Madres e hijas en la historia
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Madres e hijas en la historia

De las Agripinas a las Curie

María Pilar Queralt del Hierro

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Madres e hijas en la historia

De las Agripinas a las Curie

María Pilar Queralt del Hierro

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Tradicionalmente, la educación de las mujeres ha recaído en sus madres. El resultado ha sido y es la creación de un mundo en común, a medio camino entre la complicidad y la autoridad, en medio de una cordial convivencia o el más feroz de los enfrentamientos. A fin de cuentas, una madre y una hija son siempre dos mujeres que, con el paso de los años, un día se encuentran. De cómo resulta ese momento trata esta obra. Para ello nos sirven de guía nueve madres, nueve hijas, con el denominador común de haber desempeñado un papel importante en la historia.Desde la complicidad de las Curie o de la mítica Sissi con su hija María Valeria, al enfrentamiento de las sufragistas Pankhurst. Desde las diferencias de criterio entre María Teresa de Austria y María Antonieta de Francia a la nostalgia de Mary Shelley por la madre que nunca conoció. Y, en el tiempo, desde las Agripinas hasta las Curie.Diversos tipos de relación madre e hija mediante retazos de diferentes vidas en las que sea cual sea el paisaje o la época siempre subyace un cordón invisible que perpetúa aquel que durante nueve meses alimentó una vida. El mismo que une para siempre a dos mujeres en una relación de complicidad peculiar y, a menudo, inexplicable.

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Information

Year
2014
ISBN
9788415930297
IX
La fórmula perfecta
Marie Sklodowska Curie, 1867-1934
Irene Joliot-Curie, 1897-1956
La amistad es el bien más preciado
a disfrutar entre padres e hijos.
Thomas Mann
Intentó concentrarse en la muestra que, ampliada, le facilitaba el microscopio. Pero irremediablemente los ojos volvían una y otra vez a las manos que, frente a ella, trajinaban entre probetas y tubos de ensayo. Hinchadas, rojas y ulceradas. Como siempre. No conseguía recordar de otra forma las manos de su madre. Pero aquella mañana del invierno de 1934 a las lesiones de las manos se unían unas grandes ojeras y una palidez alarmante.
Irene Joliot-Curie desistió de seguir con su tarea. Se levantó y, cruzando el laboratorio, se acercó a su madre y le acarició las manos. Marie, sobresaltada, le dirigió una mirada de reproche mientras la increpaba:
–¡Cuidado! ¿No ves que puedes hacerme verter la fórmula?
Irene se inclinó y besó a su madre. Luego acarició de nuevo aquellas manos que evidenciaban años y años de trabajo de laboratorio sin preocuparse por las sustancias que tenía que manipular, desafiando la sospecha de que el precio que había que pagar por un logro científico podía ser el de su propia vida.
Desconcertada y violenta –siempre la habían violentado las demostraciones de afecto–, Marie Curie solo acertó a balbucear:
–La fórmula, la fórmula...
Sonriendo y en silencio, Irene regresó a su puesto. La fórmula –se dijo–. Su madre había conseguido dar con la fórmula perfecta. La que había acabado por hacer de ellas dos colegas, dos amigas, dos mujeres triunfadoras en lo personal y en lo profesional. Una madre –Marie Sklodowska Curie– y una hija –Irene Joliot Curie– que compartían el mismo amor por la ciencia. Una pasión que las llevaría a ambas a conseguir el Premio Nobel. Marie, el de Física en 1903 y el de Química en 1911. Irene, también el de Química, veinticuatro años después.
Sencilla, discreta, laboriosa y frágil”. Así describían a María Sklodowska –el Curie tardaría unos años en llegar– sus compañeros de la Sorbona. Tras la frase se escondía una cierta admiración ante la osadía de aquella jovencita polaca, menuda y silenciosa, que entendiendo a medias el francés y malviviendo con la escasísima pensión que recibía de su padre, pretendía licenciarse en Física en la prestigiosa universidad parisina.
Realmente no tenía las cosas fáciles la joven Marie Claro que, de haber permanecido en Polonia, tampoco se hubiera abierto ante ella un brillante porvenir. Había nacido el 7 de noviembre de 1867 en un pequeño piso de la vieja Varsovia. Su madre, mujer de una profunda religiosidad, dirigía un colegio femenino, y su padre, un hombre estudioso e introvertido, se había consagrado al estudio de las ciencias e impartía clases en un instituto masculino. El interés prioritario del matrimonio fue dar a sus hijos Sofía, Bronia, Helena, Jozef y Maria una buena preparación intelectual. Pero el mal del siglo, la tuberculosis, truncó sus planes y en solo dos años segó la vida de la mayor de las niñas, Sofía, y de la madre.
Pese a la escasez económica, dado que las leyes polacas impedían el acceso de las mujeres a los estudios superiores, Sklodowski decidió enviar a sus hijas Bronia y María a París. La primera, casada con un estudiante de medicina polaco diez años mayor que ella, cursaría la misma carrera que su marido. María estaba interesada por la física y partió hacia la capital francesa con el único bagaje de su pensamiento positivista, una enorme fe en la ciencia y una gran fuerza de voluntad.
En Varsovia, María había impartido clases como institutriz a un par de familias. Pero su interés no estaba en seguir educando a los retoños de “familias ricas donde, cuando hay invitados, se habla francés, donde las facturas tardan seis meses en pagarse, y donde el dinero se derrocha mientras se escatima el petróleo para las lámparas. Tienen cinco criados, juegan a liberales, pero en su entorno solo reina el embrutecimiento más absoluto. En fin, bajo tonos dulces y almibarados, reina la maledicencia que a nadie perdona”.
A escondidas, estudiaba física y matemáticas, y en el llamado Museo de la Industria y de la Agricultura fundado por su primo Jozef Boguski los suficientes rudimentos de química para que se decidiera definitivamente su vocación y siguiendo los pasos de su hermana, viajara a París.
Era 1891 y la ciudad del Sena todavía se escandalizaba ante la pintura impresionista, la escultura de Rodin o la música de Debussy, mientras en la prensa diaria aparecían firmas como las de Zola, Maupassant o Balzac. El mundo científico debatía el darwinismo y se descubría ante los avances de Louis Pasteur, químico, bacteriólogo e inmunólogo. Las exposiciones internacionales habían situado, además, a la ciudad-luz a la cabeza de la técnica y por si alguien lo olvidaba la torre Eiffel, perpetuo centinela, le recordaba su condición de capital del progreso. Parecía pues un destino prometedor para las expectativas de la joven polaca que, apenas instalada en el humilde hogar de su hermana y su cuñado en el suburbio de La Villette, afrancesó su nombre y se dispuso a cruzar cada mañana todo París para incorporarse al alumnado de la Sorbona.
El esfuerzo era excesivo y, pese a lo escaso de sus recursos, pocos meses después optó por alquilar una buhardilla en el barrio Latino, en las inmediaciones de la Universidad. Allí, manteniéndose solo de pan con mantequilla y fruta puesto que el presupuesto no daba para más, dejaba transcurrir las noches devorando libros a la luz de una vela para ponerse al nivel de sus compañeros de aula.
Toda su vida estaba presidida por el afán de aprender. Apenas sí se relacionaba con algún compañero de estudios polaco pero, consciente de su deficiente preparación, consagraba su tiempo libre a recibir clases de matemáticas, de francés y a leer, leer y leer.
“Todo mi espíritu –escribió– se centraba en el estudio. Ante mi se abría un mundo nuevo, el mundo de la ciencia, que por fin me era permitido conocer en libertad”
Algo vendría a alterar tal situación. En 1893, ya licenciada en Ciencias Físicas, asistía regularmente a una tertulia científica en casa de un físico polaco al que la unía una cierta amistad. Allí conoció al hijo de un médico de provincias que, como ella, se había propuesto consagrar su vida a la ciencia. Marie olvido los años que les separaban –él tenía 35 y ella 26– y se entregó sin reservas a aquel hombre impetuoso, idealista, de ojos claros y mirada soñadora que poseía una sólida formación y que tenía como único norte la investigación científica.
Pierre Curie, que así se llamaba, gozaba ya de una discreta fama como investigador. Había crecido en una familia de médicos que le habían inculcado el gusto por la naturaleza y, junto a su hermano Jacques, había realizado algún experimento que desembocó en el descubrimiento de la piezoelectricidad.
Fascinado por la frágil e inteligente muchacha polaca, comprendió que el camino de la ciencia no había porqué recorrerlo en solitario y el 10 de agosto de 1894 sugirió a Marie:
“Seria hermoso pasar la vida juntos, hipnotizados por nuestros sueños: nuestro sueño humanitario y nuestro sueño científico”.
Lo hicieron. En julio de 1895, en el transcurso de una sencilla ceremonia civil en el ayuntamiento de Sceaux, María Sklodowska contrajo matrimonio con Pierre y se transformó definitivamente en Marie Curie.
Después de un corto viaje de novios en bicicleta por la campiña francesa, los Curie se instalaron en París. Él, dedicado a sus clases y a sus experimentos en la Escuela de Física y Química de París. Ella, consagrada a la preparación exhaustiva de su tesis doctoral sobre las radiaciones emitidas por el uranio que acaba de descubrir el físico francés Henri Becquerel.
Pierre compartía plenamente el interés científico de su joven esposa y puso a su disposición sus conocimientos de mineralogía. Mientras, Marie rehacía pacientemente el camino andado por Becquerel y observaba que, en otros elementos, se manifestaba una radiactividad muy superior a la que se les suponía por la proporción de uranio que contenían. Había pues que descubrir a qué se debía. Dedicados de pleno a la tarea, el matrimonio consiguió que el gobierno austríaco les cediera el mineral de pecblenda sobrante de las minas de Joachimstal. Con la certeza de tener material suficiente con el que trabajar para hallar el porqué de la intensidad de las radiaciones, guardaron el precioso cargamento en un cobertizo abandonado de la Escuela de Física donde Pierre impartía clases.
La indagación duró más de tres años y por fin el éxito coronó su esfuerzo y lograron aislar en pequeñísimas cantidades dos nuevos elementos: el polonio, al que llamaron así en honor a la tierra natal de Marie, y el radio.
Cuando, en 1903, Marie leyó su tesis doctoral en la que exponía tales descubrimientos y su propia teoría de la radiactividad, la comunidad científica la aplaudió sin excepción. El mismo año, la Academia sueca reconoció su esfuerzo y le concedió el Premio Nobel de Física.
Madame Curie, como se la conocía en los ambientes científicos, atravesaba uno de los momentos más felices de su vida. En pocos años había conocido el amor, el éxito científico y algo que para ella era extremadamente importante, la maternidad. El 12 de septiembre de 1897 había nacido Irene, su primera hija, que crecía sana y feliz.
Marie vivió la maternidad con curiosidad y alegría. Su introspección, su mentalidad científica y analítica, la llevaron a encontrar en el embarazo y en el posterior desarrollo del bebé aspectos inadvertidos para el común de los mortales. Pero era, además, un ser cálido y emotivo que igual que vivió con desesperación la muerte de su madre y de su hermana en su juventud, se emocionaba ante el pálpito de una nueva vida. Su dietario rebosaba ternura cuando anotaba los progresos infantiles de su hija Irene o el nacimiento, en 1905, de la pequeña Eve.
Meticulosa hasta la obsesión, anotaba en su diario todas las incidencias domésticas por insignificantes que éstas pudieran parecer. Entre ellas tenían un lugar privilegiado las pequeñas novedades en la vida de sus pequeñas. En abril de 1898 escribió:
“15 de abril. A Irene le empieza a salir el séptimo diente, abajo a la izquierda. Hace tres días que la bañamos en el río. Lloraba pero hoy ha dejado de hacerlo y juega dando palmadas en el agua.”
Pese a que su trabajo en el laboratorio no le permitía hacerse cargo de la vida doméstica, Marie sentía verdadero delirio por esta hija y sólo a ella le consentía que le robara algo del tiempo que repartía entre el laboratorio y a sus clases de ciencias en la Escuela Normal de Sèvres.
La vida social del matrimonio era escasísima. Únicamente frecuentaban la compañía de un grupo reducido de científicos: Jean Perrin y su familia, el matemático Emile Borel y su esposa Marguerite, André Debierne y Paul Langevin. Un grupo de amigos fieles, vinculados en su mayoría a la Sorbona, y cuya amistad iba a perdurar a través de los años.
Sólo quebraba su felicidad algún que otro achaque. La salud de Marie nunca había sido excelente. Desde la muerte de su madre hab...

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