El regalo del viajero
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El regalo del viajero

Andy Andrews

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  1. 208 pages
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El regalo del viajero

Andy Andrews

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El libro de negocios del siglo. Así como los libros de mayor venta de Og Mandino, esta narración extraordinaria es una mezcla de ficción amena, alegorías e inspiración. El escritor de cuentos Andy Andrews le da a usted un asiento en primera fila, para presenciar el viaje de un hombre, que se convierte en la experiencia más asombrosa de toda su vida. David Ponder ha perdido su trabajo y el deseo de vivir. Cuando es elegido sobrenaturalmente para viajar a través del tiempo, visita a personajes históricos como Abraham Lincoln, el rey Salomón y Anne Frank. De cada visita emerge una decisión para el éxito, que un día va a impactar al mundo entero.

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Information

Publisher
HarperEnfoque
Year
2011
ISBN
9781418582753
OCHO
El_regalo_del_viajero_FINAL_0113_001
DAVID TERMINÓ DE LEER LAS PALABRAS QUEANAHABÍA ESCRITO y se limpió una lágrima adherida a su barbilla. En un abrir y cerrar de ojos, dobló las páginas, las colocó en la bolsa de tabaco, la cual se metió en el bolsillo y se levantó. Se estiró para tocar la foto de la rosa que Ana había pegado a la pared. Con sus dedos, David delineó el tallo desde el pie de la fotografía hasta su centro. Al tocar la flor, sonrió ante la sensación cerosa del creyón rosa que había sido utilizado para colorear la foto en blanco y negro.
Lentamente, la rosa comenzó a perder la forma. Los bordes se volvieron borrosos y la configuración de la flor pareció temblar. David retiró la mano y se frotó los ojos. Con su codo izquierdo y el antebrazo, se apoyó contra la pared. Por un momento, se mantuvo allí, medio mareado, pero la sensación pasó pronto.
Abrió los ojos y examinó de nuevo la foto. Todavía estaba borrosa pero parecía aclararse. Miró de soslayo y movió la cabeza a sólo centí de la flor. Ahora estaba en foco. Veía los pétalos de la rosa con tanta nitidez, tanta claridad, que esta parecía tener profundidad. Tentativamente, sin mover el rostro, David extendió la mano derecha y, utilizando sólo un dedo, tocó la rosa. Sorprendido, el aliento se le quedó atascado en la garganta. La rosa era real.
Quedó paralizado por un momento. Cambiando la vista, David observó que su brazo izquierdo estaba ahora recostado contra un viejo escritorio. Apartándose de la rosa, notó que esta estaba en un simple jarrón de cristal al borde del escritorio. Al lado de la rosa había una jarra de agua y cuatro vasos. David se enderezó y miró a su alrededor. Estaba en cierto tipo de habitación… no, en una tienda. Era una tienda más bien grande, notó, hecha de lona blanca y abarcaba un área de aproximadamente seis por cuatro metros. El piso era de césped, y excepto por el escritorio y tres sencillas sillas, la tienda estaba vacía.
Al escuchar algún tipo de actividad, David se dirigió a la puerta cerrada de la entrada de la tienda. Con cuidado, apartó varios centímetros la puerta de lona suelta. A unos veinte metros de distancia, sobre la elevada plataforma de un improvisado estrado, había un hombre de pie, solo, detrás de un podio. De espalda a la tienda, les hablaba a miles de personas. David vio caballos ensillados y carretones esparcidos entre la multitud. Muchos tenían parasoles para protegerse del sol y habían extendido cobertores sobre el suelo o se sentaban encima de sus carretones.
David observó que la tienda y el estrado estaban en la cima de una colina rodeada de grandes árboles. Dado que la mayor parte de las hojas habían caído y la temperatura era agradable aun en la tienda, David supuso que había llegado a este lugar durante el mes de octubre o quizás noviembre. En cualquier caso, era durante el otoño, y a juzgar por el sol, era cerca del mediodía.
Más allá de la multitud, David vio sembradíos y bosques que se extendía tan lejos como podía divisar desde su limitado campo visual. Las colinas y dehesas que tenía a la vista suscitaron en David un extraño sentimiento. El área le parecía misteriosamente familiar, aunque no podía determinar cómo o porqué.
Quizás, pensó David, el orador tiene en su poder la clave del porqué estoy aquí. Al volver su atención de nuevo al estrado, David observó que el caballero, desde atrás, parecía estar elegantemente vestido. Llevaba pantalones grises, calzaba pulidas botas negras y un elevado cuello blanco se levantaba desde la espalda de una larga chaqueta negra con cola. La suelta cabellera gris completaba su aspecto distinguido.
Además, el hombre parecía ser todo un orador. David notó cómo recorría con pasos mesurados el estrado y gesticulaba dramáticamente con las manos. Su audiencia parecía ciertamente hechizada. Habían reído dos veces al unísono durante el breve período que David observó desde la entrada de la tienda. No podía escuchar con mucha claridad la presentación del orador, pues no había micrófono o sistema de sonido de ninguna clase, y como el hombre estaba de espaldas a él, sólo podía captar una que otra palabra.
De pronto, la multitud estalló en un aplauso ruidoso y sostenido. David miró más atentamente mientras el orador retornaba al podio, que estaba a su derecha y un poco detrás de él en ese momento. Mientras el hombre esperaba que se apagara la ovación, David tuvo una clara visión de sus facciones. La línea de su cabellera mostraba entradas y su rostro estaba bien afeitado. Tenía cejas pobladas, y la nariz y las orejas eran un poco grandes en comparación con la cabeza. David no lo reconoció en absoluto.
Desencantado y un poco confundido, David se metió de nuevo en la tienda. Durante unos momentos se paró ahí, preguntándose dónde estaba y a quién había estado observando sobre el estrado. ¿Es esa la persona que he venido a ver?, se preguntó a sí mismo. David se movió hacia una silla junto al escritorio y se sentó abruptamente. Mientras se servía un vaso de agua, no podía librarse de la incómoda sensación de que estaba relacionado de alguna manera con ese lugar.
Justo entonces, por encima del continuo sonido del orador, David escuchó que la multitud comenzaba a murmurar. Durante casi medio minuto, la audiencia que conversaba entre sí ahogó con facilidad la voz del hombre sobre el estrado. David se levantó de la silla y caminó rápidamente hacia la puerta de la tienda. Pero antes de llegar a la entrada escuchó el sonido de los cascos de caballos y el rechinar de las monturas de cuero. Al oír voces que se aproximaban, David caminó hacia la esquina de la tienda mientras un hombre entraba.
Era un joven de aproximadamente veinte años, impecablemente acicalado con una larga chaqueta y un cuello alto. Tenía el cabello partido a la mitad y su fino bigote estaba perfectamente alineado sobre sus labios. Con la presencia de una persona acostumbrada a mandar, el joven cruzó a zancadas la tienda directamente hacia el escritorio. Abrió cada gaveta y cuidadosamente inspeccionó su contenido antes de cerrarlas.
David lo vio hacer una pausa durante un breve instante cuando divisó el vaso de agua de David. El joven tomó el vaso y frunció el ceño. Era obvio que estaba muy molesto. Sacudiendo la cabeza de un lado al otro con pequeños movimientos, llevó el vaso al extremo de la tienda y derramó lo que quedaba del agua sobre el suelo. Qué curioso, pensó David. Entonces el joven se metió el vaso vacío en el bolsillo de la chaqueta y regresó al escritorio, donde procedió a examinar los restantes vasos y la jarra.
Levantó la jarra y miró atentamente dentro del agua. Entonces olió el agua. Por último, vertió una pequeña cantidad en uno de los tres vasos que estaban sobre el escritorio y la probó con cuidado. Satisfecho, colocó entonces ese vaso dentro del otro bolsillo de la chaqueta, miró cautelosamente alrededor de la tienda y salió.
David respiró profundamente. Evidentemente, esa no era la persona que había venido a ver. El hombre ni siquiera había notado su presencia. Antes que David tuviera tiempo de moverse, la puerta de la tienda se abrió de nuevo.
Doblándose casi en dos a fin de atravesar la puerta, otro hombre entró con el sombrero bajo el brazo. Cuando la puerta de la tienda se cerró detrás de él, aquel hombre alto se enderezó, miró a su alrededor y vio a David. Sonrió y con dos rápidas zancadas se paró ante David, con la mano derecha extendida. “El señor Ponder, ¿no es cierto?”, dijo el hombre con un destello especial en sus ojos.
David tenía la boca abierta y sentía como si sus rodillas fueran a doblarse. Quería decir: “Sí, señor”, o “¿Cómo está usted?”, o “Me alegro de conocerlo”, o cualquier cosa, pero tenía la garganta tan seca que no dijo nada. Al darse cuenta de la expresión perpleja en el rostro del caballero y al ver que su mano estaba todavía extendida, David hizo la única cosa apropiada. Estrechó la mano de Abraham Lincoln.
“Yo… yo me siento honrado, señor”, se las arregló David para balbucear.
“El honor es mío, señor Ponder”, respondió el presidente. “Después de todo, es usted quien ha viajado la mayor distancia para esta ocasión”.
Lincoln llevaba guantes de montar blancos que contrastaban vivamente con su vestimenta completamente negra y hacían que sus grandes manos parecieran todavía más grandes. Se quitó los guantes, caminó hacia el escritorio y, tras situar los guantes y el sombrero sobre el lado opuesto, preguntó: “Por favor, ¿me acompaña a un refrigerio?”
Al ver que el presidente había señalado la jarra de agua, David aceptó su oferta y preguntó: “Señor, ¿dónde estamos?”
Lincoln levantó un largo dedo y entonces le sirvió a David un vaso de agua. Llenó su propio vaso, se lo bebió todo, se sirvió otro y se sentó. “Trae una silla”, dijo mientras arrastraba la suya de atrás del escritorio.
Al sentarse, David observó al decimosexto presidente de los Estados Unidos cruzar las piernas y soltarse el alto cuello almidonado. Estaba bien vestido. Tenía el cabello bien peinado, la barba cuidadosamente arreglada, y aún así todavía parecía algo… bueno, desaliñado. David notó que el presidente parecía más grande que el promedio de los hombres. Sus piernas, brazos, manos y aun su rostro parecían ser muy largos. David sonrió para sí cuando se dio cuenta que Abraham Lincoln tenía la misma apariencia que en todas las fotos que había visto del individuo.
La única sorpresa de David, tras la súbita aparición de Lincoln, fue la voz del presidente. No era la de un barítono como había escuchado que la representaban en numerosas películas, sino la de un tenor agudo.
Lincoln colocó el vaso sobre el escritorio y dijo: “Cabalgar siempre me provoca sed, aunque por lo general me resulta incómodo beber delante del caballo. Después de todo”, rió entre dientes, “¡no soy quien ha hecho el trabajo!” David se rió cortésmente. “Así que, señor Ponder, usted quiere saber dónde estamos”.
“Sí, señor, y por favor llámeme David”.
“Gracias”, dijo Lincoln mientras inclinaba ligeramente la cabeza hacia el hombre más joven. “David, estoy aquí hoy por dos razones. La primera para dedicar un cementerio. Por cierto, ese es el lugar donde estamos ahora… Gettysburg, Pensilvania”.
Escalofríos recorrieron la espalda de David. “¿Y la fecha?”
“Diecinueve de noviembre de mil ochocientos sesenta y tres”.
No es extraño que este lugar parezca tan familiar, pensó David. Estuve aquí hace cuatro meses. ¿O fue sólo hace una hora? Sacudió la cabeza para aclarar sus pensamientos. “Señor Presidente, usted mencionó dos razones por las que vino aquí. era la segunda?”
Lincoln sonrió. “Oye, para conocerte, por supuesto”. Los ojos de David se agrandaron. “Eres ciertamente más importante que cualquier observación que pudiera compartir con aquellos que asistieron hoy. Este cementerio tiene que ver con el pasado. ¡Tú tienes que ver con el futuro!”
David miró hacia otro lado. “Aprecio su confianza”, dijo, “pero no estoy seguro de que sea justificada. Por el momento, sólo espero que haya un futuro. De hecho, paso por la peor época de mi vida en este momento”.
“¡Entonces se imponen las felicitaciones! Lo más seguro es que hay mejores días por delante”. Entonces el presidente levantó su vaso de agua y exclamó: “Por nosotros, dos hombres que experimentan lo peor que puede ofrecer la vida”.
David no respondió. No estaba seguro si Lincoln le estaba haciendo una broma. “No estoy bromeando”, dijo David lentamente.
“Ah, déjame asegurarte algo”, le dijo Lincoln con una hermética sonrisa, “yo tampoco estoy bromeando”. Se estiró hacia su derecha, a través del escritorio y tomó su sombrero. Era el elevado sombrero de copa negro que se había convertido en parte de su imagen tal como recordaba David. Durante un tiempo, dejó que sus dedos se deslizaran suavemente a través de la larga banda de seda. “Esta tela la llevo en memoria de Willie, mi hijo pequeño. Murió hace sólo unos meses”. Aspiró profundamente y dio un suspiro. “Ahora mi hijo Tad ha caído en cama… mortalmente enfermo. Como podrás imaginarte, mi esposa no estaba de acuerdo en que yo estuviera aquí hoy”.
“¿Por qué vino?”
“El deber. Y el hecho de que sabíaque podía escoger entre orar por mi hijo mientras caminaba de un lado a otro en la Casa Blanca u orar mientras realizaba la tarea que se me ha encomendado. Estoy seguro de que el Todopoderoso escucha mi clamor no importa el lugar donde estoy. De seguro sus brazos se extienden desde Washington a Gettysburg. También creo que Dios prefiere que ore y trabaje, no que ore y espere”.
El presidente se enderezó en la silla y cruzó los brazos. “¿Sabes?, mencioné hace un momento que éramos dos hombres que experimentábamos lo peor que puede ofrecer la vida. Eso es verdad de una forma muy pequeña y egoísta, y debo confesar mi propensión a servir mis propios intereses egoístas. En realidad, esta parece ser una de las batallas más constantes de mi vida. En un sentido más amplio, sin embargo, se nos ha presentado una oportunidad enorme para cambiar y llegar a ser personas mejores”.
“¿Personas mejores? Usted habla...

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