La española inglesa
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La española inglesa

  1. 48 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La española inglesa

Descripción del libro

La española inglesa takes place London, the Mediterranean, and Seville in a story constructed through conflicts of religious identity, love, and misunderstanding.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN de la versión impresa
9788496428522
ISBN del libro electrónico
9788499532035
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
La española inglesa
Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres a una niña de edad de siete años, poco más o menos, y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Leste, que con gran diligencia hizo buscar a la niña para volvérsela a sus padres, que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que pues se contentaba con las haciendas, y dejaba libres a las personas, no fuesen ellos tan desdichados; que ya que quedaban pobres, no quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la más hermosa criatura que había en toda la ciudad. Mandó el conde echar bando por toda su armada que so pena de la vida, devolviese la niña cualquiera que la tuviese, mas ningunas penas ni temores fueron bastantes a que Clotaldo le obedeciese, que la tenía escondida en su nave, aficionado, aunque cristianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo, alegre sobre modo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina. Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres a amar y temer a Dios, y a estar muy entero en las verdades de la fe católica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble cristiana, y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel, que como si fuera su hija la criaba, regalaba, e industriaba. Y la niña era de tan buen natural, que con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban.
Con el tiempo, y con los regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho; pero no tanto que dejase de acordarse y suspirar por ellos muchas veces; y aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa secretamente españoles que hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya, como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres. Después de haberle enseñado todas las cosas de labor, que puede y debe saber una doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir, más que medianamente. Pero en lo que tuvo extremo fue en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos; y esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo, tan extremada que encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adquiridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía; al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos. Pero como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce años, aquella benevolencia primera, y aquella complacencia y agrado de mirarla, se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla; no porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo. Pues de la incomparable honestidad de Isabela (que así la llamaban ellos) no se podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya y la estimación en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma. Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres, y otras tantas no aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta cristiana como ellos; y estaba claro, según él decía, que no habían de querer dar a una esclava (si este nombre se podía dar a Isabela) lo que ya tenían concertado de dar a una señora; y así perplejo y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal que le puso a punto de perderla. Pero pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir, sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a declarar su intento a Isabela.
Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el extremo posible; así por no tener otro como porque lo merecía su mucha virtud, y su gran valor, y entendimiento. No le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba, ni quería, descubrírsela. En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada, le dijo:
—Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me ves, si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de recibirte por mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales temo que por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa. Si me das la palabra de ser mía, yo te la doy desde luego, como verdadero y católico cristiano, de ser tuyo. Que, puesto que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía será bastante a darme salud, y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el felice punto que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela con los ojos bajos, mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba a su hermosura, y a su mucha discreción su recato. Y así, viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta, le respondió desta suerte:
—Después que quiso el rigor o la clemencia del cielo (que no sé a cuál destos extremos lo atribuya) quitarme a mis padres, señor Ricaredo, y darme a los vuestros, agradecida a las infinitas mercedes que me han hecho, determiné que jamás mi voluntad saliese de la suya; y así, sin ella, tendría no por buena, sino por mala, fortuna la inestimable merced que queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren, y en tanto que esto se dilatare, o no fuere, entretengan vuestros deseos el saber que los míos serán eternos y limpios, en desearos el bien que el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y discretas razones, y allí comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron a revivir las esperanzas de sus padres, que en su enfermedad muertas estaban. Despidiéronse los dos cortésmente; él con lágrimas en los ojos, ella con admiración en el alma de ver tan rendida a su amor la de Ricaredo. El cual, levantado del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso tenerles más tiempo ocultos sus pensamientos. Y así, un día se los manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fue larga, que si no le casaban con Isabela que el negársela y darle la muerte era todo una misma cosa.
Con tales razones, con tales encarecimientos subió al cielo las virtudes de Isabela, Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a su hijo de disponer a su padre a que con gusto viniese en lo que ya ella también venía. Y así fue, que diciendo a su marido las mismas razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad le movió a querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando excusas que impidiesen el casamiento que casi tenía concertado con la doncella de Escocia.
A esta razón tenía Isabela catorce y Ricaredo veinte años; y en esta tan verde y tan florida edad, su mucha discreción y conocida prudencia los hacía ancianos. Cuatro días faltaban, para llegarse aquel en el cual sus padres de Ricaredo querían que su hijo inclinase el cuello al yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber escogido a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de sus virtudes que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer a la reina sabidora de aquel concierto, porque sin su voluntad y consentimiento entre los de ilustre sangre no se efectúa casamiento alguno, pero no dudaron de la licencia; y así, se detuvieron en pedirla. Digo pues, que estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro días hasta el de la boda, una tarde turbó su regocijo un ministro de la reina que dio un recaudo a Clotaldo que su majestad mandaba que otro día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera, la española de Cádiz. Respondióle Clotaldo, que de muy buena gana haría lo que su majestad le mandaba. Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de turbación, de sobresalto y miedo.
—¡Ay —decía la señora Catalina—, si sabe la reina que yo he criado a esta niña a la católica, y de aquí viene a inferir que todos los desta casa somos cristianos! pues si la reina le pregunta, ¿qué es lo que ha aprendido en ocho años que hace que es prisionera?, ¿qué ha de responder la cuitada que no nos condene, por más discreción que tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
—No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo que me ha de dar palabras en aquel instante, por su divina misericordia, que no solo ...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. La española inglesa
  4. Libros a la carta