandes latifundistas y con la monarquía y los militares como árbitros. Todos ellos temerosos de la revuelta campesina, democrática y en el fondo revolucionaria. De esta manera, las clases más desfavorecidas fueron las sacrificadas en nuestra revolución, cosa, por otra parte, no tan diferente de lo sucedido en el contexto europeo. Así lo recordaba el diputado carlista Aparisi a los miembros del Congreso en 1855: “Sed auténticos parlamentarios o terminad la farsa. Las leyes desamortizadoras expoliaron no solamente a la Iglesia sino también al pobre en beneficio de la casta de los Quinientos. Recordad que enseñasteis al pueblo que es soberano, pero habéis olvidado al pobre en la revolución para que se enriquezcan unos cuantos. Ahora Proudhon, hacha en mano, aguarda para caer sobre el edificio social.”
2. La España isabelina y la revolución liberal
La minoría de Isabel II: la Primera Guerra Carlista (1833-1840)
El descontento del pretendiente Don Carlos con la resolución del problema sucesorio a favor de la infanta Isabel, su sobrina, y el pacto tácito de la regente María Cristina con los liberales aparecen como las causas últimas del primero y más importante de los tres principales conflictos bélicos que recibieron ese nombre (Guerra Carlista). Naturalmente, no se dirimía aquí tan sólo un problema de herencias entre vástagos de la realeza sino cuestiones más profundas en las que tenían cabida los desencuentros de todo tipo. Así, el conflicto carlista agrupó tensiones sociales heterogéneas de muy diverso orden, por una parte, Don Carlos reunió en torno suyo a los partidarios del más recalcitrante absolutismo clerical, defensores a ultranza de la unión del Trono y del Altar, bajo el lema tradicionalista de Dios, Patria y Rey, por definición enemigos de cualquier gobierno liberal por moderado que fuera, pero también a una parte nada despreciable de la población de los territorios forales y de los que aspiraban a serlo, con instituciones tradicionales y privilegios propios (Cataluña, País Vasco y Navarra), temerosa de que la tendencia a la unificación legal de los gobiernos liberales pudiese lesionar sus intereses. Es también, como se recuerda a menudo, un conflicto que enfrenta al campo con la ciudad, las filas carlistas están llenas de campesinos propietarios y pequeños títulos identificados con la manera tradicional de entender las cosas, siempre recelosos de cualquier cambio impuesto por foráneos. En definitiva, la consagración, en palabras premonitorias de Juan Van-Halen, de dos Españas, enemigas una de la otra.
Con estos complejos y preocupantes condicionantes ideológicos, la guerra se inició sin frentes definidos, que nunca tuvo, con la aparición de las primeras partidas carlistas en el otoño de 1833. Desde el principio el centro de gravedad del conflicto se circunscribió a los territorios forales del País Vasco y Navarra, extendiéndose más adelante al alto Aragón y a los territorios catalanes, en especial por el Maestrazgo. En otros lugares, como en Galicia, proliferaron las guerrillas, sin grandes concentraciones de tropas. En realidad fue una guerra localizada y de pocos medios materiales, por lo tanto mucho menos destructora que la de Independencia. Esta “guerra lánguida”, como la definió un contemporáneo, comenzó bien para el bando carlista gracias a la tarea de Tomás de Zumalacárregui al frente del ejército desde enero de 1834, que consiguió asegurar para los suyos el dominio de una amplia zona del norte peninsular. Sin embargo, las tropas de Don Carlos no pudieron ganar para la causa ninguna ciudad importante, incluso la incipiente administración del pretendiente tenía la capital en la pequeña villa de Oñate, motivo por el cual se decidió el sitio de Bilbao, donde murió Zumalacárregui, que fue finalmente un fracaso. De esta manera, los carlistas vieron reducida la mayor parte de su actividad al medio rural, si exceptuamos algunos episodios como el de la temporal conquista de Córdoba por la, cuando menos, extravagante expedición del general Miguel Gómez.
Entre tanto, el gobierno de la regente María Cristina trabajó intensamente para conseguir el apoyo internacional que, teniendo en cuenta los presupuestos ideológicos del bando carlista, no le costó mucho obtener de Francia y, gracias a la gestión del activo Juan Álvarez Mendizábal, de Gran Bretaña, firmando todos junto con Portugal el tratado de constitución de la Cuádruple Alianza, que consolidó aun más el aislamiento de Do Carlos y, por contra, fortaleció la opción liberal para España. Tanto es así que la misma Gran Bretaña permitió el envío a la Península de contingentes de voluntarios, irlandeses en su mayor parte, para luchar en el bando cristino.
Puestas así las cosas, hacia 1836 los carlistas vieron perfectamente que no eran capaces de superar las barreras de sus reductos norteños. Por eso, en un último intento de encontrar adeptos y extender la guerra a otras regiones iniciaron las conocidas expediciones que de una manera un tanto errática y absurda recurrieron gran parte del territorio español. Las más conocidas fueron la ya citada de Gómez, que tan pronto conquistaba una plaza como perdía la anterior, sin caer nunca derrotado pero sin consolidar nada, partiendo de Amurrio, recorrió la cornisa cantábrica hasta Galicia para dirigirse luego a Andalucía, rematando la expedición en diciembre de 1836, tan desnudo de plazas consolidadas como había comenzado; y la expedición real de 1837, tan zigzagueante como la primera, que llegó a las mismas puertas de Madrid para después retirarse sin una razón clara. Se habla incluso de un intento de reconciliación dinástica en este momento propiciando algunos sectores moderados de los contendientes el casamiento de Isabel II con el primogénito de Don Carlos, el conde de Montemolín. Pero esta “vía intermedia” no llegó a fructificar y, tal vez por la cercanía de las tropas de Espartero arrinconadas en Segovia o incluso por no fiarse del recibimiento que la población civil podría hacerle, el pretendiente optó por la retirada.
La orden de repliegue tan cerca de la capital supuso el definitivo deterioro de la moral carlista que ya no se recuperó pese a las actividades exitosas del general Ramón Cabrera en el Maestrazgo y a que Rafael Maroto se mantenía firme en el norte. Esta falta de fe en el futuro propició que Baldomero Espartero convenciera a este último, antiguo camarada suyo de armas en el Perú de la necesidad de una paz negociada, hecha efectivo con un escenográfico abrazo que tuvo lugar el 29 de agosto de 1839 en la localidad guipuzcoana de Vergara. Por el Convenio allí firmado, los carlistas entregaron sus armas sobre la base de una amnistía amplia, el reconocimiento de los empleos y grados de los oficiales del ejército carlista que optaran por reconocer a Isabel II, y la conservación de los fueros vascos y navarros (sancionados posteriormente por la Ley de 29 de octubre de 1839). Con el exilio de Don Carlos a Francia y la huida hacia el mismo país de Cabrera en 1840 terminaba el conflicto bélico, pero de ninguna manera la “cuestión carlista” que, de una u otra manera, y, como siempre, agrupando ideologías diversas, pervivió a lo largo de toda la historia profunda de la España contemporánea, algo que tendremos ocasión de comprobar.
La formulación del Estado liberal y sus limitaciones (1833-1837)
Como ya conocemos, la muerte de Fernando VII había dejado el gobierno en manos de su viuda María Cristina en tanto durase la minoría de edad de su hija Isabel II. Es sabido que el talante de la reina gobernadora, como fue llamada, estaba más cerca del despotismo ilustrado que de los presupuestos liberales. Sin embargo, la necesidad perentoria de apoyos frente a la carlistada obligó a la monarquía borbónica a iniciar el tránsito desde el absolutismo moderado hacia el liberalismo burgués imperante en Europa. Y el primer valladar estaba en su misma casa al presidir el gobierno Cea Bermúdez, último primer ministro de Fernando VII, intransigente con los liberales y partidario de un despotismo ilustrado que mantuviese el orden tradicional entre la Iglesia y el Estado. Se hacía evidente para todos los partidarios de la regente la necesidad de un cambio hacia presupuestos más liberales a través de un pacto constitucional por moderado que fuera. En el ínterin, el gobierno de Cea tuvo tiempo de plasmar en noviembre de 1833 la tantas veces aplazada división administrativa de España por mano de su célebre ministro de Fomento, Javier de Burgos. De esta manera, el Estado se dividió en 49 provincias, cada una con un subdelegado de Fomento, ancestro próximo de los gobernadores civiles, al frente. División que ha pervivido prácticamente idéntica hasta nuestros días, con escasísimas excepciones.
La necesidad, de la que casi todos los cristinos eran conscientes, de la búsqueda de una tercera vía entre los partidarios del Antiguo Régimen y los liberales exaltados, vino como consecuencia de la presión que los militares, en especial de los capitanes generales de Cataluña y Castilla la Nueva, Llauder y Quesada respectivamente, hicieron sobre la reina gobernadora. Así, en los inicios del nuevo año 1834, se nombró primer ministro a Martínez de la Rosa, quien fue el encargado de poner a salvo, en palabras del mismo Llauder, “el trono de Isabel II sin tumultos y sin violencia”, es decir, sin contar que el concurso de los exaltados. El principal cometido del gobierno de Martínez de la Rosa era la redacción de un texto encargado de establecer las relaciones básicas de un pacto con apariencia de constitución. Pacto que se hizo efectivo con la promulgación en abril de 1834 del Estatuto Real, redactado en gran medida a semejanza de la Carta Otorgada francesa de 1814 que restauraba la monarquía borbónica en la persona de Luis XVIII. Así, técnicamente no se trataba de una constitución, sino de una concesión “gratuita” de la monarquía al pueblo que permitía la existencia de unas Cortes divididas en dos estamentos: el de los Próceres, de carácter vitalicio, y el de los Procuradores. El primero elegía sus representantes de entre altos cargos y dignidades de elevado nivel de renta y el segundo a través de un muy restringido censo electoral que incluía tan sólo a los mayores contribuyentes (apenas unas 16.000 personas, el 0,15% de la población). De esta manera, se trataba de consagrar la forma más doctrinaria y censitaria de liberalismo. Permitiendo así que sólo los más favorecidos por la fortuna formaran parte del sistema político, bajo el axioma de que únicamente la plutocracia propietaria poseía el tiempo y los medios para permanecer “correctamente” informada de las necesidades del país. Este intento de instaurar en el poder a la burguesía del censo no fue, naturalmente, bien acogido por los sectores políticos exaltados. Para estos últimos las muestras de liberalismo evidenciadas hasta entonces eran tan tibias que el jefe de gobierno merecía el apelativo poco caritativo de “Rosita la pastelera”, dato que habla bien a las claras de los estados de ánimo existentes entre las dos principales facciones liberales. El descontento se manifestó bien pronto en forma de algaradas callejeras protagonizadas por masas populares ya de por sí desquiciadas por las incertidumbres que causaba la guerra. La epidemia de cólera declarada en julio de 1834 tuvo mucho que ver en la propagación de los tumultos, que bien pronto tomaron una clara vertiente anticlerical con la quema de conventos en Madrid. La sustitución de Martínez de la Rosa por el conde de Toreno en junio de 1835 sirvió de poco cara al aplacamiento de los ánimos. De hecho, se estaban formando por todas partes juntas locales similares a las creadas durante la Guerra de la Independencia que, apoyadas en la formación de la Milicia Nacional, demandaban del Gobierno, a través de la Junta Central creada en Jaén, una nueva y más justa ley electoral, la libertad de prensa y, sobre todo, la convocatoria de unas Cortes Constituyentes que dotasen a España de una verdadera constitución como la de 1812.
Por fin, en septiembre de 1835, la regente se decidió a cambiar el Gobierno a fin de dar respuesta al sentir popular y, sobre todo, encauzar en lo posible la revolución liberal. Concedió el poder a Juan Álvarez Mendizábal (1790-1853), un hombre del Trienio exilado, como tantos otros, en Londres, hasta el gobierno de Toreno, con quien fue ministro de Hacienda. Mendizábal llegó al poder con una meta clara de reconciliación de partidos y de “mantenimiento de la armonía en el seno de la familia liberal”, sin embargo no pudo impedir la fracturan entre moderados y exaltados o progresistas, él mismo tuvo que elegir y decantarse, como veremos, por los últimos. Accedió al poder con los mejores augurios y prácticamente en loor de multitud, su entusiasmo personal era contagioso. Su primer paso al frente del Gobierno se encaminó a reconducir el movimiento de las juntas, integrándolas en las diputaciones provinciales, y a organizar desde el Gobierno la estructura de la Milicia Nacional. Visto el apoyo logrado de los procuradores, se preparó para desarrollar las principales líneas de un ambicioso programa gubernamental que pretendía a la vez profundizar en el proceso político, terminar con la Guerra Carlista y resolver el inmenso problema que suponía para el Estado el desmesurado déficit público.
En lo que respecta al primero de los problemas planteados, la cuestión política, Mendizábal se comprometió ante María Cristina a mantener el Estatuto Real de 1834 sobre la base de la ampliación del cuerpo electoral pero imponiendo el aumento del número de procuradores. La integración de los miembros de las juntas en las diputaciones, parcela importante del poder local desde entonces, permitió el fin de los alborotos sin necesidad de una reforma constitucional. Peor arreglo tuvo, por el momento, la cuestión carlista. Al respecto, Mendizábal confiaba, según sus mismas palabras, en el “poder asombroso y mágico del crédito” para financiar la recluta y equipamiento de los 100.000 hombres que hubiesen podido terminar con la guerra definitivamente. Con este fin, utilizando sus conexiones financieras en Londres, solicitó y obtuvo un crédito en Inglaterra a través de bonos suscritos en aquella ciudad. Sin embargo, la crisis de 1835 evaporó el interés de los especuladores por la deuda estatal española y la transfirió al ferrocarril británico en expansión, de manera que al final los 100.000 hombres se convirtieron en menos de la mitad reclutados obligatoriamente y mal equipados, circunstancia que creó un descontento generalizado en el estamento militar.
Los intentos de Mendizábal para paliar en lo posible el tercero de los problemas, el control del déficit, trajo consigo la desamortización de los bienes eclesiásticos, uno de los asuntos más debatidos por la historiografía desde entonces y cuestión principal de la historia política y económica de España, de cuyo desarrollo y consecuencias hablaremos en otra parte. El propósito inicial de Mendizábal era remediar la deuda del Estado y financiar el ejército con el producto de la venta de los bienes desamortizados a la Iglesia, cumpliendo de paso el deseo de la doctrina liberal de terminar con la no enajenabilidad de estos bienes, sujetos como es sabido a la mano muerta, es decir, que una vez que se incorporaban a la Iglesia debían permanecer allí sin que pudiesen venderse, enajenarse ni verse repartidos en herencia. Hecho que inarticulaba para la producción agraria buena parte del territorio español, además de ser causa de severos problemas sociales que venían perviviendo durante siglos.
Así, por medio de una serie de decretos dictados a finales de 1835 y comienzos de 1836 se suprimieron en España todas las órdenes religiosas, excepto las dedicadas a la beneficencia y las misioneras en las Filipinas. Paralelamente, el Estado procedió a la confiscación de los bienes de las órdenes, convertidos así en bienes nacionales y, por último, se transformaron éstos en propiedad particular mediante pública subasta. No fue esta la primera ni la última de las desamortizaciones realizadas en España, pero sí la más conocida por su alcance político, económico e ideológico. Recordemos por ejemplo que ya Godoy había pactado con la Iglesia en 1797 la venta de una parte de su patrimonio, y que también José I Bonaparte se apropió de bienes de órdenes religiosas suprimidas, decretos obra de los afrancesados que las Cortes de Cádiz dejaron en vigor. Por su parte, los hombres del Trienio dictaron las Leyes monacales en 1820 que anticipaban la obra de Mendizábal y la hubieran adelantado de haber dispuesto de tiempo para ello. En lo que respecta a la propiedad civil y comunal, las disposiciones de Fernando VII sobre los baldíos, la supresión del mayorazgo en el Trienio Constitucional y e...

Table of contents