Cuentos de amor de locura y de muerte
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Cuentos de amor de locura y de muerte

  1. 170 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Cuentos de amor de locura y de muerte

Descripción del libro

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, 31 de diciembre de 1878-Buenos Aires, 19 de febrero de 1937). Uruguay.Era hijo del vicecónsul argentino en Salto quien descendía del caudillo riojano Facundo Quiroga. Desde pequeño vivió acontecimientos trágicos: a los tres meses de edad, su padre murió de un disparo accidental de su propia escopeta en su presencia.Hacia 1900 Quiroga se fue a París tras recibir la herencia de su padre. Al volver, fundó con sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, elConsistorio del Gay Saber», un laboratorio literario donde ensayaron nuevas formas de expresión.Durante 1917, Quiroga vivió con sus hijos en un sótano de la avenida Canning, alternando su trabajo como diplomático y la escritura de relatos publicados en revistas. La mayoría de estos fueron recogidos en libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (sic, título sin coma), que tuvo gran éxito de público y de crítica. Al año siguiente apareció Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza.A partir de 1932 Quiroga vivió en Misiones con María Elena y su tercera hija. Por entonces le diagnosticaron hipertrofia de próstata. Agravada su dolencia, Quiroga viajó a Buenos Aires y allí descubrieron que tenía un cáncer de próstata avanzado. Horacio Quiroga murió el 19 de febrero de 1937, tras beber un vaso de cianuro.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN de la versión impresa
9788498168785
ISBN del libro electrónico
9788498970319
Edición
1
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques
La meningitis y su sombra
No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:
«Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo
Luis María Funes.»
Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.
Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:
—Veamos, Durán: usted comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?
—Me parece que sí —no pude menos que responderle.
—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré enseguida. ¿Me permite?
—Todo lo que quiera —le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:
—¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes?
¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco.
—¿María Elvira Funes? —repetí—. Ningún grado ni ninguna inclinación.
La conozco apenas. Y ahora...
—No, permítame —me interrumpió—. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedes dos?
—¡Pero está loco! —le dije al fin—. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.
—Es raro, profundamente raro... —murmuró el hombre, mirándome fijamente.
Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese —y lo era—, pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.
—Creo que tengo ahora el derecho...
Pero me interrumpió de nuevo:
—Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma... La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte... ¿Entiende algo? —concluyó mirándome bien a los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante un rato.
—Ni una palabra —le contesté.
—Ni yo tampoco —apoyó encogiéndose de hombros—. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
—Iré —le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.
• • •
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsícosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de este mi propio absurdo en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:
Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos, puesto que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos, en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían concluido. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto:
Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal —cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre—. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir.
Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyecciones sicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su vida entera. Es una obsesión —prosiguió Ayestarain—, una sencilla obsesión a 42°. Tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso... No puede seguir así. ¿Y sabe usted —concluyó— a quién nombra cuando el sopor la aplasta?
—No sé... —le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.
—A usted —me dijo, pidiéndome fuego.
Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.
—¿No entiende todavía? —dijo al fin.
—Ni una palabra... —murmuré aturdido, tan aturdido, como puede est...

Índice

  1. Créditos
  2. Prólogo
  3. Breve biografía de Quiroga
  4. Una estación de amor
  5. Los ojos sombríos
  6. El solitario
  7. La muerte de Isolda
  8. El infierno artificial
  9. La gallina degollada
  10. Los buques suicidantes
  11. El almohadón de pluma
  12. El perro rabioso
  13. A la deriva
  14. La insolación
  15. El alambre de púa
  16. Los mensú
  17. Yaguaí
  18. Los pescadores de vigas
  19. La miel silvestre
  20. Nuestro primer cigarro
  21. La meningitis y su sombra
  22. Decálogo del perfecto cuentista
  23. Libros a la carta