Francisco Ferrer Guardia
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Francisco Ferrer Guardia

Anticlericalismo, pedagogía y revolución

Juan Avilés Farré

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Francisco Ferrer Guardia

Anticlericalismo, pedagogía y revolución

Juan Avilés Farré

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Biografía del pedagogo libertario Francisco Ferrer Guardia (1859-1909), que analiza sus relaciones con el republicanismo y el anarquismo, sus años parisinos, la enseñanza que impulsó en la Escuela Moderna por él fundada en Barcelona, su posible implicación los atentados contra Alfonso XIII en París y Madrid, su injusta condena como jefe de los rebeldes de la Semana Trágica y la campaña de protesta que su ejecución suscitó en toda Europa.Francisco Ferrer Guardia es un personaje polémico. Gran impulsor de una pedagogía racionalista y libertaria y víctima de la intolerancia católica, según algunos, aventurero enriquecido mediante la seducción y el engaño y promotor de la violencia, según otros, su figura no ha dejado de generar debate desde que su ejecución en 1909 generó una formidable campaña internacional de protestas y condujo a la caída del gobierno conservador de Antonio Maura, originando así la primera gran fisura en el sistema de alternancia entre dos partidos que caracterizaba el sistema político español de entonces.Basado en un extensa investigación en una docena de archivos de seis países, este libro reconstruye la trayectoria vital del personaje en sus diversas facetas: en su relación con la esposa que le dio tres hijas y llegó a dispararle, con la rica heredera que le legó su fortuna, con la amante que le dio un hijo y con la que le acompañó en sus últimos años; como convencido librepensador y decidido anticlerical; como republicano que evolucionó hacia el anarquismo; como impulsor de una enseñanza libertaria en la Barcelona de principios del siglo XX; como posible implicado en atentados contra Alfonso XIII; como víctima de una condena injusta que le convirtió en un mártir de la izquierda, y como mito que todavía perdura.

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Information

Year
2014
ISBN
9788415930457
Capítulo 1
Un catalán en París
París era a finales del siglo XIX una de las ciudades más atractivas de Europa. Su vida artística y literaria estimulaba a los jóvenes de talento, más o menos bohemios; sus lugares de diversión seducían a los viajeros ricos; su libertad resultaba acogedora para los exiliados políticos, llegados de Rusia o de España, y su actividad económica ofrecía oportunidades a quienes buscaban simplemente ganarse la vida. Era, en fin, una ciudad en la que podía abrirse camino un extranjero pobre pero con espíritu de iniciativa, como aquel Francisco Ferrer que se había instalado allí en 1885.
Monsieur Ferrer est un anarchiste
La verdadera prosperidad no le había llegado todavía en aquel año de 1894, en el que su vida dio un viraje. El 28 de marzo alguien envió a monsieur Mouquin, comisario de policía del faubourg Montmartre, un folio anónimo, hoy conservado en el archivo de la Prefectura, que denunciaba al profesor de español monsieur Ferrer como anarquista y daba su dirección, rue de Richer 26, para que la policía pudiera seguirle y comprobar la veracidad de la acusación. Efectivamente, un agente hizo sus pesquisas y comenzó por comprobar que debía tener dos pisos en la misma calle, pues había alquilado otro en el número 43.1 Pero, ¿qué significaba entonces ser anarquista y por qué le interesaba el tema a la policía? La cuestión resulta tan importante en la biografía de Ferrer como para merecer una respuesta detallada.
Se puede definir el anarquismo, en términos positivos, como un proyecto de sociedad basado en la igualdad, en la libre iniciativa individual y en la cooperación voluntaria, o también como una exageración de la idea de libertad, en palabras de Karl Popper. El anarquista italiano Carlo Cafiero, en un folleto publicado en París a finales del siglo XIX, explicó que la futura sociedad se basaría en el principio “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades, es decir, de cada uno y a cada uno según su voluntad”. Se trata de una fórmula algo sorprendente, por su implicación de que todos estarían dispuestos a trabajar sin exigir una recompensa acorde con su trabajo, pero muy característica del optimismo anarquista. Ese optimismo, sin embargo, se refería al futuro y de momento de lo que se trataba era de destruir la sociedad presente, con todas sus miserias, sus injusticias y sus variadas formas de opresión. El francés Sébastien Faure explicaba por entonces que era anarquista todo aquel que negaba la autoridad y la combatía, ya fuera en su forma política, el Estado, en su forma económica, el capital, o en su forma moral, la religión. El gran padre fundador del anarquismo, el ruso Mijaíl Bakunin, había escrito treinta años antes, en carta a un amigo, que durante un largo futuro no preveía más que “la severa poesía de la destrucción”.2
La violencia revolucionaria en la que pensaba Bakunin y a cuya promoción dedicó buena parte de su vida era la violencia abierta de la insurrección, encaminada a la toma del poder, no la violencia clandestina del atentado individual, orientada a difundir el pánico en la sociedad y mostrar así su vulnerabilidad, es decir lo que hoy llamamos terrorismo. A fines del siglo XIX, sin embargo, el término anarquismo llegó a ser comúnmente usado como sinónimo de terrorismo, tanto en los discursos de los políticos como en los artículos de la prensa y en los comentarios de los ciudadanos preocupados. Se llegó a ello, no porque todos los anarquistas hubieran adoptado las tácticas terroristas, sino por una combinación de atentados impactantes, pánico colectivo y propensión anarquista a defender a todos aquellos que, por cualquier vía, se enfrentaran al Estado y a la sociedad burguesa.
La primera gran oleada de atentados del siglo XIX no fue sin embargo protagonizada por anarquistas, sino por una organización revolucionaria rusa, Narodnaya Volya (‘Voluntad del Pueblo’), cuyos militantes, habitualmente designados en Occidente por el término de nihilistas, actuaron sobre todo entre los años 1879 y 1883. Por esas mismas fechas surgió también la idea anarquista de la “propaganda por el hecho”. El primer texto conocido en el que se empleó fue el que con ese título publicó en agosto de 1877 el boletín de la Federación del Jura de la Internacional. Esta federación agrupaba a un activo núcleo de militantes de la región suiza del Jura, en la que habían hallado refugio destacados anarquistas extranjeros, como el ruso Piotr Kropotkin o el francés Paul Brousse, probable autor este artículo. Su tesis era que actos de desafío como las manifestaciones ilegales o los intentos insurreccionales, aunque fracasaran, tenían más impacto en la opinión que la propaganda escrita, que se veía limitada por la incapacidad de los revolucionarios para editar diarios de gran tirada y por la escasa disposición a la lectura que tenían obreros y campesinos tras sus extenuantes jornadas laborales.3
Unos años después, en julio de 1881, un congreso anarquista internacional reunido en Londres adoptó la estrategia de la propaganda por el hecho, entendida como el uso propagandístico de la violencia, con un llamamiento a que se hicieran “todos los esfuerzos posibles para propagar mediante actos la idea revolucionaria” y con una exhortación al estudio y la aplicación de “las ciencias técnicas y químicas”, que representaba una alusión apenas velada al empleo de explosivos.4 En los años ochenta fueron sin embargo muy escasos los atentados anarquistas, por lo que fue sólo a comienzos de los noventa cuando el terrorismo alcanzó un eco considerable en la opinión. La primera gran oleada de atentados anarquistas se produjo en París entre 1892 y 1894 y culminó con el asesinato en Lyon del presidente de la República, Sadi Carnot. En conjunto causaron diez muertes, se saldaron con la ejecución de cuatro de sus autores y tuvieron un gran impacto en la opinión pública, con lo que todos los anarquistas se convirtieron en sospechosos.5 De ahí la gravedad de la denuncia anónima contra Ferrer, cuya condición de español podía además hacer sospechar que tuviera alguna relación con los atentados aún más graves que habían comenzado a tener lugar en la península Ibérica.
En España el terrorismo anarquista tuvo su epicentro en Barcelona, donde los primeros atentados se cometieron en 1884, pero fue en 1893 cuando adquirió una dimensión sobrecogedora. El 24 de septiembre de ese año, Paulino Pallás lanzó dos bombas contra el general Arsenio Martínez Campos, quien sólo recibió una herida sin importancia, mientras que fue alcanzado de lleno un guardia civil que falleció poco después con el vientre y las piernas destrozadas, al tiempo que otras quince personas resultaron heridas, entre ellas una joven de veinticuatro años, a quien hubo que amputar una pierna. Pallás, detenido en el acto, fue prontamente juzgado y ejecutado, tras lo cual se produjo un atentado aún más horrible. El 7 de noviembre de ese mismo año el anarquista Santiago Salvador lanzó dos bombas sobre el patio de butacas del Teatro del Liceo de Barcelona, causando la muerte a veinte personas y heridas a otras treinta. Fue el primer atentado anarquista contra una multitud indiscriminada y la respuesta de las autoridades españolas vulneró a su vez los principios jurídicos más básicos. El empleo de la tortura en los interrogatorios condujo a que, antes de la detención de Salvador, otro anarquista, José Codina, se declarara autor material de la matanza, y cuando la confesión del verdadero autor hizo temer que la justicia ordinaria se conformara con pedir la pena capital sólo para él, tanto Codina, que probablemente había fabricado algunas bombas, como otros cinco acusados en el caso del Liceo, fueron procesados también por complicidad en el atentado contra Martínez Campos, que era competencia de la justicia militar, con el resultado de que todos ellos fueron condenados a muerte y ejecutados.6
En tales circunstancias, el interés que la policía parisina mostró por el anónimo que denunciaba a Ferrer no tuvo nada de extraño. Las investigaciones no revelaron sin embargo nada sospechoso. A finales de abril un inspector redactó un informe según el cual Francisco Ferrer, profesor de español, era un republicano avanzado y librepensador, cuyas opiniones le habían obligado a dejar su país de origen, del que recibía periódicos y abundante correspondencia, pero que no se ocupaba de política y acerca del cual no se había descubierto nada desfavorable. Durante varios años había residido en el número 26 de la rue Richer, por el que pagaba un alquiler anual de 800 francos y en el que seguía viviendo su mujer, Thérése para la policía francesa, pero en realidad llamada Teresa, de soltera Sanmartí, pero él se había trasladado hacía dos meses al número 43. Y el inspector añadía otra información digna de interés: desde que Ferrer la había abandonado, su mujer había dicho varias veces que iba a hacerlo detene...

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