La revolución del sentido
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La revolución del sentido

El poder del liderazgo transcendente

Fred Kofman, Reid Hoffman

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La revolución del sentido

El poder del liderazgo transcendente

Fred Kofman, Reid Hoffman

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El enfoque revolucionario de Fred sobre liderazgo comienza con un impulso poco convencional: el miedo a la muerte. ¿Qué tienen en común la ansiedad con la creación de la eficiencia organizacional? ¡Mucho! Un libro que combina lo práctico con lo existencial, te ayudará a infundir significado y dignidad en tu vida y tu trabajo.

Fred muestra un camino hacia el liderazgo trascendente al analizar ejemplos del mundo real de empresas sin dirección y experiencias de servicio al cliente que han resultado terriblemente mal, que abarcan desde la desastrosa administración de Marissa Meyer en Yahoo! al infame representante de servicio al cliente de Comcast que pensaba que estaba haciendo bien su trabajo al negarse obstinadamente a cancelar la cuenta de cable de un suscriptor. Este libro cambiará tu forma de pensar: tu trabajo no es tu trabajo, no es suficiente hacer tu mejor esfuerzo y triunfar. Aprenderás a descubrir tu propio significado y serás capaz de animar a otros a alcanzar un propósito noble. El enfoque de liderazgo de Fred es una mezcla de economía y teoría empresarial, en parte compuesto de comunicación y capacitación en resolución de conflictos, parte consejería familiar, parte meditación y consideración. ¿Qué se puede esperar de un graduado de Berkeley que realiza retiros de silencio que duran un mes? Fred ha enseñado y presentado su investigación en numerosas instituciones académicas, incluyendo Sloan School of Management de MIT, donde fue nombrado Profesor del año, y en la Universidad de Harvard.

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Capítulo 1
Un taller caliente
TU TRABAJO NO ES TU TRABAJO
El éxito, como la felicidad, no puede perseguirse: debe ocurrir, y solo se da como efecto secundario inesperado de la dedicación personal a una causa superior a uno mismo.
—Viktor Frankl
Era un sofocante día de julio en Las Vegas así que, por supuesto, la sala de conferencias estaba helada. Los participantes de mi taller de «La empresa consciente» se arrebujaron en sus chaquetas entre muecas. No solo tenían frío; estaban cabreados. Me dirigieron miradas heladas. Sabía qué estaban pensando.
Había estado en situaciones así muchas veces. En la mayoría de los casos, los típicos gerentes de una empresa cuyo director me contrató me dan una bienvenida tan cálida como la que le ofrecerían a una gripe. Tenía la sensación de estar en un cómic de Dilbert; casi podía leer los globos con los pensamientos de cada persona sobre su cabeza.
«¿Qué demonios hacemos aquí?», pensaba uno. «¡Tengo mucho trabajo por hacer!».
«Otro taller de mierda», pensaba otro. «!Odio estas porquerías!».
Decidí tirarme de cabeza y aprovecharme de sus peores temores.
—¡Vamos a empezar con una actividad para romper el hielo! —dije con el tono de voz más alegre y de instructor de pacotilla que conozco—. Cada persona buscará a otra que no conozca y se presentará. Por favor, díganle a su compañero de qué trabajan.
Casi podía oír sus gemidos mentales al girarse hacia sus compañeros más cercanos.
Pasados tres incómodos minutos, volví a requerir su atención.
—¿A quién le gustaría compartir? —pregunté con dulzura, como si no tuviera idea de lo irritante que les resultaba. Por supuesto, nadie respondió—. Ustedes dos, por favor —exigí, señalando a una pareja—. Díganme cuál es el nombre y el puesto de trabajo de su compañero.
—Mi compañero se llama John. Está en el Departamento Legal —dijo la mujer.
—Ella se llama Sandra —apuntó John—. Dirige campañas de marketing.
—No. Están equivocados —los reté.
Sandra y John se quedaron confusos, como todos los demás.
Después, al más puro estilo de Las Vegas, les propuse una apuesta:
—Apuesto con cada uno de ustedes a que no saben cuál es su trabajo. Y que, además, me llevará menos de un minuto demostrárselo.
Nadie dijo nada.
—Vamos! —insistí—. ¿De verdad que nadie sabe cuál es su trabajo? —saqué un fajo de billetes mientras decía eso; se veía claramente que eran de cien dólares—. Acepten mi apuesta. Si ganan, les daré cien dólares. Si pierden, le daré el dinero a la organización benéfica que elijan. Levanten la mano y tomen la apuesta, a menos que realmente no sepan cuál es su trabajo.
Unas cuantas personas levantaron la mano, pero la mayoría se quedó mirándome con cara de pocos amigos, intentando descubrir dónde estaba la trampa.
—Déjenme ponérselo más fácil —proseguí—. No apostaremos dinero, sino tiempo y energía. Si yo gano, se quedan en el taller y participan al cien por ciento. Si pierdo contra más de la mitad de ustedes, damos el taller por finalizado y yo me encargo de hablar con sus gerentes. Les diré que no pude hacerlo. Nunca se enterarán de nuestro acuerdo; lo que pasa en Vegas, se queda en Vegas. Y, para hacer el trato aún mejor, serán ustedes los que decidirán si gano o pierdo.
Más muecas. Algunos sacudieron la cabeza, decididos a no jugar conmigo.
—Venga —supliqué—. No pueden escaparse de mí de ninguna otra manera. ¿Qué pueden perder? Si yo gano, perderán solo su confusión. Y si ganan ustedes, podrán deshacerse de mí ahora mismo. Además, podrán contarle a todo el mundo la historia del idiota que arruinó su taller en los primeros cinco minutos.
Finalmente había logrado captar su atención. La mayoría levantó la mano. Elegí a una persona en el centro de la primera fila. Leí el nombre que llevaba en su tarjeta y le di las gracias.
—Gracias por jugar, Karen. ¿Cuál es tu trabajo?
—Soy auditora interna.
—¿Y cuál es tu trabajo como auditora interna?
—Asegurarme de que los procesos organizacionales sean confiables.
—Perfecto, Karen. Empecemos. Por favor, inicien sus cronómetros. Karen, ¿practicabas algún deporte en la escuela?
—Sí —replicó—. Jugaba al fútbol.
—¡Perfecto! como argentino, soy fanático del fútbol. ¿En qué posición jugabas?
—Defensora.
—¿Y cuál era tu trabajo?
—Evitar que el otro equipo nos hiciera goles —respondió.
Me giré hacia el resto de los participantes.
—El trabajo de un defensor es evitar que el otro equipo haga goles. ¿Alguien no está de acuerdo? Si es así, por favor levante la mano.
Nadie se movió.
—Bien. ¿Y cuál es el trabajo de un delantero?
—Hacer goles —dijeron varias personas a la vez.
—Perfecto; parece que estamos todos de acuerdo. Mi siguiente pregunta es: ¿cuál es el trabajo del equipo?
—Cooperar —dijo alguien.
—¿Cooperar para qué?
—Pues para jugar bien —apuntó otra persona.
—¿Y para qué quiere jugar bien el equipo?
—¡Para ganar! —se oyó un grito desde el fondo de la sala.
—¡Bingo! —respondí—. El trabajo del equipo es ganar. ¿Alguien no está de acuerdo?
Sacudieron la cabeza mirando al cielo, obviamente exasperados por este ejercicio de futilidad. Con el rabo del ojo vi a un burlón simular un bostezo. Su globo de pensamiento decía: «¿adónde cuernos vas con esto?».
—Si el trabajo del equipo es ganar —proseguí, inmutable—, ¿cuál es el trabajo principal de todos y cada uno de los miembros del equipo?
—Ayudar al equipo a ganar —dijo otra persona.
—¡Exacto! ¿Están todos de acuerdo?
Todos asintieron.
—Ahí va mi última pregunta: si el trabajo principal de todos y cada uno de los miembros del equipo es ayudar al equipo a ganar, y si el defensor es un miembro del equipo, ¿cuál es el trabajo principal del defensor?
—Ayudar al equipo a ganar —murmuró otro, intuyendo claramente adónde iba la cosa.
—¡Así es! —felicité a la persona que había respondido—. ¿Puedes repetir lo que has dicho, pero más alto?
—Ayudar al equipo a ganar —repitió.
—¡Listo! Miren sus relojes, por favor. Han pasado cincuenta y dos segundos desde que empezamos esta conversación.
Vi algunas miradas de confusión, así que me expliqué mejor.
—¿Cuál es el trabajo principal de un defensor? ¿Evitar que el otro equipo haga goles o ayudar a su equipo a ganar? Todos ustedes estuvieron de acuerdo con Karen hace un minuto en que era evitar que el otro equipo haga goles. Espero que ahora vean su error, cambien de opinión y estén de acuerdo conmigo en que su trabajo es ayudar al equipo a ganar.
—¿Y qué diferencia hay? —dijo un contreras.
—Imagina que eres el entrenador de un equipo que va perdiendo uno a cero y cuando quedan solo cinco minutos de juego. ¿Qué instrucción les darías a los defensores?
—Pues que vayan al ataque para empatar —afirmó alguien.
—¡Exacto! ¿Y cómo reaccionarías si tus jugadores te contestaran: «No entrenador; ese no es nuestro trabajo»?
—¡Los sacaría del equipo!
—¿Y por qué? ¿Acaso no es más probable que el otro equipo haga otro gol en un contrataque? Si el trabajo del defensor es ayudar a su equipo a ganar, ir al ataque es lo correcto. Si su trabajo es impedir que le hagan goles a su equipo, ir al ataque es equivocado.
Algunas sonrisas indicaban el cambio de ambiente. Seguí adelante.
—Así que. . . ¿cuál es el trabajo de un atacante?
—Ayudar al equipo a ganar.
—¿Y cuál es el trabajo del aguatero?
—Ayudar al equipo a ganar.
Algunos empezaron a reírse, pero no todos.
—Sigo sin entender qué tiene que ver esto con nuestros trabajos — dijo alguien.
—En 1961, el presidente John F. Kennedy estaba visitando la sede de la NASA por primera vez —contesté—. Mientras hacía un recorrido, saludó a un ordenanza que estaba pasando un trapo y le preguntó qué hacía en la NASA. El empleado contestó, orgulloso: «¡Estoy ayudando a poner un hombre en la Luna!».
Dejé que mis palabras flotaran unos instantes. Después, les pregunté:
—¿Cuántos de ustedes le han dicho a su compañero del ejercicio: «Mi trabajo es ayudar a mi empresa a ganar?». ¿Cuántos son conscientes de que su trabajo principal es ayudar a su organización a cumplir su misión de forma ética y efectiva? ¿Cuántos de ustedes han oído a su compañero describir su trabajo como «aumentar el valor (y los valores) de mi empresa»?
En el silencio, ya no tan gélido; podía ver cómo les iba cayendo la ficha.
ALCANZAR TUS OBJETIVOS, SOCAVAR A TU EQUIPO
En 2014, Verónica Block llamó para cancelar el servicio de Internet de su familia con Comcast. Inmediatamente la comunicaron con un encargado de «retención de clientes» que se pasó diez minutos discutiendo con ella los motivos por los que quería terminar el servicio. Cada vez que Verónica le pedía al hombre que, simplemente, cancelara el servicio, este se ponía a discutir con ella, alegando que solo estaba intentando mejorar el servicio de Comcast.
—Explíqueme, por favor, por qué no quiere un servicio de Internet más rápido —repetía incesante y atropelladamente como un robot.
Frustrada, Verónica le pasó el teléfono a su marido, Ryan, quien tuvo la brillante idea de grabar el diálogo de ocho minutos que mantuvo con el representante.1
La conversación fue frustrantemente circular e irracional.
—Mi trabajo es comprender por qué no quiere seguir disfrutando del servicio de Comcast —argumentaba el representante, alzando cada vez más la voz.
—Pues yo no entiendo por qué no pueden cancelarlo y ya —decía Ryan.
—Me parece que usted no quiere mantener esta conversación conmigo —se quejaba el representante—. Solo quiero darle información.
Si escuchas la grabación, casi puedes oír cómo el pobre representante intenta justificarse frente a su gerente.
—Solo intento mejorar el servicio de mi empresa—gime el representante, algo desesperado—. ¡Es mi trabajo!
—Pues te puedo asegurar que en esta conversación —replica Block—estás haciendo que tu empresa sea peor.
La grabación que Ryan publicó en SoundCloud y en su blog fue reproducida millones de veces. Acabó apareciendo en el Washington Post, Los Angeles Times, Good Morning America y el Huffington Post. Esta no era para nada el tipo de publicidad que Comcast quería atraer, especialmente cuando estaba intentando llevar a cabo una fusión ampliamente criticada con Time Warner Cable. Más tarde Comcast pidió disculpas por el «comportamiento peculiar de su aterrorizado empleado», pero el daño ya estaba hecho.
El comportamiento del empleado no era ni peculiar ni aterrorizado, sino sistemático y racional. Como pasa con la mayoría de las empresas, el departamento de retención de clientes de Comcast funciona independientemente: cada uno de sus trabajadores es evaluado según sus propios indicadores clave de rendimiento [KPI, por sus siglas en inglés]. Apuesto a que el bono y aún el puesto de trabajo de ese desventurado dependían del número de cancelaciones que hubiera en su turno, independientemente de si era conveniente para la empresa evitar que esos clientes se fueran. Tenía un guion que debía seguir a pies juntillas; de lo contrario, se ganaba una bronca. (Y probablemente el rendimiento de su supervisor también se vería afectado).
Esto es lo que le estaba haciendo la vida difícil al pobre empleado: para hacer lo mejor para tu empresa (optimizar el sistema) a veces tienes que hacer cosas que no son lo mejor para ti o para tu área específica (sub-optimizar tu subsistema). Por ejemplo, para hacer lo mejor para Comcast, el encargado de retención de clientes debería haber cancelado cortésmente el servicio, a pesar de que eso no se evaluara positivamente en el rendimiento de su área. Cuando optimizó su subsistema (intentando retener agresivamente al cliente), sub-optimizó el sistema (irritando al cliente y dañando la marca de Comcast). Al hacer «su trabajo», el encargado de retención de clientes provocó uno de los mayores fiascos de relaciones públicas del año.
En una empresa normal no se te paga para que hagas tu verdadero trabajo sino para que desempeñes tu rol. Tu verdadero objetivo es ayudar a que tu empresa gane; es decir, que consiga cumplir su misión de una forma efectiva y ética. Habrá ocasiones en las que tu trabajo irá en contra de tu rol, ya que implicará que sacrifiques tus objetivos locales, cambies tus prioridades o te despreocupes por tus indicadores clave de rendimiento.
No solo no te premian por ayudar a tu empresa a ganar; de hecho, puede que incluso te castiguen por ello, cosa que resulta exasperante. «¡Cómo pueden ser tan estúpidos!», quizás te preguntes. «Han organizado las cosas de modo que cuando hago lo correcto, acabo peor».
Por eso, demasiado a menudo, cada individuo y cada parte de la organización terminan persiguiendo sus intereses locales a costa del objetivo global. Como observó el fundador del movimiento de calidad total, W. Edwards Deming: «Las personas con objetivos y trabajos que dependen de cumplir estos objetivos seguramente los alcanzarán, aunque tengan que destruir a la empresa para ello».2
«Ojalá adaptaran este condenado sistema de incentivos para hacer que fuera más razonable», puede que te digas a ti mismo. Pero resulta que un sistema de incentivos perfecto es una entidad mitológica, como el coche perfecto. Debes elegir entre la comodidad y el rendimiento, entre su resistencia ante los choques y el consumo de combustible, entre calidad y costo. No puedes tener un sedán familiar amplio, seguro, fiable y económico y que, además, tenga el rendimiento de una cupé deportiva veloz, ágil, curvilínea y potente. Los líderes de una organización deben tomar decisiones difíciles: responsabilidad personal o cooperación, excelencia individual o alineamiento global, autonomía o coordinación. Por desgracia, la colaboración choca con la responsabilidad personal, y el rendimiento colectivo entra en conflicto con la excelencia individual.
Por lo tanto, las organizaciones acaban enfrentándose a un dilema irresoluble. Es como una frazada demasiado corta. Si te arropas hasta el pecho, se te destapan los pies; si prefieres calentarte los pies, acabas teniendo frío en el pecho. Por un lado, los incentivos individuales crean. silos; por otro lado, los incentivos colectivos destruyen la ...

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