Eleven Minutes \ Once Minutos (Spanish edition)
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Eleven Minutes \ Once Minutos (Spanish edition)

Una Novela

Paulo Coelho

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Eleven Minutes \ Once Minutos (Spanish edition)

Una Novela

Paulo Coelho

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Una novela cautivadora y audaz del autor de El Alquimista, bestseller con mas de un millón de ejemplares vendidos. En este nuevo relato, el novelista explora con gran sensibilidad la naturaleza sagrada del sexo y del amor y nos invita a enfrentar nuestros propios prejuicios y demonios. Once Minutos relata la historia de María, una joven proveniente de una villa brasileña, cuyos primeros roces inocentes con el amor le dejan con el corazón destrozado. A su tierna edad, se convence de que jamás hallará el amor verdadero; al contrario, considera que "El amor es algo horrible que produce sufrimiento." Un encuentro casual en Río la lleva a Ginebra, donde sueña con conseguir fama y fortuna. Sin embargo, termina trabajando de prostituta. En Ginebra, la opinión desesperanzada que María tiene del amor, se pone a prueba al conocer a un apuesto joven pintor. En esta odisea de descubrimiento personal, María debe elegir entre recorrer el camino de la oscuridad, el del sexo por el sexo mismo, o arriesgarlo todo para descubrir su propia "luz interior" y las posibilidad del sexo sagrado, es decir, del sexo dentro del contexto del amor.

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Information

Publisher
Rayo
Year
2012
ISBN
9780062226464
Oh, María, sin pecado concebida,
rogad por nosotros, que recurrimos a Vos. Amén.
Porque soy la primera y la última,
yo soy la venerada y la despreciada,
yo soy la prostituta y la santa,
yo soy la esposa y la virgen,
yo soy la madre y la hija,
yo soy los brazos de mi madre,
yo soy la estéril y numerosos son mis hijos,
yo soy la bien casada y la soltera,
yo soy la que da a luz y la que jamás procreó,
yo soy el consuelo de los dolores del parto,
yo soy la esposa y el esposo,
y fue mi hombre quien me creó,
yo soy la madre de mi padre,
soy la hermana de mi marido,
y él es mi hijo rechazado.
Respetadme siempre,
porque yo soy la escandalosa y la magnífica.

Himno a Isis, siglos III o IV (?),
descubierto en Nag Hammadi
Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, la cual, sabiendo que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, cogió un frasco de alabastro de ungüento, se puso detrás de él, junto a sus pies, llorando, y comenzó a lavárselos con lágrimas en los ojos; le enjugaba los pies con los cabellos de su cabeza, los besaba y los ungía con el ungüento.
Viendo esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: «Si éste fuera profeta, conocería quién es la mujer que lo toca, porque es una pecadora.» Tomando Jesús la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» Él dijo: «Maestro, habla.» «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios; el otro cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, le condonó la deuda a ambos. ¿Quién, pues, lo amará más?» y Simón, respondió: «Supongo que aquel a quien condonó más.» Dijo: «Bien has respondido.–Y señalando a la mujer, le dijo a Simón–: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua en los pies; mas ella los ha regado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, pero ella ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona poco ama.»

Lucas, 7, 37-47
Érase una vez una prostituta llamada Maria.

Un momento. «Érase una vez» es la mejor manera de comenzar una historia para niños, mientras que «prostituta» es una palabra propia del mundo de los adultos. ¿Cómo puedo escribir un libro con esta aparente contradicción inicial? Pero, en fin, como en cada momento de nuestras vidas tenemos un pie en el cuento de hadas y otro en el abismo, vamos a mantener este comienzo:

Érase una vez una prostituta llamada Maria.
Como todas las prostitutas, había nacido virgen e inocente, y durante su adolescencia había soñado con encontrar al hombre de su vida (rico, guapo, inteligente), casarse (vestida de novia), tener dos hijos (que serían famosos cuando creciesen) y vivir en una bonita casa (con vistas al mar). Su padre era vendedor ambulante, su madre costurera, su ciudad en el interior del Brasil tenía un solo cine, una discoteca, una sucursal bancaria, por eso Maria no dejaba de esperar el día en que su príncipe encantado llegaría sin avisar, arrebataría su corazón, y partiría con él a conquistar el mundo.
Mientras el príncipe encantado no aparecía, lo que le quedaba era soñar. Se enamoró por primera vez a los once años, mientras iba a pie desde su casa hasta la escuela primaria local. El primer día de clase descubrió que no estaba sola en su trayecto: junto a ella caminaba un chico que vivía en el vecindario y que asistía a clases en el mismo horario. Nunca intercambiaron ni una sola palabra, pero Maria empezó a notar que la parte que más le agradaba del día eran aquellos momentos en la carretera llena de polvo, la sed, el cansancio, el sol en el cenit, el niño andando de prisa, mientras ella se agotaba en el esfuerzo para seguirle el paso.
La escena se repitió durante varios meses; Maria, que detestaba estudiar y no tenía otra distracción en la vida que la televisión, empezó a desear que el día pasase rápido, esperando con ansiedad volver al colegio y, al contrario que el resto de las niñas de su edad, pensando que los fines de semana eran aburridísimos. Como las horas de un crío son mucho más largas que las de un adulto, ella sufría mucho, los días se le hacían demasiado largos porque solamente pasaba diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él, imaginando lo maravilloso que sería si pudiesen charlar.
Entonces sucedió.
Una mañana, el chico se acercó hasta ella, para pedirle un lápiz prestado. Maria no respondió, mostró un cierto aire de irritación por aquel abordaje inesperado, y apresuró el paso. Se había quedado petrificada de miedo al verlo andar hacia ella, sentía pavor de que supiese cuánto lo amaba, cuánto lo esperaba, cómo soñaba con coger su mano, pasar por delante del portal de la escuela y seguir la carretera hasta el final, donde, según decían, había una gran ciudad, personajes de la tele, artistas, coches, muchos cines y un sinfín de cosas buenas que hacer.
Durante el resto del día no consiguió concentrarse en la clase, sufriendo por su comportamiento absurdo, pero al mismo tiempo aliviada, porque sabía que él también se había fijado en ella y que el lápiz no era más que un pretexto para iniciar una conversación, pues cuando se acercó ella notó que llevaba un bolígrafo en el bolsillo. Esperó a la próxima vez y durante aquella noche, y las noches siguientes, empezó a imaginar las muchas respuestas que le daría, hasta encontrar la manera oportuna de comenzar una historia que no terminase jamás.
Pero no hubo próxima vez; aunque seguían yendo juntos al colegio, algunas veces Maria varios pasos por delante con un lápiz en su mano derecha, otras, andando detrás para poder contemplarlo con ternura, él no volvió a dirigirle la palabra, y ella tuvo que contentarse con amar y sufrir en silencio hasta el final del curso.
Durante las interminables vacaciones que siguieron, Maria se despertó una mañana con las piernas bañadas en sangre y pensó que iba a morir. Decidió dejarle una carta diciéndole que él había sido el gran amor de su vida y planeó internarse en la selva para ser devorada por alguno de los dos animales salvajes que atemorizaban a los campesinos de la región: el hombre lobo o la mula sin cabeza 1. Así, sus padres no sufrirían con su muerte, pues los pobres mantienen siempre la esperanza independientemente de las tragedias que siempre les suceden. Pensarían que había sido raptada por una familia rica y sin hijos, pero que tal vez volvería un día, en el futuro, llena de gloria y de dinero; mientras, el actual (y eterno) amor de su vida se acordaría de ella para siempre, sufriendo todas las mañanas por no haber vuelto a dirigirle la palabra.
No llegó a escribir la carta, porque su madre entró en el cuarto, vio las sábanas rojas, sonrió y dijo: «Ya eres una mujer, hija mía.»
Maria quiso saber qué relación había entre ser mujer y el hecho de sangrar, pero su madre no supo explicárselo, simplemente afirmó que era normal y que de ahora en adelante tendría que usar una especie de almohada de muñeca entre las piernas, durante cuatro o cinco días al mes. Luego preguntó si los hombres usaban algún tubo para evitar que la sangre les corriese por los pantalones, pero se enteró de que eso sólo les ocurría a las mujeres.
Maria se quejó a Dios, pero acabó acostumbrándose a la menstruación. Sin embargo, no conseguía acostumbrarse a la ausencia del niño y no dejaba de recriminarse por la actitud estúpida de huir de aquello que más deseaba. Un día, antes de empezar las clases, fue hasta la única iglesia de su ciudad y juró ante la imagen de San Antonio que tomaría la iniciativa de hablar con él.


Al día siguiente, se arregló de la mejor manera posible, poniéndose un vestido que su madre había hecho especialmente para la ocasión, y salió, agradeciéndole a Dios que por fin las vacaciones hubiesen terminado. Pero el niño no apareció. Y así pasó otra angustiosa semana, hasta que supo, por algunos amigos, que se había mudado de ciudad. «Se fue lejos», dijo alguien.
En ese momento, Maria aprendió que ciertas cosas se pierden para siempre. Aprendió también que había un lugar llamado «lejos», que el mundo era vasto, su aldea pequeña, y que la gente interesante siempre acababa marchándose. A ella también le habría gustado irse, pero todavía era demasiado joven; aun así, mirando las calles polvorientas de la pequeña ciudad en la que vivía, decidió que algún día seguiría los pasos del niño. Los nueve viernes siguientes, conforme a una costumbre de su religión, comulgó y le pidió a la Virgen María que algún día la sacase de allí.
También sufrió durante algún tiempo, intentando inútilmente encontrar la pista del chico, pero nadie sabía adónde se habían mudado sus padres. Maria entonces empezó a creer que el mundo era demasiado grande, el amor algo muy peligroso, y la Virgen una santa que vivía en un cielo distante y que no escuchaba lo que los niños pedían.
Pasaron tres años, Maria aprendió geografía y matemáticas, empezó a seguir las telenovelas, leyó en el colegio sus primeras revistas eróticas, comenzó a escribir un diario en el que hablaba de su monótona vida y de las ganas que tenía de conocer aquello que le enseñaban en clase: océano, nieve, hombres con turbante, mujeres elegantes y llenas de joyas... Pero como nadie puede vivir de deseos imposibles, sobre todo cuando la madre es costurera y el padre no para en casa, en seguida entendió que debía prestar más atención a lo que pasaba a su alrededor. Estudiaba para superarse, al mismo tiempo que buscaba a alguien con quien poder compartir sus sueños de aventuras. A los quince años se enamoró de un chico que había conocido en una procesión de Semana Santa.
No repitió el error de la infancia: charlaron, se hicieron amigos y empezaron a ir al cine y a las fiestas juntos. También se dio cuenta de que, al igual que había sucedido con el niño, el amor estaba más asociado a la ausencia que a la presencia de la persona: vivía echando de menos al chico, pasaba horas imaginando lo que iba a decirle en la próxima cita, y recordaba cada segundo que habían estado juntos, intentando descubrir lo que había hecho bien y en qué había errado. Le gustaba verse a sí misma como a una chica experimentada que ya había dejado escapar un gran amor; sabía el dolor que eso causaba. Ahora estaba dispuesta a luchar con todas sus fuerzas por este hombre, por el matrimonio, porque éste era el adecuado para el matrimonio, los hijos, la casa junto al mar. Fue a hablar con su madre, que imploró:
–Aún es muy pronto, hija mía.
–Pero tú te casaste con papá cuando tenías dieciséis años.
La madre no quería explicarle que había sido a causa de un embarazo inesperado, de modo que usó el argumento «eran otros tiempos», para zanjar así la cuestión.
Al día siguiente, fueron a caminar por los alrededores de la ciudad. Charlaron un poco, Maria le preguntó si no le apetecía viajar, pero, en vez de responder, él la agarró entre sus brazos y le dio un beso.
¡El primer beso de su vida! ¡Cómo había soñado con aquel momento! Y el paisaje era especial, las garzas volando, la puesta de sol, la región semiárida con su belleza agresiva, el sonido de una música a lo lejos. Maria fingió reaccionar contra el impulso, pero después lo abrazó y repitió aquello que había visto tantas veces en el cine, en las revistas y en la tele: restregó con violencia sus labios contra los de él, moviendo la cabeza de un lado a otro, en un movimiento medio rítmico, medio descontrolado. Notó que, de vez en cuando, la lengua del chico tocaba sus dientes, y lo encontró delicioso.
Pero él dejó de besarla de repente.
–¿No quieres?–preguntó.
¿Qué debía responder?, ¿que quería? ¡Claro que quería! Pero una mujer no debe comportarse de esa manera, sobre todo ante su futuro marido, o se pasará el resto de la vida desconfiado porque ella lo acepta todo con mucha facilidad. Prefirió no decir nada.
Él la abrazó de nuevo, repitiendo el gesto, esta vez con menos entusiasmo. Volvió a parar, sorprendido, y Maria sabía que algo iba muy mal, pero tenía miedo de preguntar. Lo cogió de la mano y caminaron hasta la ciudad, charlando sobre otros asuntos, como si nada hubiese pasado.
Aquella noche, escogiendo algunas palabras difíciles porque creía que todo lo que escribiese sería leído algún día, y segura de que algo muy grave había ocurrido, anotó en su diario:

Cuando conocemos a alguien y nos enamoramos, tenemos la impresión de que todo el universo está de acuerdo; hoy sucedió en la puesta de sol. ¡Sin embargo, aunque algo salga mal, no sobra nada! Ni las garzas, ni la música a lo lejos, ni el sabor de sus labios. ¿Cómo puede desaparecer tan de prisa la belleza que allí había hace unos pocos minutos?
La vida es muy rápida; hace que la gente pase del cielo al infierno en cuestión de segundos.

Al día siguiente fue a hablar con sus amigas. Todas la habían visto salir a pasear con su futuro «novio»; después de todo, no es suficiente tener un gran amor, también es necesario hacer que todos sepan que eres una persona muy deseada. Sentían muchísima curiosidad por saber qué había pasado y Maria, muy orgullosa, dijo que la mejor parte había sido cuando su lengua le tocaba los dientes. Una de las chicas se rió.
–¿No abriste la boca?
De repente, todo estaba claro, la pregunta, la decepción.
–¿Para qué?
–Para dejar que la lengua entrase.
–¿Y cuál es la diferencia?
–No tiene explicación. Se besa así.
Risitas escondidas, aires de supuesta compasión, venganza conmemorada entre las chicas que jamás habían tenido un pretendiente. Maria fingió que no le daba importancia, también rió, aunque su alma llorase. Secretamente blasfemó contra el cine, donde había aprendido a cerrar los ojos, a agarrar la cabeza del otro con la mano, a mover la cara un poco hacia la izquierda, un poco hacia la derecha, pero que no mostraba lo esencial, lo más importante. Elaboró una explicación perfecta («no me quise entregar ya, porque no estaba convencida, pero ahora he descubierto que tú eres el hombre de mi vida») y aguardó a la próxima oportunidad.
Pero no vio al chico hasta tres días después, en una fiesta en el club de la ciudad, cogido de la mano de una de sus amigas, la misma que le había preguntado sobre el beso. Maria de nuevo fingió que no tenía importancia, aguantó hasta el final de la noche charlando con sus compañeras sobre artistas y otros chicos de la ciudad, fingiendo ignorar algunas miradas compasivas que de vez en cuando una de ellas le lanzaba. Al llegar a casa, sin embargo, dejó que su universo se derrumbase, lloró toda la noche, sufrió durante ocho meses seguidos, y concluyó que el amor no estaba hecho para ella, ni ella para el amor. A partir de ahí, empezó a considerar la posibilidad de hacerse monja y dedicar el resto de su vida a un tipo de amor que no hiere ni deja marcas dolorosas en el corazón, el amor a Jesús. En el colegio hablaban de misioneros que se iban a África, y ella decidió que allí estaba la solución a su vida vacía de emociones. Hizo planes para entrar en el convento, aprendió primeros auxilios (ya que, según algunos profesores, moría mucha gente en África), se dedicó con más ahínco a las clases de religión, y comenzó a imaginarse como santa de los tiempos modernos, salvando vidas y conociendo la selva donde vivían tigres y leones.



Pero aquel año, el de su decimoquinto aniversario, no sólo le había reservado el descubrimiento de que el beso se da con la boca abierta, o de que el amor es sobre todo una fuente de sufrimiento. Descubrió una tercera cosa: la masturbación. Fue casi por casualidad, jugando con su sexo mientras esperaba que su madre volviese a casa. Acostumbraba a hacerlo cuando er...

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