
- 462 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Vida del padre Baltasar Álvarez
Descripción del libro
This thoughtful biography employs a unique style and focuses on the Christian asceticism and martyrdom of Father Batasar Álvarez. It is of immense importance to anyone interested in the study of spirituality and religious history. Written during a time of great expansion for the Society of Jesus, Linkgua recently recovered this text and offered it based on an incredible mondern demand.
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Información
Editorial
LinkguaAño
2014ISBN de la versión impresa
9788498169980ISBN del libro electrónico
9788498979855Capítulo LIV
De la traslación de sus huesos al Colegio de Villagarcía
Es tan preciosa delante de Dios la muerte de sus Santos, que, como dice San Basilio, como antiguamente el que tocaba los huesos del cuerpo muerto, quedaba contaminado; así, por el contrario, quien toca ahora los huesos de algún cuerpo santo, puede recibir dél virtud con que quede santificado; y quiere nuestro Señor que se repartan por muchos lugares, para que en todos sirvan de adorno, muro y defensa de nuestros enemigos, y para que sean honrados de sus fieles. «Y si me preguntas —dice San Ambrosio— ¿qué honro en estos huesos y reliquias de los Santos?, dígote que honro en el cuerpo del Santo las llagas que recibió por Cristo; honro la memoria del que vivió con virtud perpetua; honro las cenizas consagradas con la confesión de su Señor Dios; y en las cenizas honro la semilla de la eternidad. Honro al cuerpo que me enseñó a amar a Dios y a no temer la muerte por servirle. Y ¿por qué no honrarán los fieles al cuerpo que es venerado de los demonios? Pues aunque ellos le afligieron en el tormento, le glorifican en el sepulcro. Honro finalmente, al Cuerpo que Cristo nuestro Señor honró en este mundo, y ha de reinar con Cristo en el cielo. Estos son los motivos y los provechos de la veneración y culto de las reliquias y huesos de los Santos; y en teniendo por tal a algún difunto, luego deseamos tener alguna reliquia y cosa suya.» De aquí es que los que conocieron al Padre Baltasar Álvarez, tuvieron tan grande concepto de su santa vida que desearon tener consigo alguna reliquia de su cuerpo o de cosa suya, para venerarle y encomendarse a él, y por esta prenda alcanzar de nuestro Señor su misericordia muy copiosa.
Los que más en esto se señalaron fueron dos señoras muy principales. La primera fue doña Juana de Castilla, sobrina de los fundadores de nuestro Colegio del Villarejo de Fuentes; la cual, con no haber tratado al Padre Baltasar sino solo cuatro días que estuvo allí de paso, quedó tan aliviada en los trabajos interiores que padecía, y tan admirada de la fuerza con que la hablaba al corazón, que deseó tener consigo después de muerto al que no pudo gozar en vida. Y así, pidió al Padre Provincial de aquella provincia, que entonces era el Padre Francisco de Porres, le mandase dar la cabeza del santo Padre para tenerla consigo para su consuelo espiritual. Concediósele su petición de ahí a algunos días, así por la obligación que la Compañía la tenía, como por la mucha devoción con que lo pedía; y envió por ella a un Padre de aquel Colegio con unos paños muy bien labrados en que fuese envuelta, y una caja muy bien adornada donde la metiese. La cabeza traía muchos de los cabellos muy frescos, y dentro algo de los sesos, que aun no estaba del todo gastado; y con todo eso no traía mal olor alguno, como ni le tenía su santo cuerpo cuando recogieron los huesos en una arca, con no estar bien descarnados; y por esto echaron en el arca alguna cal, para que acabase de consumirse la carne. Y aunque tardaron no poco tiempo en este ejercicio, no sintieron olor que les ofendiese, con no poder sufrir el olor de otros cuerpos que estaban en la misma bóveda. Recibió, pues, esta santa cabeza, y púsola con mucha reverencia y veneración en un oratorio que para solo esto hizo, fuera de otro que tiene, y le aderezó ricamente, en testimonio del amor y respeto que al santo Padre tenía.
La otra señora fue doña Magdalena de Ulloa; la cual deseó tener en su Colegio de Villagarcía, que había de ser su entierro, el cuerpo del santo Padre Baltasar, que había sido su confesor y maestro, y también Rector, y primer maestro de novicios en aquel Colegio. Pidiólo a nuestro Padre general, que ya era el Padre Claudio Aquaviva, y no pudo negárselo. Fue por los huesos el Padre Francisco de Salcedo, de nuestra Compañía, y sobrino del mismo santo Padre, de quien hicimos mención en el prólogo. Trájolos en un baúl secretamente hasta Villagarcía; pasó por Valladolid, donde estaba esta señora; dióla un diente que había tomado de la santa cabeza, para que le trajese consigo, y alegróse mucho con el presente. Algunos Padres graves de la Casa Profesa desearon ver los santos huesos, y venerarlos; y el Padre José de Acosta, que fue uno dellos, sintió tal fragancia, que preguntó si había puesto olores en ellos. Y como le dijese que no, aunque estaban comprados para ello, respondió que no se hiciese, porque no ha faltado en casa quien haya sentido gran fragancia. Y es costumbre de nuestro Señor dar un olor muy suave a los cuerpos de los Santos, aunque unos le sienten y otros no.
Juntáronse en Villagarcía con el Padre Gonzalo de Ávila, Provincial, y con el Padre Juan de Montemayor, Rector de aquel Colegio, los Padres Francisco de Galarza, Prepósito de la casa de Valladolid; el Padre Juan Suárez, Padre Antonio de Padilla, y otros muchos Padres graves de la provincia. Vinieron también de Valladolid el Inquisidor don Juan Morales de Salcedo, cuñado del santo Padre Baltasar y su sobrino don Diego López de Salcedo, colegial que entonces era en el insigne Colegio de Santa Cruz, de Valladolid, de los cuales ya se ha hecho mención.
Pusieron el ataúd con los santos huesos en una parroquia del lugar que se llama de San Boal, en un túmulo que estaba aparejado, y el día siguiente por la tarde se ordenó una solemne procesión desde nuestra iglesia para traerlos. Iban delante cuatrocientos estudiantes, y la Clerecía con la Capilla de cantores que hay en nuestra iglesia; después, todos los Padres y Hermanos de la Compañía. Iba revestido para decir la Misa, y hacer el oficio, el Inquisidor Salcedo. Tomaron el ataúd el Padre Rector de aquel Colegio, el Padre Prepósito de Valladolid y otros Padres graves, remudándose a trechos, queriendo todos honrar al que tanto los había honrado con su santa vida y doctrina. Pusieron el cuerpo en un túmulo grande, que estaba en medio de la Capilla mayor. A la mañana hubo su Misa y sermón muy escogido, que predicó el Padre Rodrigo de Cabredo, compañero que entonces era del Padre Provincial, y después acá ha sido Provincial, Visitador y Superior en las provincias del Perú y México, con mucha gloria de Dios, y provecho de las almas, así de los españoles como de los indios. Acabada la Misa, se colocaron los santos huesos en la Capilla de las reliquias debajo dellas, junto al altar donde está el Santísimo Sacramento, al lado de la Epístola, queriendo nuestro Señor honrar al que con tantas veras había buscado su honra. Y como él procuró que esta señora edificase aquella capilla tan insigne, con tanto número y variedad de reliquias, para honra de los Santos; así quiso el Señor que su cuerpo tuviese entre ellos su propio lugar en la tierra, pues le tenía entre los mismos su alma en el cielo.
Y porque el sermón que se predicó en esta colocación, fuera de ser muy devoto, espiritual y curioso, tiene una breve, suma y apacible elogio de la vida deste santo varón que queda referida, me ha parecido ponerle aquí, para dar con él feliz fin a esta historia.
Sermón del Padre Rodrigo de Cabredo, S. I. En la traslación al Colegio de Villagarcía de los restos del Padre Baltasar
Salutación
Memoria Iosiae in compositione odoris facta, opus pigmentarii. In omni ore quasi mel indulcabitur eius memoria, et ut musica in convivio vini. Ecclesiastici, 49, 1-2.
Hémonos juntado el día de hoy en esta iglesia para celebrar de nuevo en ella y hacer las exequias de aquel varón célebre, de gloriosa y dichosa memoria, el Padre Baltasar Álvarez, religioso profeso de nuestra Compañía de Jesús. Porque, aunque esperamos que su venturosa alma goza ya, días y años ha, de los eternos bienes de la gloria, conforme a las prendas de los raros ejemplos de virtud que en su vida nos dio; pero cumpliendo con el orden de la santa Iglesia, nuestra madre, y con nuestra obligación, le hacemos el oficio de difuntos. En el cual, habiendo yo, el menor y más indigno de todos sus hijos, de hablar algo de tal difunto; en tal ocasión me parecieron a propósito las palabras propuestas del Sabio, etc., con las cuales exhortaba a todos los hijos de su pueblo que tuviesen en la memoria la de aquel glorioso y santo Rey Josías, que, escogido de Dios para el bien de su gente, hizo tan excelentes y admirables obras en sus días; y así les decía:
«La memoria de Josías ha de ser como una composición y mixtura de varias cosas odoríferas y aromáticas, mezcladas por la mano de un excelente oficial, que nos dé perpetuamente suavísimo olor. Será siempre esta memoria en todas las bocas de los hombres que dél hablaren, como un panal de miel sabrosísimo y dulcísimo para ellas; será como una suavísima y acordada música a los oídos, en mitad de un regalado convite, a las orejas que dél oyeren hablar.»
Cuádranle admirablemente estas palabras a este excelente varón, cuyos huesos tenemos en aquella ataúd. Porque, como le cuadra el nombre de Josías, que en hebreo quiere decir Ignis Domini, (fuego del Señor), así le cuadran los hechos, y lo que del otro Josías se dijo. Fuego del Señor fue este grande siervo suyo; pues fuego pegaba en sus palabras, fuego en sus obras, fuego en su vida. Luego, bien le cuadran las palabras que del otro Josías se dijeron. Y cuádranle singularmente el día de hoy en estas exequias que dél celebramos; y esto es lo que hemos de mostrar en este sermón y a lo que ha de ir todo él enderezado.
Pero para ello tenemos necesidad de la gracia. Acudamos a la Sacratísima Virgen que nos la alcance, de quien este dichoso varón fue muy devoto, y por cuyo medio recibió señaladas mercedes y favores del Señor. Ave Maria, etc.
Introducción
Memoria Josiae, etc.
Maravilloso es aquel estrecho vínculo de unión y amor, aquella trabazón y amistad que Dios puso en todas las criaturas que tienen entre sí alguna similitud, conformidad y dependencia unas de otras; y maravilloso es aquel como afecto natural, que todas tienen de estar juntas, y no se apartar las unas de las otras. Y dejando, para probar esto, las demás criaturas, que no tienen sentido, y también a las que lo tienen, pero son irracionales; singularmente se ve esto en las que usan de razón, si la perversa voluntad no lo estorba. Porque, como la razón ayuda conociendo la similitud, la conformidad y dependencia de unas y otras, ayuda también mucho a conservar esta unión.
De aquí nace aquel afecto natural tan fuerte con que el hijo desea estar con su padre, y el padre con el hijo, y el hermano con el hermano, y el amigo con el amigo, el de una misma patria con los de su patria, el buen siervo con el amo y el leal vasallo con el humano y clemente señor; y, al fin, todos los que tienen mayor conveniencia y subordinación unos con otros. Y llega a tanto la fuerza deste afecto, que cuando ya no podemos vivos, deseamos tener juntos y cerca de nosotros a los que bien queremos, aunque sean muertos, y estar como pegados a sus huesos, y procurar que, aun en la misma muerte se junten en una iglesia, en una capilla y aun en una sepultura. De manera que parece que quiere este amor y este natural afecto correr parejas con la misma muerte y entender así aquello de los Cantares: Fortis est ut mors dilectio, dura sicut infernus aemulatio. «Fuerte es el amor como la muerte, dura como el infierno la emulación», entendiendo por la palabra infernus allí la sepultura. Como quien dice: No basta la muerte ni basta la sepultura a estorbar este amor y afecto natural de los que bien se quisieron en la vida; que aun hasta en la muerte y en la sepultura se quieren juntar huesos con huesos. Qué de veces, y no sin misterio, para mostrar este natural afecto, embebido en los corazones de los hombres, con la naturaleza que su autor les dio, nos repiten las divinas letras en los libros de los Reyes, y del Paralipómenon, aquel deseo con que los Reyes de Judá morían de enterrarse con sus padres, y cómo se les cumplía enterrándolos así: Sepultusque est in civitate David cum patribus: Sepelierunt eum in sepulchro patrum suorum, etc. «Fue enterrado en la ciudad de David con sus padres: Sepultáronle en el sepulcro de sus padres.» Y, por otra parte, nos escribe y pone en los mismos libros el no haber sido uno enterrado con sus padres, el no haberse juntado huesos con huesos, por castigo, y grande, como de Jorán y Joás y del atrevido Ozías se nos dice. A este afecto natural aludía lo que el glorioso San Agustín nos cuenta en sus Confesiones de aquel deseo grande que su madre, la gloriosa Santa Mónica, había tenido de morir en África, por enterrarse en la misma sepultura de su marido; aunque viendo que el Señor la quería llevar en Ostia, puerto romano, donde murió, fue muy contenta con su santa voluntad. Pudiéramos traer mil ejemplos de esto de toda la antig...
Índice
- Créditos
- Presentación
- Al cristiano lector
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- Capítulo XIII
- Capítulo XIV
- Capítulo XV
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- Capítulo XVIII
- Capítulo XIX
- Capítulo XX
- Capítulo XXI
- Capítulo XXII
- Capítulo XXIII
- Capítulo XXIV
- Capítulo XXV
- Capítulo XXVI
- Capítulo XXVII
- Capítulo XXVIII
- Capítulo XXIX
- Capítulo XXX
- Capítulo XXXI
- Capítulo XXXII
- Capítulo XXXIII
- Capítulo XXXIV
- Capítulo XXXV
- Capítulo XXXVI
- Capítulo XXXVII
- Capítulo XXXVIII
- Capítulo XXXIX
- Capítulo XL
- Capítulo XLI
- Capítulo XLII
- Capítulo XLIII
- Capítulo XLIV
- Capítulo XLV
- Capítulo XLVI
- Capítulo XLVII
- Capítulo XLVIII
- Capítulo XLIX
- Capítulo L
- Capítulo LI
- Capítulo LII
- Capítulo LIII
- Capítulo LIV
- Libros a la carta