La cumbre final
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La cumbre final

Andy Andrews

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La cumbre final

Andy Andrews

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David Ponder está de vuelta. Esta vez, el destino de la Humanidad está en sus manos.

Esta es la última oportunidad de la humanidad. Siglos de ambición, orgullo y odio han lanzado a la humanidad al desastre, y la han alejado de su propósito original. Sólo existe una solución para reposicionar la brújula y volver el navío a su curso, y consiste de dos palabras.

El tiempo se acaba y depende de David Ponder y de un reparto de las mejores y más brillantes mentes de la historia hallar la solución antes de que sea demasiado tarde. ¿El problema? Solo tienen cinco oportunidades para encontrar la respuesta.

Los lectores se encontraron con David Ponder en El r egalo del viajero. Ahora, en La cumbre final, Andrews combina una narrativa fascinante con una asombrosa historia para mostrarnos la única cosa que debemos hacer cuando no sabemos qué hacer.

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Information

Publisher
HarperEnfoque
Year
2012
ISBN
9781602555792
CAPÍTULO 1
Ausentemente, el hombre apoyó su antebrazo sobre el pasamanos de acero que, cuando se permitía pensar en eso, era lo único que le separaba de la vida y... pues bien, lo que viene luego. Curioso que piense en eso de esa manera, pensó. Yo sé lo que viene luego. Con su pulgar y dedo anular jugó con un grano de café que había recogido en la cocina. Triturándolo con su pulgar, se lo llevó a la nariz.
A su esposa le había encantado el aroma del café. Con los ojos cerrados, inhaló lentamente. El agradable aroma se deslizó por su imaginación cobrando tracción y lo llevó a la Isla Pedro en el Caribe. Recordó su luna de miel, la arena en la playa, y la fuerte fragancia del café Montaña Azul que se percibía por todas partes en ese lugar de veraneo.
Ellos habían vuelto a las Islas Vírgenes Británicas muchas veces con el correr de los años, y siempre se habían quedado en el mismo lugar: Peter Island Resort. Aun cuando ellos hubieran podido comprar el lugar, ella insistía en que se quedaran en una de las habitaciones menos costosas, como la que habían disfrutado tantos años atrás.
Años atrás. ¿Cuántos años atrás? David Ponder echó al aire los pedazos del grano de café en el cielo nocturno y volvió a entrar. Cincuenta y cinco pisos. Estaba a más de doscientos metros de altura en el aire enrarecido de una abrigada noche de Dallas. Avanzando hacia la puerta del frente, David se dispuso a entrar, pero se detuvo y más bien se sentó en una mecedora que había en el porche.
«Setenta y cuatro», dijo David en voz alta. «Tengo setenta y cuatro años. ¿Cómo...?» David plegó sus manos hacia arriba como usándolas para enfatizar algo. Pero no había nada que recalcar y nadie con quién hablar, en cualquier caso, así que volvió a dejar sus manos sobre sus rodillas y cerró los ojos.
David había tenido éxito moderadamente en su juventud, luchando al principio de su carrera, con su flamante esposa y un hijo. En cierto punto, como ejecutivo en sus cuarenta y tantos, justo cuando las cosas parecían marchar bien, fue despedido. El despido había sido hecho de manera cruel, y las cosas parecían ir de mal en peor. Pero entonces había habido un acontecimiento extraño, singular, en la vida de David que lo había cambiado todo. Fue lo que amigos íntimos y familiares mencionaban como «el accidente». Pero entonces no había sido accidente; había sido una dádiva. Y con su conocimiento de las Siete Decisiones para el Éxito, la suerte de David se había remontado a las alturas.
Sabía que este recorrido en el tiempo había sido real. No era un sueño ni alucinación como resultado del coma que resultó del accidente automovilístico. Las Siete Decisiones que él había compilado de las vidas de otros Viajeros lo había cambiado todo; no solo para David y Ellen, sino para cientos de miles de otros a quienes les había enseñado las decisiones.
Trabajando en bienes raíces y como urbanizador, David había logrado éxito gigantesco. Además del dinero generosamente compartido, gratuitamente enseñaba los principios que había utilizado para producir riqueza. David llegó a ser reconocido y a menudo se lo mencionaba como ejemplo de una experiencia de harapos a riquezas. Sin duda, estaba en plena racha; pero David cometió un error. Llámesele lo que quiera: debacle en el mercado de acciones, un desastre hipotecario, o mala economía, David hizo lo que su papá siempre le digo que no hiciera: gastó más dinero del que tenía. Los prestamistas exigieron el pago; y quedó en bancarrota a los cincuenta y cinco años.
El barco, los coches, dos casas, las joyas —las joyas de Ellen— todo había desaparecido. Al principio había quedado estupefacto. David se paró una noche en su patio y le gritó a Dios. Ah, él sabía que Dios estaba allí. Eso ya no era problema. Después de todo, había sido un Viajero. Él —David Ponder— había aceptado de las manos de la historia los mismos principios que había usado para producir una fortuna. Y, ¿ahora esto?
David gritó. Gritó y maldijo al aire.
Pero Dios no respondió.
Su hija, Jenny, había estado en casa, de vacaciones de la universidad cuando se declaró la bancarrota, y, por supuesto, estaba terriblemente avergonzada. No había nada que hacer. Todos sus empleados se habían ido, con la única excepción de la joven Gloria Jackson y su esposo, que rentaron un apartamento cerca de la vivienda que David y Ellen habían conseguido para sí mismos. Jenny consiguió un trabajo en Austin, continuó su educación, y la vida siguió su marcha.
David y Ellen trabajaron aquí y allá. Él como consultante o facilitador, ella como conserje del barrio —una «Viernes con faldas», como se llamaba a sí misma. Financieramente, era suficiente para sobrevivir. Algunas noches David sacaba el estuche de tabaco que había guardado cuidadosamente y revolvía su contenido como para convencerse una vez más que, sí, todo eso en realidad había sucedido.
Ellen no sabía qué pensar, en realidad, en esos días oscuros. Amaba a David, y aunque él nunca le había contado a nadie más sus conversaciones con las personas a quienes él se refería como «los Viajeros», se lo había contado a ella. Ella quería desesperadamente creer la descabellada narración que él insistía en repetir noche tras noche. En verdad, ella no tenía ni la menor idea de en qué otra parte del mundo podía él haber hallado un antiguo estuche de tabaco con siete cartas atiborradas dentro. O como él posiblemente pudiera haberlo reunido todo ese día. Ella había verificado —habían pasado solo veinte minutos desde el momento en que él fue despedido de la Ferretería Marshall y el accidente.
Por supuesto, lo más estrambótico de todo: las Siete Decisiones habían resultado. Esa parte no era ningún secreto. Mientras David sanaba del accidente, se había vuelto una persona diferente, y con el tiempo empezó a ganar mucho dinero. Todo parecía un cuento de hadas hecho realidad... hasta la ruina financiera.
Pero incluso la bancarrota tuvo su lado positivo. Él y Ellen y se habían conectado de nuevo de una manera que no habían sentido desde la universidad. Estaban más cerca —mejores amigos de lo que nunca habían sido— y las «cosas» no parecían importar tanto como antes. El aluvión de los medios de comunicación durante la manera muy pública en que fracasó su empresa había sido duro, pero sirvió para revelar a unos cuantos verdaderos amigos, y por eso estaban agradecidos.
«La adversidad es preparación para la grandeza» David le había dicho de repente a Ellen una noche en su apartamento. «Harry Truman me dijo eso». Notando la expresión de sorpresa en ella, añadió: —Tú puedes quedarte sentada allí con tu mirada de «Mi esposo ha perdido un tornillo» si quieres, ¡pero yo voy a tomar en serio la palabra de este hombre!
—Cálmate, David —había respondido Ellen tranquilamente—. No pienso que estés más loco de lo que por lo general eres, pero, ¿de qué estás hablando?
David explicó con entusiasmo. —Una de las cosas que el presidente Truman me dijo cuando yo.... —Hizo una pausa, por un instante mientras editaba mentalmente—. Ah, ¿sabes lo que pasó? Pues bien, en todo caso... —David movió sus manos rápidamente como para borrar sus palabras, luego continuó, con sus pensamientos aflorando todos a la vez.
—Truman dijo... —David se detuvo de nuevo—. Yo no le llamé así, por supuesto. Yo no le dije «Truman». Le dije «Señor presidente»... ay, lo que sea. —David movió sus manos de nuevo.
»“La adversidad es preparación para la grandeza”, es lo que el hombre dijo. También me habló en cuanto a responsabilidad, y esto es lo que sé en cuanto a nuestra situación actual: yo fui el motivo de nuestra adversidad con toda una variedad de malas decisiones. Ahora he aprendido de esas malas decisiones. Las Siete Decisiones para el Éxito que usé antes son eternas. ¡Fue mi falta de sabiduría lo que motivó el desastre, Ellen!
»Así que lo que estoy diciendo es esto. Ya se acabó la parte de «adversidad» de esta experiencia. Ahora mismo, esta noche, pongo punto final a esto. Es tiempo de correr de nuevo. No nos falta dinero. No nos falta tiempo. No nos faltan ni energía ni liderazgo. Solamente nos falta una idea».
No tuvo que haber sido elocuente, pero Ellen entendió lo que su esposo quería decir, y se entusiasmó al ver una chispa de nuevo en los ojos de su esposo. A los pocos meses, la idea que David buscaba se le había ocurrido. Resultó ser una pieza sencilla de software combinando teoría de gráficos y una programación orientada al aspecto que permitía a cualquier empresa una manera de integrar estrategias de contabilidad, procedimientos de facturación y planificación de impuestos con otros negocios o empresas; de estado a estado o de país a país.
«Fue sencillo», le dijo David al Dallas Morning News. «Aprendí el concepto en mi clase de álgebra en la secundaria. Es una idea que cualquiera pudiera haber tenido. Francamente, en realidad no soy muy ingenioso».
Pero ingenioso o no, la idea había valido montones de dinero.
Ese concepto singular, combinado con la comprensión y aplicación de David de las Siete Decisiones, alisó el camino a la formación de todo un nuevo imperio. Debido a que este negocio no estaba atado a una «cosa» particular como una casa o un artículo al por menor, fue una manera enteramente nueva de añadir valor a las vidas de las personas, sea que fueran dueños de una larga empresa o pequeña. El software ahorraba tiempo, dinero, papel, y frustración; y debido a ello, Ponder International se elevó como fénix al firmamento. El cómo sucedió es pura leyenda de Texas.
Después de negociaciones públicas y cambio de zonificación que fueron noticia, David compró la propiedad y anunció planes para un fabuloso rascacielos. Cinco minutos después de develar el dibujo del artista a los padres de la ciudad, en cámara David declaró a una asamblea incrédula que el rascacielos se construiría sin ningún préstamo. «Pagaremos conforme avanzamos», fueron sus palabras exactas. De inmediato, sin someterlo a votación, todos decidieron que David Ponder estaba loco. Había pasado de héroe a bufón en una sola conferencia de prensa.
Al principio, cuando se dieron cuenta de que hablaba en serio, ninguna compañía de construcción quiso aceptar el contrato. Pero él dejó a los postulantes que esperaran hasta que tuvieran hambre, les mostró el dinero en el momento preciso, y la torre de granito blanco empezó a levantarse. Una vez detuvo la construcción cuando las reservas de efectivo escaseaban —eso sí llegó a las noticias— pero él había prometido nunca más pedir dinero prestado; y nunca lo pidió.
Cuando la torre quedó terminada, lo primero que David hizo fue quitarle el nombre de Ponder. «Esto no es cuestión de mí», había dicho al cortar la cinta. «Esto no es cuestión de ser el más grande, o el primero, o el más bonito. Esto ha sido, y todavía lo es, asunto de empleos para nuestra área y trabajar juntos como comunidad.
«Quiero demostrarme a mí mismo, y a otros en este país, que una gran empresa se puede administrar y que se pueden gerenciar proyectos importantes sin deuda o trágicos desacuerdos entre trabajadores y la administración».
Así que David Ponder había ganado después de todo. Sin pedir ningún préstamo había levantado un edificio de cincuenta y cinco pisos, un piso por cada año de lo que llamaba su primera vida financiera. Por supuesto, en ese punto, el rascacielos era solo una parte de la fortuna Ponder; lo que hizo del próximo movimiento financiero de David incluso más insólito. Lo regaló todo.
Con ayuda experta legal, David y Ellen Ponder fundaron fundaciones y fideicomisos de beneficencia por todo el mundo. Contrató a su hija, Jenny, y a su esposo para supervisar todo el asunto.
David y Ellen se jubilaron. Excepto por viajes ocasionales al Caribe y compromisos de conferencias que David continuó haciendo —la mayoría de ellos gratis— la pareja prefería quedarse cerca de casa. «Casa» era todo el piso superior del rascacielos, una fabulosa vivienda en el piso más alto que David había hecho para su esposa. Con el ojo de Ellen para el diseño interior y una colección de muebles y arte que habían acumulado durante sus años de viaje, fue lo que siempre habían soñado: un lugar de belleza y privacidad para su familia y amigos al envejecer.
La vivienda, establecida por encima de la ciudad como lo estaba, se había vuelto una fuente de curiosidad para los medios de comunicación. Aparte de fotografías de la piscina y un jardín que David había hecho construir para Ellen, tomadas desde un helicóptero, nadie nunca había filmado o fotografiado el interior mismo de la vivienda.
David abrió sus ojos y respiró ruidosamente mientras se mecía, mirando al porche y la piscina. Contempló más allá del pasamanos y vio el Edificio Magnolia con su característico caballo rojo volante encima. A la derecha relucían las luces de argón verde del rascacielos del Banco Nacional. Cuando niña, Jenny la había llamado el Alegre Gigante Verde. «Ja, ja, ja,», rezongó David, tratando desesperadamente de no sonar tan desdichado como se sentía.
Ellen había muerto ocho meses antes. Cuarenta y nueve años de vida juntos y ella desapareció sin siquiera despedirse. David abrió ampliamente los ojos, tratando de contener las lágrimas en su lugar.
Frunció el ceño. Ellen ni siquiera había estado enferma. Ni siquiera con un resfriado. Pasó la noche en Austin con Jenny y los nietos, y murió mientras dormía. Se fue a la cama, pero no se despertó. Pues bien, David ...

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