
- 86 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Mozart ensayando su requiem
Descripción del libro
Considered the author's most important work, Mozart ensayando su requiem dosn't fit in the literary canon of 19th century Cuba. Still, it is one of the great works of Latin American literature.
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Información
Editorial
LinkguaAño
2014ISBN de la versión impresa
9788498167207ISBN del libro electrónico
9788499533520IX
Hay días que no pasan aunque les pasen otros por encima; días que tienen garras de milano con que no siempre arrebatan la presa, pero que la marcan para siempre, y que suelen ser mortales en efecto para los enfermos, para los reyes y para los amantes.
Ros de Olano. El doctor Lañuela
Vamos a referir, pues acaso tú, poeta con quien sigo conversando, tengas curiosidad de saberlo, de qué suerte coronó Gentile su incomprensible obra de iniquidad, ajustándome a algunos datos recogidos no hace mucho en Viena, y a algunos otros que con anterioridad a estos debí a la cordial amistad del anciano Lorenzo Daponte, cuyos últimos años corrieron en América, lo que no consignamos, de paso sea dicho, para indicar que este otro mundo geográfico, le concediese sombras o lejos de las bienaventuranzas que esperan los creyentes en el otro mundo cristiano. Tampoco nos atreveremos a decidir, respecto a Emmanuele Gentile, si su carácter avieso, confirmaba o destruía esta máxima de su paisano Maquiavelo:
—Tan difícil es al hombre el proponerse ser probo a carta cabal, como imposible el decidirse a ser perverso rematado.
No se sabe de cierto por iniciativa de quién —verificándose un concierto de música clásica escogida, por ejecutantes célebres casi todos, cantores e instrumentistas, en la cámara del emperador de Austria, en presencia de dicho emperador —artista, rodeado únicamente de individuos de su familia y un corto número de cortesanos indispensables—, dieron a conocer aquellos príncipes de la música a los príncipes por el rango social, un quinteto de Mozart muy superior (difícil es creerlo), al de La flauta mágica, a cuya obra sorprendente siguió muy luego el aria de Doña Ana interpretada magistralmente por una triomphatrice, cuya gloria empezó en aquel palacio aquella noche.
Quieren algunos que novedad tan grata para todos se debiese al mismo emperador. Y hasta se asegura que mientras este oía embelesado el gran oratorio de La creación, de Haydn, fijó los ojos en un retrato perfectísimo de María Antonieta, que con otros varios de la familia archiducal eran el único decorado de aquella espléndida cámara. Y que no esperó a que terminase el oratorio, para aprovechar una pausa diciendo con emoción mal disimulada:
—Sin duda que después de esa creación bendita nos haréis oír algún fragmento de Redención.
Los músicos se miraron unos a otros sin saber cómo interpretar la indicación del soberano. Notada al punto la perplejidad por él, añadió con su fina e insinuante sonrisa, apellidada por su séquito familiar, decreto irrevocable:
—No creáis ni por un momento, amigos míos, que trato de hacer un epigrama. Con palabras como las que he empleado, títulos escogidos por Dios y sus genios para grandes cosas, nadie osará nunca procurarse pasatiempos. Si me refiriera a vuestros primores de ejecución, diría que nada hay en eso que redimir. Pero no es esto, sino que de ahora en adelante, os lo aseguro, nadie comprenderá que Haydn nos haga bendecir como esta noche su Fiat Lux si no lo hace con objeto de que busquemos y distingamos la grandeza de Mozart. ¿Qué nos ofrecéis característico de este redentor del arte?
El emperador complacidísimo dos horas después, se propuso que la conversación girara únicamente alrededor del nombre de Mozart. Informóse con detenimiento, con interés creciente de la situación de la viuda, de los hijos, de los papeles del gran maestro y de otras mil particularidades relativas especialmente a los últimos días que aquella alma pasó en la tierra. No faltaron cortesanos, por supuesto, que lucieran ditirambos en loor y obsequio de la viuda inconsolable. Estos no la conocían. Pero aún la conocían menos los que hablaron mal.
Estos otros tenían que vencer una dificultad para su equilibrio. Porque el arte de la vida cortesana, es puramente de equilibristas. Así que los primeros no tuvieron necesidad en aquel momento para sostenerse en su cuerda, más que de asimilarse la emoción del soberano. Pero los segundos además de la conveniencia en hacer lo mismo, necesitaban aprovechar una buena ocasión para sus pequeñas venganzas.
—¡Es una mártir! —dijo el maestro al chémbalo de la capilla imperial, para romper el fuego.
—¿De qué? —preguntó aquel barón de los dilettanti presidiarios, a quien un perro agorero vino a sacar de la casa de Mozart moribundo.
—¿O de quién? —preguntó el emperador.
—De su propia vanidad —respondió satisfecho el conde de A..., cuya palabra interior, mientras hacía resonar la otra en los oídos regios, decía:
—Es lo menos con que puedo denigrarla por haber osado decirme, ella en pie, yo de rodillas, que era una necedad dejar de ser la viuda de Mozart, para retoñar condesa de A..., esposa mía.
—Mártir, no sé. Pero yo diría víctima de su soberbia —añadió el duque de... dos K, por lo menos. Y su conversación tácita consigo mismo formulaba entonces la siguiente:
Se conoce que no soy rencoroso, y que bastan ocho meses, catorce días y veinte horas para apaciguar mi dignidad ultrajada, después de aquella noche en que se atrevía a decirme, ella en su balcón y yo abajo disfrazado de Almaviva, que entregar el corazón de la viuda de Mozart al duque de K (dos o tres veces por lo menos), era convertirlo en cántaro para arrojarlo a un salteador de alma de lo mismo.
—Yo no me atrevería a decir tanto —insinuó el príncipe de... (sobra de apóstrofos entre sobra de consonantes para hacer o deshacer un título)—. Debo intervenir, para atenuar los efectos de la maledicencia, asegurando que ha susodicha viuda carece de educación, que desconoció siempre el mérito de Mozart..., y aún creo que sería capaz de desconocer hasta el de un príncipe como...
Este no se pudo contener y soldó a la tontería que se creyó en el deber de contar, la ridícula soberbia que afilaba su quijotismo.
A semejantes insinuaciones sucedieran las de los príncipes subalternos, empezando por la clase de edecanes. Y excusado es advertir que por allí asomaron las diatribas y calumnias con filos toledanos, a acaso de Albacete, bien que la autopsia tuviese lugar en Austria, no en Castilla.
El emperador dejaba hablar sin fruncir el ceño contra aquel Olimpo. Acaso se divertía interiormente. Lo que podemos asegurar es que quien oye lo que dicen ciertos retratas, tiene miradas que penetran a través de ciertas máscaras.
—¿Y vos qué más decís, señor abate? —preguntó el monarca espaciando las palabras como los que suben cansados una cuesta.
—Yo, señor, entiendo que las reticencias, aunque las imponga el respeto en ciertas circunstancias, son como vainas afelpadas de puñal, que dicen lo que es y puede hacer el acero que esconden, sin más que mostrarse ellas mismas heridas y destrozadas por el arma que es su alma. De la ilustre viuda de Mozart se han dicho cosas con la intención de hacerla suponer víctima o mártir de la más sórdida avaricia. Y como es de la misma índole la calumnia que para mí han escogido mis detractores o mis envidiosos, no faltará quien deduzca de todo ello que la viuda de Mozart no es sino discípula a algo así de Emmanuele Gentile...
—Pero tal dislate os honraría demasiado si pudiera hacerse creíble —dijo el emperador interrumpiéndole—. Ya no doy el menor ascenso a lo que se murmulla oscura y solapadamente en derredor de un nombre ilustre. No necesito de nubes para poder mirar un astro de ...
Índice
- Créditos
- Presentación
- I. Eutanasia
- II. El amor, no la vida, en lucha con la muerte
- III. Suspiria de profundis
- IV. La sombra
- V. La luz y la sombra son acordes
- VI. Gloriosas armonías
- VII. Infernal Disonancia
- VIII. Compases de espera entre la muerte y la apoteosis
- IX
- X. Variaciones sobre el mismo tema
- Libros a la carta