III.
Dieciocho años: tenía que haber significado muchas cosas. Cuando cumpla los dieciocho podré… Hasta que una chica no llega a los dieciocho… Verás las cosas de otra manera cuando tengas dieciocho años.
Esto, por lo menos, era verdad. Josephine miraba las invitaciones para las vacaciones como si fueran facturas atrasadas. Las contaba distraída, como siempre había hecho: veintiocho bailes, diecinueve cenas y obras de teatro, quince meriendas con baile, una docena de almuerzos, unas cuantas invitaciones variadas, desde un desayuno en honor del coro de Yale hasta una fiesta con trineos en Lake Forest: setenta y ocho en total, y, con el pequeño baile que ella iba a organizar, setenta y nueve. Setenta y nueve promesas de diversión, setenta y nueve ofrecimientos de compartir con ella la alegría. Se sentó con paciencia para seleccionar y sopesar las invitaciones, consultándole a su madre los casos dudosos.
—Estás un poco pálida y pareces cansada —dijo su madre.
—Me estoy consumiendo. Me han dado calabazas.
—No te durará mucho. Conozco a mi Josephine. Esta noche, en el cotillón de la Liga Juvenil, conocerás a hombres maravillosos.
—No, mamá. Mi única esperanza es casarme. Aprenderé a querer a mi marido y a darle hijos y rascarle la espalda…
—Josephine!
—Conozco a dos chicas que se casaron por amor y me dijeron que su deber era rascarle la espalda a su marido y mandarle la ropa a la lavandería. Pero asumiré mi deber, y, cuanto antes, mejor.
—Todas las chicas se sienten así alguna vez —dijo su madre alegremente—. Antes de casarme tuve tres o cuatro pretendientes, y, sinceramente, todos me gustaban lo mismo. Cada uno tenía alguna cualidad que me gustaba, y aquello me preocupaba tanto que al final me daba igual; podría perfectamente haberlo rifado: a quien le toque, le tocó. Y entonces, un día que me sentía sola, tu padre me recogió para dar un paseo en coche, y desde ese día no volví a tener la menor duda. El amor no es lo que cuentan los libros.
—Claro que lo es —dijo Josephine con tristeza—. Por lo menos para mí siempre lo ha sido.
Por primera vez le parecía más agradable estar con un grupo que con un hombre a solas. En cuanto empezaban una frase se aburría. ¿Cuántas frases había oído en tres años? Le presentaban a hombres con fama de excitantes, y Josephine disfrutaba dejándolos helados, melancólicos, con lánguidas respuestas y miradas perdidas. Antiguos admiradores enjuiciaban favorablemente la metamorfosis, agradeciendo que por fin, aunque con atraso, les dedicara un poco de tiempo. Y Josephine se alegraba de que acabaran las vacaciones. Y una tarde gris, el día siguiente a Año Nuevo, al volver de un almuerzo, se dio cuenta de que, por una vez al menos, era agradable pensar que no tenía nada que hacer hasta la hora de la cena. Cuando se quitaba los chanclos en el recibidor, se sorprendió mirando fijamente algo que, encima de la mesa, le había parecido una proyección de su propia imaginación. Era una tarjeta que acababan de dejar: una tarjeta del señor Edward Dicer.
Instantáneamente, el mundo se estremeció, volvió a la vida, giró vertiginosamente y se detuvo en un mundo nuevo. El recibidor donde él había estado palpitaba lleno de vida: se imaginaba su figura, ante la luz que entraba por la puerta abierta, con el sombrero y el bastón en la mano. Fuera de la casa, Chicago se impregnaba de su presencia, latía con aquel placer que ya conocía Josephine. Oyó desde el salón el timbre del teléfono y, todavía con el abrigo de pieles, corrió a descolgarlo.
—¡Diga!
—Por favor, ¿la señorita Josephine?
—Sí, diga.
—Ah, soy Edward Dicer.
—He visto tu tarjeta.
—No nos hemos encontrado por muy poco.
¿Qué importaban las palabras cuando cada palabra aleteaba, vibraba?
—Sólo he venido a pasar el día. Desgraciadamente, no tengo más remedio que cenar esta noche con la gente que me ha invitado.
—¿Puedes venir ahora?
—Si tú quieres.
—Ven pronto.
Corrió escaleras arriba para cambiarse de vestido, cantando por primera vez desde hacía semanas. Cantaba:
Y, vestida ya, estaba en...