Agua
TODO PASA
Y TODO FLUYE
PILAR RUBIO REMIRO
Si pienso en Joaquín, pienso en agua. El agua vuelve acuáticas estas palabras porque está en el origen de este libro. Pienso también en Oriente, en el día que vi a Joaquín trazar, en esos enormes cuadernos que lleva en la cartera de cuero, primero el kanji del árbol, luego el del agua. Un kanji no es solo una grafía, sino una maraña semiótica que vincula imágenes, emociones y significados materiales, por eso hace mucho que practica esos ideogramas como si fueran las escrituras de su propia biblia.
El agua le define, eso pienso. Saberse un ser ácueo le ha hecho remar durante cincuenta años por estas marejadas que cada vez son más putrefactas, y arrastran, probablemente ya sin remedio, las inmundicias de una testarudez que ya hemos empezado a pagar. Queriendo ser racionales, olvidando la parte instintiva que nos acompañó en la evolución como especie, y que nos ha permitido sobrevivir hasta hoy, hemos cimentado una cultura suicida amparada en la seguridad y la previsibilidad. Hemos olvidado el rumor del agua y su mensaje: que nada es inalterable, ni inmutable, que, como nos dijo Heráclito, no es posible bañarse dos veces en el mismo río. Pensar que controlamos el destino del planeta sin protegerlo, interfiriendo en sus ciclos, es querer detener insensatamente el flujo de la vida. Durante cinco décadas el mensaje de Joaquín Araújo ha sido claro como el agua, tenaz como su corriente, bravo como los desafíos que impone la geografía; es más, durante largo tiempo casi ha sido la única voz, una voz inquebrantable.
Pero algo ha hecho mella. Los síntomas del desastre nos envuelven; la vida en las ciudades sigue siendo estimulante, pero inhóspita; hemos perdido el vínculo telúrico con la naturaleza; el sentido de pertenencia a los ciclos de la vida; la emoción de los espacios naturales donde reacomodar una humanidad que hace aguas, propiamente. La agenda medioambiental se va llenando de actividad —a pesar de la ceguera y los intereses de la política mundial—, al mismo tiempo que se empieza a escuchar otra música, un nuevo género al que algunos le han puesto nombre: «literatura de la consolación», aquella que reconforta de lo artificial, que vuelve la mirada a la naturaleza para reconectar con el sentido de la vida. Como dice aquí Muñoz Molina, en esto y en tantas otras cosas, Joaquín Araújo fue un premoderno, un profeta temprano que, además de dar ejemplo de vida, predica donde le llaman con tal fervor y persistencia que, al oír su voz peculiar, escuchamos el runrún del campo, pero también el fragor del río desbocado que se abalanza a su tragedia anegándolo todo. Joaquín siempre ha estado ahí, amable, pero impertérrito; estaba el primero, estaba antes que los demás. Mi generación lo sabe porque crecimos escuchando y leyendo esa letanía tan suya, tan poética en las formas, sabiendo que eran ralas gotas de lluvia en un árido desierto. Le debemos mucho.
Hay una alberca redonda y sin artificio en su finca de Las Villuercas donde Joaquín se zambulle en los veranos. Es su rotenburo, donde practica el Hadaka no tsukai —«Mostrarse sin ocultar nada»—. No es azul, sino verde; no tiene paredes; barro y piedras su suelo; ranas salteando las sombras de los árboles. Bañarse ahí en los veranos ha de ser como sumergirse en un espacio sacro, el centro del mandala, desde el que irradia esa circularidad que tanto añora la cultura occidental. El agua no es solo placer para Joaquín, es una forma de estar y de ser. Una vivencia tan natural como lo era para los poetas de la dinastía Tang a los que adora. Como ellos, como en el Tao, como en todo Oriente, la naturaleza no está fuera, sino dentro, somos en ella y no parte separada de ella. Por eso la mística del agua inspira toda creencia y religión, porque es fertilidad, poder, abundancia y vida. Purifica o ahoga, crea o destruye, invade y contiene: «Todo es agua», dicen los textos hindúes; «Me envolvían las aguas hasta el alma», dirá Jonás; «Su destino es preceder a la creación y reabsorberla», dirá Eliade.
Al agua, que es pincel y cincel, le ha dedicado libros y muchas horas de contemplación; de ellas han nacido estas ocurrencias poéticas que vienen a continuación. Casi parecen salmos que entonan una misma rogativa, pues cuando nos falte, cuando hayamos estropeado y detenido el propio flujo de su...