La China que viví y entreví
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La China que viví y entreví

Marcela de Juan

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La China que viví y entreví

Marcela de Juan

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Esta es la sorprendente historia de una mujer a caballo entre la cultura china y la europea en el Madrid de mediados del siglo XX. Bien podría ser un cuento chino por su singularidad, pero es la historia real de Huang Masai, ???. Su nombre se convierte en Marcela de Juan como transcripción libre de Masai, y de su apellido paterno, Hwang. Hija del embajador de China en Madrid, pronto se habitúa a una doble identidad que pasa por evitar que el padre le vende los pies, según la horrenda tradición, o que la prometa a los tres años con un príncipe, pero también por que sea educada como una mujer independiente, políglota y cosmopolita. La figura del padre, con su larga coleta y sus vistosos ropajes, lejos de pasar desapercibida, atraía amistades de toda índole: Pío Baroja, y Emilia Pardo Bazán, Mariano Benlliure o los políticos José Canalejas y el conde de Romanones.Marcela de Juan y su hermana Nadine, quién con los años se hará coronel de aviación del ejército chino, comienzan una segunda vida cuando la familia se instala en Pekín. La adolescente Marcela se inicia en la cultura china, frecuenta a intelectuales, estudia poesía y teatro, y vive acontecimientos como la boda del emperador Pu Yi o la visita del propio Mao a su casa. Una casa en la que, como ella recuerda en estas trepidantes memorias, "se desayuna a la francesa, se come a la europea y se cena a la china". En su vuelta a Madrid, esta sorprendente dama comienza una vida de mujer independiente como traductora del Ministerio de Asuntos Exteriores, conferenciante por toda Europa, ya que hablaba siete idiomas, y articulista y corresponsal para varios medios como Revista de Occidente, para la cual realiza en India una entrevista a Indira Gandhi.Una rara flor exótica en el oscuro Madrid de la dictadura.

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Information

Year
2021
ISBN
9788417594862
LA CHINA QUE AYER VIVÍ
Lo que aquí voy a contar representa la China que yo viví, la época en que yo viví en Pekín, recién derrocado el imperio, recién instaurada la república (llamada ahora la «república burguesa»). Una China ya tocada y ansiosa de modernidad, pero inmersa todavía en costumbres antiguas que costaba muchodesarraigar.
Para los europeos, durante muchos siglos, China fue un país lejano, casi inaccesible y, por tanto, misterioso. Hoy, en cierto modo, vuelve a serlo, envuelta en otro tipo de tópicos, que han dado una imagen falsa de la nueva China, una imagen más deformada aún que la de la antigua.
El Pekín que yo conocí era aún el Imperio del Centro que Marco Polo llamó «Cathay», nombre este que los chinos no conocen (como tampoco conocen la palabra mandarín, ni que el idioma de Pekín se llama en el extranjero «idioma mandarín»; todo esto es un invento inglés).
Era la plena época de los «señores de la guerra» —«warlords», como los llamaban los ingleses—, cuando militares o aventureros luchaban unos contra otros por el poder, cuando todavía había concubinas y las mujeres de pies comprimidos trataban de desatárselos, sin el menor éxito (pues ya estaban atrofiados y solo conseguían extenderlos un poquito).
Era todavía una época de discriminación racial establecida y practicada sin ningún disimulo, en que se despreciaba al «nativo», en que el «eurasiano» (mestizo de europeo y de asiático) era un bicho raro y escaso, doblemente despreciado por los unos y por los otros. Un ser que no pertenecía a ningún país, que no era ni asiático ni europeo —léase blanco—, al que se acusaba de tener solamente los defectos de ambos.
Era todavía una época de grandes riquezas y de tremendas pobrezas.
Era, no obstante, una China donde no se podía apreciar la atenuante de que no se sentía desprecio por el pobre, pues nunca en China hubo ese sentimiento, y donde el rico se hallaba siempre rodeado de una nube de parásitos, ya fueran parientes o servidumbre, que vivían a sus expensas.
Era aún la China donde se respetaba al letrado ante todo.
Era el Pekín de los desfiles de regalos de bodas, de los palanquines con bellas mujeres que escondían el rostro detrás de un rico velo.
Era el Pekín de la hutong, receptáculo de toda una población algo vanidosa que ocultaba impenetrablemente su vida íntima.
Era un Pekín donde los portales de las amplias residencias, que en otros tiempos fueron palacios, estaban cerrados cuidadosamente, un Pekín que tenía por horizonte la Torre del Tambor y la muralla rosa del Palacio Imperial. Un Pekín donde mujeres vestidas con trajes arcaicos caminaban lentamente entre las tiendas iluminadas por los quinqués en jaulas de cristal, entre los mostradores de frutas, entre los hornos humeantes de los merenderos, e iban de un puesto a otro para hacer compras antes de la caída del sol.
Los quince años que viví en Pekín son particularmente importantes porque durante ese período los viejos y los nuevos elementos llegaron a entenderse. Fui testigo de un colapso y vi florecer la vida nueva de entre las ruinas, el alma china en su evolución, pero que no perdió ni su nobleza ni su calma.
No pretendo, pues, hacer un estudio de la vida de la China que yo viví; tan solo quiero contar lo que yo vi, lo que yo he vivido, y demostrar que la ignorancia en que estamos de las aspiraciones íntimas de los chinos se debe más a nosotros mismos que al esoterismo atávico de los asiáticos.
LLEGADA A CHINA
Cuando el barco tocó Shanghái, mi hermana y yo nos quedamos maravilladas. Shanghái, que fue durante cincuenta años la ciudad de mayor riqueza y de mayor miseria de China. Allí se erguían orgullosos los bancos y los inmuebles comerciales, con sus buenos ladrillos y sus ricos mármoles. Había barrios enteros donde no podían vivir los chinos, excepto los criados de los extranjeros, y donde los policías sikh (indios de dominación inglesa), con sus fornidas barbas, pegaban a los chinos con sus porras. Shanghái, con sus tiendas y grandes almacenes, sus letreros luminosos, sus palacios, sus cabarets, sus cines (todos los cines de Shanghái fueron obra de un español, como contaré más adelante), era el París de Oriente. Shanghái era una ciudad llena de parques con verde césped inglés que cuidaban a mano los jardineros chinos, era también la ciudad de las «honorables casas de prostitución» donde se vendían las niñas desde la edad de siete u ocho años...
En el muelle nos esperaban los primos de mi padre. Uno de ellos me llamó la atención. Era muy guapo, muy alto. Se llamaba Yao Sholé. Yao Sholé era mi padrino chino. Nos llevaron a su casa en el enorme bullicio del barrio chino atestado de gente. En la casa estaban las primas, nos saludamos ceremoniosamente inclinándonos y deseándonos las «diez mil venturas», como nos lo había explicado mi padre durante el viaje. A mi hermana y a mí nos miraban con asombro, sin atreverse a tocarnos. Éramos un producto raro. Eso de ser medio chinas y medio europeas no lo comprendían bien. ¿Por qué lado éramos lo uno, y por cuál lo otro? Poco a poco perdieron el miedo, se nos acercaron, nos levantaron las faldas y las enaguas, nos miraron muy de cerca, abriéndonos la boca y las narices, y nos palparon la piel, que esperaban fuera más tosca que la suya. Yo no sabía entonces ni una palabra de chino y me dolía no poder comunicarme con la familia de mi padre. Decidí aprender ante todo y rápidamente el idioma. Ya contaré cómo lo conseguí…
La casa de nuestras primas era espaciosa, tenía cuatro patios sucesivos con grandes olmos y muchos pasillos abiertos en laberinto. Es decir, que eran cuatro pabellones para que cada generación pudiera ocupar un patio independiente. Nuestra habitación daba a uno de ellos de treinta pies de ancho, con adornos de rocas, un estanque con peces y maceteros con granadas, símbolo de paz, quietud y reposo. Estos patios estaban dispuestos de tal suerte que cada uno constituía una unidad completa y daba a los ocupantes la sensación de estar en una casa propia. Había muchos corredores enrejados y muchísimas pequeñas puertas en forma de abanico. Era una casa sencilla pero digna; desde nuestro patio podíamos ver el cielo y la luna cuando salía. Era como un lugar para descansar y meditar. Inmediatamente detrás estaba el atrio de los antepasados, ante los cuales nos dispusimos a inclinarnos.
Una sirvienta entró con varios cojines y unas escupideras, una pipa de agua4 y un tapete bordado para la mesa. Las primas daban, así, muestras de especial cortesía.
Cuando se fue la sirvienta, me quedé mirando la cama. Nunca había visto una cama semejante. Era de madera negra esculpida, con un baldaquín de gasa verdeazul y unas cortinas sostenidas por abrazaderas de plata labrada. El baldaquín estaba ricamente bordado, con patos que nadaban en medio de un estanque de lotos y peonías. Noté un perfume extraño: habían puesto bolsitas con almizcle entre las almohadas. Un escritorio de madera de ébano cerca de la ventana, una cómoda y una mesilla; en la pared, dos pergaminos caligrafiados. Como la pintura misma, el cuarto debe estar k’ung lin, es decir, «vacío vivo», y no recargado de muebles. A un lado de la cama, dobladas unas encima de otras, muchas colchas bordadas. Por la noche supe que no había sábanas y que cada uno se arropaba con cuantas colchas quisiera.
Nos habían servido el té de «pozo de dragón» y habían traído un plato de macarrones chinos con caldo de pollo para que nos repusiéramos de las fatigas del viaje. Más tarde nos sirvieron un verdadero banquete.
La hospitalidad china es tan proverbial como la española y la familia tiró la casa por la ventana para recibirnos. Mi primer contacto con Oriente fue, pues, maravilloso. Mi madre, que había ido dispuesta a todos los sacrificios, se encontró con que había café, mantequilla y todo lo que podía soñar. Grande fue su alegría y siempre le agradeció a mi padre habernos engañado pintándonos el cuadro tan negro.
Un día hubo un pequeño conciliábulo entre los primos, se llevaron aparte a mi padre y le dijeron: «Primo, hemos reflexionado mucho antes de darte nuestro parecer, pero es menester que tomes una concubina. Tu esposa extranjera ha pasado la edad de tener más descendencia y ha rebasado, con mucho, la edad en que la mujer china cede el sitio a una persona más joven para que caliente la cama de su esposo. Como, por desgracia, se malograron los hijos varones que tuvisteis, es imprescindible que tomes una segunda esposa que te dé un varón, para que continúe el linaje de nuestro Libro de generaciones».
Mi padre no quiso contestarles en serio y salió del paso con una broma: «Ya tengo tres mujeres en casa. ¿No creéis que basta para romper la armonía de un hogar? Pero, en serio, para nuestro Libro de generaciones romperé yo las reglas inscribiendo a mis hijas, y la primera de ellas que tenga un varón reanudará nuestro linaje. Así no habrá interrupción».
Y, tras muchas discusiones con la familia, por fin consiguió imponer su heterodoxa decisión.
Más tarde, esto dio lugar a muchas bromas por parte de mi marido: «¡Mira que si tenemos un hijo y puede aspirar al trono de China! ¡Un emperador chino-andaluz! ¡Qué combinación!».
Pero ya teníamos ganas de llegar a nuestra casa y a nuestro destino, así que no nos detuvimos demasiado en Shanghái, aun cuando yo me hubiera quedado para siempre al lado del primo Yao Sholé, mi padrino.
De nuevo el barco de Shanghái a Tientsin y en seguida el ferrocarril, donde constantemente pasaban mozos repartiendo a los viajeros toallitas calientes con agua perfumada para refrescar, y té para calmar la sed.
PEKÍN
El 23 de agosto de 1913 llegamos a Pekín. Nadie ha descrito mejor que Lin Yu Tang el Pekín de mis tiempos. Así pues, lo describiré cogida de su mano y al alimón con él. En Pekín son muy diferenciadas las estaciones, cada una perfecta a su modo y cada una, repito, distinta de la otra. Se vive allí en plena civilización y, al mismo tiempo, en la naturaleza. Era —y creo que seguirá siendo— una ciudad que une al confort occidental —no generalizado, desde luego— y al oriental, las buenas cosas de la vida rural, donde el hombre puede encontrar a la vez estímulo para su espíritu y reposo para su alma. Al menos ese era el Pekín de mis tiempos.
Pekín es naturalmente bello, con sus lagos y sus parques dentro de la ciudad, su transparente río de Jade y las moradas colinas que la rodean. Su cielo es de un azul profundo como el mar—cuando el mar está azul, naturalmente—, las aguas de la fuente de Jade son de un verde transparente y las laderas de las colinas tienen un color violeta, como la flor del espliego, que nunca he visto en otra parte.
De vez en cuando cae sobre Pekín el polvo amarillo que viene del desierto de Gobi. Sin tormenta, todo el cielo se cubre de una capa de color amarillo; el sol, velado, parece un disco azul, y esto da un aspecto de extraña quietud a la ciudad; luego, el polvo cae, sin vi...

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