En busca del Gran Kan
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En busca del Gran Kan

Vicente Blasco Ibañez

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En busca del Gran Kan

Vicente Blasco Ibañez

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En busca del Gran Kan es un libro de aventuras históricas del escritor Vicente Blasco Ibáñez. Como es habitual en otros libros de su larga carrera, presenta de forma ficcionada una serie de hechos históricos relevantes para la historia de España, en este caso centrados en Cristobal Colón y en su primer viaje a las Américas.-

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Information

Publisher
SAGA Egmont
Year
2022
ISBN
9788726509618

PARTE TERCERA

EL PARAÍSO POBRE

I
En el que se cuenta cómo el Almirante fué pasando entre islas siempre hermosas y de escaso provecho, cómo empezó á enemistarse con Pinzón, y cómo llegó á la tierra firme gobernada por el Gran Kan, enviando á éste dos embajadores con una carta escrita en latín.

Navegó la flotilla durante catorce días entre las numerosas islas Lucayas. Exploraba Colón rápidamente estas tierras, deseoso de encontrar oro ó vestigios de la civilización opulenta de los países gobernados por el Gran Kan.
A la segunda isla que visitó le puso por nombre Santa María de la Concepción, en agradecimiento á la Virgen que le había librado de tempestades en el mar y de enfermedades á bordo. A la tercera dió el nombre de Fernandina, en recuerdo del rey, cuyos allegados y familiares tanto lo habían protegido; y á la cuarta llamó Isabela, como testimonio de gratitud á su reina. Pero iba pasando de isla en isla sin encontrar otra cosa extraordinaria que su magnífica vegetación y la sencillez paradisíaca de sus habitantes.
La desnudez de éstos y su pobreza se armonizaban mal con las ilusiones que el navegante llevaba en su pensamiento, resto de sus lecturas de Marco Polo y de Mandeville. Nada hacía ver la proximidad del «rey de los reyes», señor de la vasta China, sentado en trono de oro y diamantes, bajo un dosel bordado de perlas. Ninguna de estas islas guardaba las montañas de Ofir, preñadas de oro, que habían ido á explotar en otro tiempo las flotas del rey Salomón. Unicamente fué notando cierto progreso rudimentario en las costumbres y en los útiles de los indígenas, según avanzaba en su exploración. En la Fernandina encontró un indio que navegaba solo en una canoa muy lejos de la costa, y en el interior de dicha isla vió las primeras hamacas y otros objetos de la industria humana, reveladores de un trabajo ingenioso.
En la isla de Samoeto, que el había bautizado Isabela, fué tan grata la dulzura de la atmósfera y tales las emanaciones florales de los bosques, uniendo sus aromas al perfume salino del Océano, que le fué imposible no admirar el encanto de esta Naturaleza virgen, dejando en olvido momentáneamente sus deseos de oro.
Dos afectos contradictorios se combatían en el alma de este hombre, complejo y antagónico en sus deseos. Admiraba como poeta la belleza del paraíso descubierto por él. A continuación reconocía con cierto despecho la pobreza de dicho paraíso y se ingeniaba como mercader para sacar el mejor producto de su mediocridad.
Admitía como una ventaja comercial la mansedumbre y cobardía de aquellos indígenas. En la primera isla se habían acercado confiadamente á él y á los suyos. Ahora, en las otras, por un pánico inexplicable, pero natural en unas gentes sencillas dadas á razonar ilógicamente, huían ante la presencia de los extranjeros, dejando abandonadas sus chozas para refugiarse en los bosques. Diez hombres de su tripulación bastaban para dominar una de aquellas islas, que tal vez tenían miles de pobladores. Y por primera vez se le ocurrió al místico poeta, ansioso de ganancia, la posibilidad de remediar la falta de oro cazando á los naturales como esclavos y cargando de ellos sus naves para venderlos en Europa, lo que resultaría á la larga magnífico y seguro negocio.
Luchaba en esta primera exploración con la falta de medios para entenderse con los indígenas. Eran dados éstos á la exageración, á contestar afirmativamente todas las preguntas, no extrañándose ante ningún objeto que les enseñasen y asegurando que lo había igual en sus tierras, pero lejos, muy lejos, en un país ilusorio que colocaban á su capricho en distintos puntos del horizonte. Cuando mostró una moneda de oro á los de la Concepción y la Fernandina, éstos dieron á entender por señas que había hombres de su raza con muchas anillas de oro en brazos y piernas, pero siempre era en la isla más cercana, nunca en la suya, y Colón acababa por decir melancólicamente:
— Yo bien creo que todo lo que dicen es burla, para se fugir de nosotros.
Una parte de los hombres que había tomado en San Salvador y otro encontrado en una canoa entre dicha isla y la Concepción, se echaban al mar y huían á nado apenas los marineros descuidaron un poco su vigilancia. Otro, alcanzado también mientras iba en su canoa, se arrojaba al agua para que no lo prendiesen, y cuando al fin los marineros conseguían cazarlo, el Almirante lo hacía subir á la nao capitana para halagarle como á un animalejo asustadizo. Le ponía un gorro colorado en la cabeza, unas cuentecillas verdes de vidrio en un brazo y dos pares de cascabeles dorados en las orejas, y así, hecho un arlequín, lo enviaba á tierra para que propagase entre sus desnudos compañeros la bondad de los hombres blancos y las cosas magníficas que traían para hacer regalos.
Sentíase atraído Colón por la belleza de tantas y tantas islas por entre las cuales pasaba sin detenerse, juzgando de lejos su importancia y la posibilidad de encontrar oro en ellas ó no hallar nada. Eran todas muy verdes y muy fértiles, de atmósfera dulcísima y eterno cielo azul, con peñas en la costa de color obscuro, semejante á la piel del elefante, y al pie de ellas un mar siempre terso como el cristal, luminoso y profundo, con una fauna oceánica que asombraba al descubridor.
«Aquí—escribía en su cuaderno—son los peces tan disformes de los nuestros, que resulta maravilla. Los hay de ellos como gallos, de los más finos colores del mundo, azules, amarillos, colorados; otros pintados de mil maneras, y las colores son tan finas, que no hay hombre que no se maraville y no tome gran descanso al verlos. También hay ballenas. Bestias en tierra no vide ninguna, de ninguna manera, salvo papagayos y lagartos. Ovejas ni cabras, ni otra ninguna bestia vide.»
En una de las islas donde desembarcaron, un paje de nao le dijo haber visto una enorme culebra en el bosque. En una laguna mataron á lanzadas una sierpe como de siete palmos, pero con patas. Era el iguana, de piel verde y carne blanca, muy apreciado por los indígenas, y que años adelante se acostumbraron á comer como gran regalo los conquistadores españoles en las grandes hambres de sus atrevidos viajes. En otra de las islas, Martín Alonso Pinzón mató también de una lanzada uno de estos reptiles con patas, que los descubridores tomaban, en su ignorancia de la tierra, por bestias peligrosas, semejantes á los dragones que aparecían en romances y novelas de caballería.
Huían los naturales en una isla, dejando que los blancos fuesen de un lado á otro, como si estuviesen en una isla encantada. En otras salían en sus canoas, pagayando alrededor de las carabelas para ofrecer los eternos ovillos de algodón y los papagayos, así como manojos de azagayas, prestándose á traer en grandes calabazas el agua de sus ricos manantiales para renovar el contenido de barriles y tinajas guardados en las bodegas de los tres buques.
Mientras los marineros les regalaban sonajas y agujetas á cambio de tanto algodón y tantos papagayos, que no sabían qué hacer de ellos, el Almirante se fijaba en los que parecían más despiertos de ingenio y de palabra, dando orden á su paje Lucero y á otros popeles para que trajesen bizcochos, ó sea galletas, untados con burda melaza extraída de la caña de azúcar en los ingenios de Andalucía.
Este bizcocho con miel era lo que más atraía á los indígenas, una prueba de la divinidad de los blancos, hijos del cielo, pues únicamente genios caídos de lo alto podían alimentarse con esta especie de ambrosía.
La tendencia al embuste y á los relatos maravillosos de estos hombres primitivos, naturalmente embelecadores, que tanto desorientó y engañó á los navegantes en los viajes sucesivos, retuvo á Colón en algunas de dichas islas más de lo que él deseaba. En la Isabela estuvo esperando dos días á que viniese un gran rey del interior, que, según afirmaban los indígenas, iba vestido todo de oro. Pero el tal monarca dorado no se presentó nunca, y sólo pudo ver indios desnudos iguales á los que había encontrado en las otras islas, pintarrajeados de blanco, encarnado ó negro, y trayendo algunos pedacitos de oro en la nariz; «mas era tan poco—según escribía el Almirante—, que en realidad no era nada».
En este nuevo mundo lo único extraordinario continuaba siendo la vegetación, y el descubridor poeta, que apreciaba tanto mercantilmente la especiería como el oro, al ver que este metal sólo se dejaba ver en tan exiguas cantidades que no valía la pena ocuparse de él, tornaba sus ojos con avidez hacia los bosques. En la Isabela ofrecía la atmósfera una continua fiesta al sentido del olfato. La isla era un interminable ramillete de flores, cuyos aromas envolvían á los recién llegados. Este perfume se esparcía en todas direcciones, avanzando leguas y leguas sobre el mar. Los blancos aspiraban en el aire esencias raras nunca olidas hasta entonces, y gustaban frutas que, al mismo tiempo que acariciaban su paladar, esparcían azucarados perfumes.
Inútilmente maestre Diego el herborista y otros tripulantes aficionados á plantas y flores vagaban por dichas selvas-jardines. Los más de los frutos estaban aún verdes, como si en estas islas empezase la primavera casi al final de Octubre. Ninguno de los árboles tenía semejanza en sus varillas y frutos con la canela, la pimienta, la nuez moscada, el clavo y demás especias asiáticas, de las cuales había pedido muestras Colón á sus amigos de Sevilla. Eran otros perfumes y otras materias. La ilusión de la ganancia le hizo pensar que tal vez las especias de esta tierra eran iguales á las de Asia, pero aún no había llegado la época anual de su madurez.
Y todo esto desolaba á Colón tanto como la pobreza de oro, haciéndole exclamar con tristeza: «A mi entender, esta tierra es muy provechosa en especiería, mas yo no la conozco y llevo la mayor pena del mundo, pues veo mil maneras de árboles que tienen cada uno su manera de fruta y está verde agora como en España en el mes de Mayo y Junio, y mil maneras de hierbas lo mesmo con flores.»
Toda esta vegetación debía guardar riquezas que él era incapaz de apreciar; pero ya que su ignorancia y la de sus acompañantes les impedía conocerlas, debían irse de allí lo más pronto, en busca de otras tierras que produjeran oro y donde las gentes fuesen vestidas y hubiera puertos de gran tráfico, con buques llegados de Cipango y de Quinsay.
Algunas veces, la pobreza y sencillez de este archipiélago paradisíaco le hacían dudar de sus lecturas, y apuntaba en él la sospecha de que dichas tierras fuesen de un mundo aparte, muy lejano de los grandes reinos asiáticos. Nunca Marco Polo había hablado de islas pobres y hermosas donde los hombres fuesen totalmente desnudos, no conociendo la riqueza ni la propiedad, careciendo de historia, ignorando la previsión económica, viviendo al día, sin las complicaciones artificiales de la civilización, sin otros yugos ni penalidades que los que impone la Naturaleza.
Era la humanidad antes del pecado original. Los filósofos del Renacimiento, al enterarse meses después de este su primer viaje, iban á comparar tales islas con repúblicas utópicas soñadas por los pensadores antiguos, prolongándose tal impresión hasta dos siglos y medio después, cuando Rousseau y otros autores revolucionarios supusieron en el hombre primitivo toda clase de virtudes. Era un mundo aparte, no contaminado aún por las complicaciones é injusticias de los hombres civilizados: el continente de la humanidad risueña y sin malicias.
Pero su duda no era larga. Inmediatamente resurgía en él la quimera. Los dominios del Gran Kan sólo debían hallarse á una distancia de diez ó doce días de navegación. Algunos de estos hombres desnudos mostraban largas cicatrices en sus cuerpos. Eran señales de flechazos y golpes de azagaya recibidos en combates. Según daban á entender con sus señas, otros indígenas de una civilización más superior y cruel llegaban de pronto, en grandes piraguas, á estas islas idílicas, para robar mancebos y mujeres. Todos los isleños, al hablar de dichos piratas, temblaban medrosos, afirmando con sus mímicas que los esclavos eran comidos por los invasores, cuando éstos llegaban á sus tierras.
Les llamaban carib, ó á lo menos Colón y los suyos creían entender que este nombre de carib, repetido con mucha frecuencia, correspondía á los piratas antropófagos. Y el Almirante sacaba de sus reflexiones la consecuencia de que los tales carib eran simplemente marinos de las naves ligeras del Gran Kan, que venían á tomar hombres en dichas islas para llevarlos á trabajar en las obras monumentales del «rey de los reyes», y como los prisioneros nunca volvían, esta gente sencilla se los imaginaba devorados por sus aprehensores.
Además, según iba pasando de una isla á otra, los indígenas le hablaban con más insistencia de un país enormísimo llamado Cuba, en el que encontraría, según ellos, buques y mercaderes de lejanas tierras. Y el Almirante, cada vez más convencido de la realidad de su geografía quimérica, creía á esta tierra de Cuba la buscada isla de Cipango.
En sus bajadas á tierra, ya que no le era posible descubrir especias en las selvas de árboles odoríferos, veía en ellas tinturas y medicinas de fácil explotación. Los grumetes y pajes que enviaba á la descubierta le traían muestras de cañafístula, una caña cuyo jugo era purgante; de lináloe, madera aceitosa que podía servir para las tinturas; de almáciga, goma que exportaban de Chío en el Mediterráneo para dar mejor sabor á las aguas, y que griegos y turcos conocían con el nombre de mastic. Pero de metales ni de especias caras, nada que fuese de provecho.
Ya empezaba el Almirante á dudar de la existencia de todos aquellos reyes vestidos de oro de que le hablaban los indígenas de las costas. «Son tan pobres de oro — escribía—, que cualquiera poco que uno de estos reyes traiga les parece á ellos mucho.»
Luego volvía á entusiasmarse al navegar en torno á las islas que iba descubriendo, por venir hasta él «un olor tan bueno y suave de flores ó árboles de la tierra, que era la cosa más dulce del mundo». A todo indígena
— Hay que alabar—dijo—las mercedes que Dios nos ha concedido en este viaje, dándonos mar tan llana, tan suaves y buenos vientos, tanta bonanza, sin las tormentas y zozobras que comúnmente suelen acaecer á los que navegan por la mar. Y porque espero en la misericordia divina que antes de muchas horas nos ha de dar tierra, vos ruego encarecidamente que esta noche hagáis muy buena guardia en el castillo de proa, velando y estando muy sobre aviso para mirar si hay tierra, mejor que hasta ahora se ha hecho.
Era orden general, desde la salida de Canarias, que al haberse navegado setecientas leguas hacia Poniente, los buques de la flotilla sólo marchasen hasta medianoche, por creer que á dicha distancia forzosamente encontrarían islas ó tierra firme. Pero como á las setecientas leguas no se había hallado nada, esta orden no se cumplió y los tres buques navegaban con el deseo de adelantarse unos á otros para hacer el descubrimiento.
Toda la marinería de la nao escuchó la anterior arenga del capitán general, deseando igualmente cada individuo ser el primero en descubrir la tierra. Los reyes habían prometido una renta de diez mil maravedises anuales al primero que hiciese tal descubrimiento, y á esta pensión por «juro de heredad» añadió don Cristóbal la promesa de dar por su parte un jubón de seda.
Continuó la flotilla navegando al Oeste con el rumbo indicado días antes por Pinzón. De seguir directamente hacia Poniente, hubieran ido á dar los expedicionarios, algunos días después, con las costas de la Florida, habitadas por gente brava, que fué hostil durante muchos años á los blancos, y es casi seguro que la flotilla no habría vuelto. Mejor resultó para su suerte torcer el rumbo y dar en el archipiélago de las Lucayas, habitado por gente inocente y tímida, que acogió con una veneración religiosa á los argonautas españoles, como si fuesen venidos del cielo.
A las diez de la noche, don Cristóbal, que estaba en el castillo de popa examinando el mar, vió una pequeña luz «á modo de una candelilla—según escribió—que se alzaba y se bajaba», pero tan indecisa, «tan nublada, que no quiso afirmar que fuese tierra». Los buques naraba encontrar oro, especiería, naos grandes como las de la armada española y ricos mercaderes.
Nada de esto encontró al llegar, por la razón, según él, de que la tal Cuba de los indígenas no era isla, y por lo mismo no podía ser Cipango. Colón reconoció, después de navegar por una parte de su costa septentrional, que Cuba era tierra firme, un cabo de Asia, una punta avanzada de la China, y las grandes ciudades de Zayto y de Quinsay, descritas por Marco Polo, debían estar á unas cien leguas del sitio por donde él navegaba.
Pero si no encontró al llegar á lo que ahora es el puerto de Jibara grandes naos de mercaderes asiáticos, ni funcionarios y soldados del Gran Kan, vió una tierra tan admirable, que le hizo exclamar: «Nunca tan hermosa cosa vide.»
El embriagador ambiente tropical envolvió al descubridor, haciéndole fantasear más que nunca. Los ríos no eran como los que él había visto en Africa: enormes, pero pestilentes, arrastrando desde las selvas vírgenes del interior bancos de verdura putrefacta, que entenebrecían las aguas, y en los cuales se agitaban toda clase de animales. Estos ríos eran profundos, claros, de aguas purísimas, viéndose cerca de sus desembocaduras conchas de entrañas nacaradas, que hacían creer al descubridor en fabulosas cosechas de perlas, así como peces de las más diversas y extrañas formas y tortugas de valioso caparazón.
Toda la costa era muy limpia y las bocas de los ríos tan anchas, que se podía barloventear en ellas. «Los árboles abundantes, hermosos y verdes, con flores y frutos, cada uno de su manera. Aves muchas, y pajaritos que cantaban muy dulcemente. Las palmeras eran de otra manera que las de Guinea y las nuestras, de una estatura mediana, los pies sin aquella camisa que tienen en Africa, y las hojas muy grandes, con las cuales cobijan las casas.»
Saltó el Almirante en el batel, fué á tierra, y llegó á dos casas que creyó ser de pescadores, los cu...

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