El Mapa del caos (Map of Chaos Spanish edition)
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El Mapa del caos (Map of Chaos Spanish edition)

novela

  1. 320 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El Mapa del caos (Map of Chaos Spanish edition)

novela

Descripción del libro

Cuando la persona que más ama muere en circunstancias trágicas, la misteriosa protagonista de The Map of Chaos hace todo lo que puede para hablarle por última vez. Necesita confesar el secreto que no se atrevió a decirle mientras estaba viva. En el Londres victoriano, cuando el espiritismo estaba en su apogeo, una sesión con el medio más famoso de todos los tiempos parece ofrecer la única solución, pero la experiencia desata fuerzas terribles que llevan al mundo al borde del desastre. La salvación solo se puede encontrar en The Map of Chaos, un misterioso libro que está desesperado por encontrar. En su búsqueda, Arthur Conan Doyle, Lewis Carroll y, por supuesto, H.G. Wells, cuyo Invisible Man parece haber escapado de las páginas de su famosa novela para sembrar el terror entre la humanidad, le otorgan una ayuda inestimable. Solo ellos pueden descubrir los medios para salvar el mundo y encontrar el camino que reunirá a los amantes separados por la muerte. The Map of Chaos es una aventura emocionante en la que el autor, mostrando su talento habitual para la escritura y el humor sutil, mezcla amores imposibles, acción sin parar, verdaderos fantasmas y medios falsos en un cóctel explosivo que cautivará a los lectores de todo el mundo. mundo. O como podría decir el misterioso narrador de esta novela, de todos los mundos posibles.

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Información

Editorial
Atria Books
Año
2015
ISBN de la versión impresa
9781451689211
ISBN del libro electrónico
9781451689228
Categoría
Literatura

TERCERA PARTE

¿Has empezado a escuchar una respiración sobre tu hombro? Quizá alguien esté leyendo este folletín al mismo tiempo que tú.
Pero que eso no te detenga, valiente lector, pues hemos llegado a la parte donde todas tus preguntas encontrarán su respuesta, incluido el misterio de mi identidad.
Quizá tu idea del universo cambie. Quizá tus pesadillas ya no te parezcan tan inofensivas al despertar. Quizá no puedas volver a mirarte en un espejo con la misma tranquilidad.
Pero te aseguro una cosa: por cinco centavos, nadie te ofrecerá más.

23

Al Ejecutor 2087V le hubiera gustado no padecer aquel sentimiento de culpa que lo incendiaba por dentro, o experimentarlo con mayor intensidad, la suficiente para obligarle a atentar contra su propia existencia. Si eso sucediera, si se atreviera a desconectarse, a abandonar la horrenda misión para la que había sido fabricado, podría descansar al fin en una calma eterna, sin culpas. Pero, desafortunadamente, la regulación de sus propios sentimientos no dependía de él, sino de quienes le habían implantado en la parte más inaccesible de su memoria profunda aquel código molecular diseñado ex profeso para conjurar la personalidad del perfecto asesino. Y el Ejecutor debía reconocer que los científicos habían hecho un trabajo excelente, también en los casos como el suyo: cuando algo fallaba, cuando la vida se abría paso entre la frondosidad de los circuitos y los sentimientos se desbordaban sin control, la sublime programación implantada en sus entrañas respondía debidamente, intentando compensar el error de algún modo. Así, contra el sentimiento de culpa que le acometía al matar inocentes, se erigía un sentimiento de culpa todavía mayor ante la idea de dejar de hacerlo, de faltar a su deber. Sí, aquellas mentes maquiavélicas que adoraban el Conocimiento Supremo habían hecho un gran trabajo con ellos, no había duda. Pero era un trabajo tan magistral como inútil.
El Ejecutor sonrió con tristeza, aunque tal vez sería más exacto decir que su boca se curvó sombríamente, como una cuerda de tender sobre la que se hubieran posado demasiados cuervos. Mantén el estado de calma, se dijo, nada importa ya, todo está a punto de terminar, todos vamos a morir… Sintió que había pensado una gran verdad, y sintió consuelo, y también algo de paz, y poco a poco atenuó sus constantes vitales, hasta tal punto que, al pasar como la sombra de una sombra por delante de un gato que dormitaba sobre un alféizar, el animal ni siquiera movió las orejas.
Aquel Ejecutor era bueno en eso. Sabía que cuando los animales los detectaban se ponían histéricos, y la única manera de evitarlo era alcanzar aquel estado lindante con la hibernación en el que sus movimientos se volvían imperceptibles, como el avance de las nubes en el cielo. Aquel era el estado emocional idóneo para el acecho. Después, cuando la cacería comenzara y llegara al fin el momento de la ejecución, habría que dejar paso a otros sentimientos: a la tensión, al anhelo, al odio, al placer, a la melancolía y a la culpa, sobre todo a la culpa… Para entonces, ya no importaría que todos los perros y gatos de los alrededores aullaran enloquecidos, anunciando su monstruosa presencia a la luna; cuando la víctima estuviera frente a él, mirándole a los ojos, sin comprender por qué tenía que morir, ya no tendría escapatoria.
Llegó a la casa y cruzó el pequeño jardín que la rodeaba. Si la oscuridad no fuera tan densa, y si él no se fundiera tan perfectamente con ella, podría describirles sus movimientos, pero solo puedo imaginarlos: una sinfonía de pasos suaves, casi felinos, seguidos del tremolar de una capa. Abrió sin dificultad una de las ventanas de la planta baja e irrumpió en el saloncito de la vivienda, que se hallaba en penumbra. Elevó su bastón y la estrella de ocho flechas que adornaba su empuñadura vibró débilmente, informándole de que en aquel momento la casa estaba vacía. Aun así, decidió inspeccionar sus habitaciones una a una, en parte por desconfianza hacia el lamentable estado de sus detectores, y en parte por la malsana necesidad que siempre le impulsaba a conocer las vidas que se disponía a segar. ¿Quién vivía allí? ¿Qué clase de persona era? ¿Qué tipo de felicidad, de melodramática existencia o de insulsa supervivencia se disponía a desbaratar? No lo sabía. Solo sabía que allí vivía alguien que había saltado alguna vez. Aquella tarde, mientras seguía el rastro de un destructor de grado 2, había creído detectar el aura residual de un latente en el corazón de aquella casa, y había anotado las coordenadas para regresar más tarde. Aunque no descartaba que sus detectores se hubieran vuelto definitivamente locos y acabara por matar no solo a un inocente —al fin y al cabo todos lo eran—, sino además a un inocente sano…
Para los Ejecutores, los latentes no resultaban capturas prioritarias, pues eran antiguos destructores cuya enfermedad, por alguna razón, había entrado en una fase de inactividad, aunque eso no significaba que no pudiera activarse de nuevo cualquier día. Sin embargo, los tiempos en los que las prioridades de la cacería estaban claras habían quedado atrás. Antes, los Ejecutores eran capaces de localizar infinidad de rastros en un solo día, gracias a que poseían detectores calibrados a la perfección, que trazaban con nitidez unas coordenadas fáciles de seguir y de clasificar. Pero ahora… Ahora hacían lo que podían, simplemente.
Sin necesidad de que ninguna luz iluminara sus pasos, el Ejecutor inspeccionó la planta baja hasta comprobar que, en efecto, se hallaba vacía; luego subió al piso superior. Allí entró en la primera habitación que encontró, un coqueto despachito que transpiraba una atmósfera indudablemente femenina. Se inclinó sobre el ramo de rosas que ocupaba una de las esquinas del pequeño escritorio y aspiró profundamente, dejando que su delicado olor le inundara las fosas nasales. Luego acarició con suavidad algunos de los objetos que había en la mesa, mientras pensaba en las veces que su dueña los habría cogido, ya fuera con amor, desidia, o cualquier otra emoción, insuflándoles poco a poco un alma. Él era idéntico a aquellos objetos. ¿Acaso no le transferían sus víctimas, antes de expirar, parte de su humanidad? Sí, mientras ellas agonizaban entre sus manos, él no podía evitar asomarse a sus ojos, y entonces descubría si sus vidas habían sido plenas o cruelmente insatisfactorias; si dejaban tras de sí un rosario de rencores y malentendidos, o si habían conocido el verdadero amor; si se iban de este mundo con rabia, miedo o una triste resignación. Y en ese instante de comunicación absoluta, como un objeto que se empapa del alma de su dueño, el Ejecutor era invadido por el éxtasis del Conocimiento Supremo, aunque también por la fuerza devastadora de la culpa.
La mano del Ejecutor tropezó con lo que parecían tres manuscritos. Los dos primeros se titulaban respectivamente El mapa del tiempo y El mapa del cielo, pero fue el tercero el que llamó su atención. Se titulaba El mapa del caos, y su autor había dibujado en la cubierta, con cuidadosos trazos de tinta, una estrella de ocho puntas. El ejecutor apoyó el bastón en la mesa, tomó entre sus manos aquel manuscrito y, allí de pie, en plena oscuridad, leyó con creciente avidez lo que parecía una novela cuya historia pronto comenzó a resultarle extrañamente familiar. Leyó de corrido hasta la página en la que se narraba cómo el matrimonio Wells, junto a su perro Newton, saltaba por un agujero de gusano —abierto en el laboratorio de su malogrado amigo, el profesor Charles Dodgson— hacia un destino incierto, dejando tras de sí al malvado Gilliam Murray y sus secuaces. Al llegar a ese punto, el Ejecutor hizo un alto en la lectura. Levantó la vista y, con las cuartillas todavía en sus manos, miró a lo lejos. Se mantenía tan inmóvil que la oscuridad se fue posando sobre él como un millar de mariposas negras, hasta que casi desapareció. Entonces arrastró la silla del escritorio, se sentó en ella, tomó el resto del manuscrito y dejó escapar una exhalación que tal vez fuera un suspiro. Al fin y al cabo, en algo tenía que ocupar su tiempo hasta que su víctima llegara.
Y ahora permítanme que les cuente lo que el Ejecutor leyó en aquellas páginas, como si todos ustedes estuvieran en aquella habitación oscura leyendo por encima de su hombro, o mejor, a través de aquellos ojos que creían haber visto cosas que ninguna de sus víctimas podría imaginar jamás; y sin embargo…
• • •
Una luz cegadora pareció envolver a la pareja al atravesar el agujero, como si un rayo circular girase vertiginosamente a su alrededor, mientras los golpeaba un pedrisco de sensaciones contradictorias: sintieron cómo se despeñaban en un vacío abismal, y cómo flotaban en una ingravidez absoluta, y cómo los aplastaba una presión monstruosa, laminándolos hasta que creyeron alcanzar el ridículo grosor de un cabello…
Todo cesó de repente, como si el río del tiempo se hubiera congelado. Wells abrió los ojos, que había cerrado por instinto al entrar en el túnel, y se encontró cayendo a través de una especie de pozo, aunque no experimentaba ninguna sensación de caída; quizá se debiera a que las paredes subían, o tal vez bajaban, y por tanto él caía hacia arriba. En cualquier caso, se movía —él respecto al pozo o el pozo respecto a él, eso daba igual—, como demostraba el hecho de que diversos objetos pasaran frente a sus narices. Wells vio algunas estanterías llenas de libros —incluso tuvo tiempo de coger uno, hojearlo y dejarlo más tarde en uno de los estantes siguientes—, su sillón preferido, algunas lámparas y relojes, el sarcófago de una momia, una baraja de cartas, la corona de la mismísima reina Victoria… Sin embargo, a través de aquel cardumen de cachivaches, no vio a Jane, lo cual habría podido inquietarle de no haber tenido tanto sueño: los ojos se le cerraban sin remedio y no podía parar de bostezar. Pensó que tal vez llevaba siglos o milenios cayendo por aquel pozo, aunque si así era, nada importaba entonces, y bien podía dormir un poco mientras seguía despeñándose. Pero de pronto, apenas había empezado a roncar, ¡cataplum!, chocó contra algo duro y frío. Y comprendió que aquella absurda e inacabable caída había concluido.
Wells permaneció con los ojos cerrados, vagamente consciente de hallarse tendido sobre un suelo sólido. Luchando contra las ganas de seguir durmiendo, intentó abrir los ojos, aunque temía descubrir algún horror sin nombre, o con nombre, o peor aún, no ver nada; tal vez la luz intensa le había dejado ciego, tal vez todo lo que había sucedido a continuación no había sido más que un absurdo sueño hilado en la inconsciencia.
Un par de enérgicos lametazos dieron al traste con sus temores, obligándole a abrir los ojos de golpe. El horror que descubrió no fue otro que el hocico húmedo y brillante de Newton, pendiendo sobre él. Cuando consiguió apartarlo de un débil manotazo, descubrió a Jane tirada a su lado, en un suelo de mármol cuyas baldosas negras y blancas imitaban un damero. Wells se incorporó como pudo, presa de un desagradable mareo, y sacudió el hombro de su mujer, quien, tras parpadear varias veces, lo miró algo desorientada; después paseó una mirada estremecida a su alrededor.
—Bertie… ¿Dónde estamos?
Wells no respondió. Observaba fijamente la baldosa situada bajo su mano derecha, y su expresión era tan extraña que a Jane la asustó más que todo lo ocurrido hasta entonces.
—¿Qué sucede, querido?
—Yo… —titubeó Wells—, no sé si la baldosa que está bajo mi mano… es negra o blanca.
Jane le observó en silencio durante unos segundos, sin comprender a qué se refería, y luego siguió la mirada alucinada de su marido hasta la baldosa que se hallaba bajo su palma.
—Es negra —le aseguró, pero al segundo siguiente parpadeó confusa—. No, espera… —Observó la baldosa con el ceño fruncido—. ¡Es blanca! No, no, es negra, pero… qué extraño, no puedo dejar de verla también blanca…
Bajo la atenta mirada de Jane, Wells levantó la mano y la volvió a bajar, colocándola con suma delicadeza sobre la misma baldosa.
—He puesto mi mano derecha sobre la baldosa negra. Lo he hecho así y no de otra manera. ¿No es cierto, Jane? —le preguntó lleno de ansiedad.
—Creo que sí —respondió ella con desazón—, aunque… Oh, Bertie, ¡por las barbas de Kepler!, no lo sé. Tal vez no. Después de todo, también habrías podido poner tu mano sobre la baldosa blanca. ¿Por qué has elegido la negra? Y… espera, ¿seguro que esa es tu mano derecha? También podrías estar apoyado en tu mano izquierda.
Wells la miró estupefacto, y elevó su mano izquierda hasta la altura de sus ojos, observándola como si la viera por primera vez.
—Esta es mi mano izquierda, y me estoy apoyando en el suelo con la mano derecha… Aunque, efectivamente, también podría ser al revés…
—O también podrías estar de pie…
—O inconsciente…
Una dulce voz interrumpió tan interesante debate:
—¿Quiénes sois vosotros?
Wells y Jane dejaron de estudiar la baldosa cuyo color no lograban determinar y alzaron sus respectivas cabezas, para descubrir a una adorable niñita a pocos metros de donde se hallaban arrodillados. Tendría unos seis años, vestía una túnica harapienta y estaba descalza. Enseguida les llamó la atención su espontánea belleza: su rostro, en forma de corazón, estaba enmarcado por una melenita castaña, cuyo flequillo se cernía sobre unos ojos ávidos e inquisitivos, y sus labios, fruncidos en un mohín de fastidio, prometían el regalo de una hermosa sonrisa a quien realmente se la mereciera. Newton corrió hacia ella moviendo la cola y se tumbó a sus pies ofreciéndole la panza, que la niña le acarició con su pie descalzo.
—¿Sois duendes? —quiso saber.
Mientras esperaba alguna respuesta, le dio un trago al vaso de limonada que sostenía entre sus manitas. Wells se incorporó, ayudando a Jane, e intentó no pensar en que la niña podría estar bebiendo leche, en vez de limonada, o desenrollando un yoyó o haciendo malabares con manzanas mientras aguardaba su respuesta.
—Eh… ¿por qué deberíamos ser duendes? —acertó a preguntarle.
—No tenéis ningún deber de ser duendes. Tan solo lo he sospechado por la forma en que habéis aparecido, aunque espero que mi pregunta no os haya ofendido. —Era evidente que la niña había recibido una educación esmerada, a pesar de ir vestida como una vagabunda—. Porque habéis aparecido de repente —explicó aleccionadora, en un tono teñido de ligera impaciencia, como una diminuta profesora dirigiéndose a dos alumnos ineptos—. De pronto se ha abierto un agujero en el aire y una luz muy, muuuy fuerte, tan fuerte que he tenido que cerrar los ojos, salió de él, y cuando volví a abrirlos ahí estabais vosotros, en el suelo, mirando una baldosa como si nunca hubieseis visto una. Sois unos duendes muy graciosos —sentenció con seriedad.
Wells y Jane intercambiaron una mirada. Así que aquel era el lugar al que les había conducido el agujero de Dodgson… Pero ¿dónde estaban? ¿Habían llegado a otro universo? Miraron a su alrededor con mayor atención y comprobaron que se encontraban en una habitación que les resultaba familiar, pese a su aspecto deteriorado y antiguo. El empapelado de girasoles, las cajas de música, los dibujos infantiles… De inmediato sospecharon dónde se hallaban. Sin embargo, a aquel cuadro le faltaban algunas pinceladas para que pudieran reconocerlo del todo. Por mucho que miraron, no vieron ninguna pantalla comunicadora, ni ningún calentador de alimentos, ni ningún otro cachivache tecnológico. Era como si hubiesen purgado aquella habitación de todo lo que el hombre había inventado a lo largo de los siglos, ratones tragapolvo incluidos. No habían verbalizado aún aquellos pensamientos, cuando una voz les llegó desde algún punto a sus espaldas:
—¡Alicia, ven! ¡Rápido! Ya está todo preparado para la fotografía… ¿Por qué tardas tanto?
Wells y Jane se volvieron, al mismo tiempo que un joven entraba en la habitación acunando en sus manos una especie de cilindro oscuro, cuyo extremo frotaba cuidadosamente con un paño. Al ver a los dos desconocidos, y al perro que le ladraba en pleno ataque de histeria, el hombre echó raíces junto a la puerta. Alicia dejó el vaso de limonada sobre una mesa y corrió hacia él, pasando como una exhalación entre los intrusos.
—¡Charles, Charles, son dos duendes que han llegado de repente a través de un agujero en el aire! —le anunció entusiasmada.
Con gesto posesivo, la niña se abrazó a una de las piernas del joven, quien inmediatamente posó una mano protectora sobre uno de sus hombros, mientras examinaba con inquietud a la supuesta pareja de duendes que se había materializado en sus dependencias, como si se preguntara si el saludo humano sería también interpretado por la raza feérica como gesto de bienvenida. Por su parte, el presunto matrimonio duende contemplaba al recién llegado con los ojos desencajados, resistiéndose a aceptar que fuera quien parecía ser…
¿Y cuál era el aspecto del joven?, se preguntarán. Bien, se trataba de un hombre de unos veinticinco años, alto y delgado como un insecto palo, que poseía uno de esos rostros cuyas facciones parecen divertirse contradiciéndose entre sí: si la frente abombada y la barbilla huidiza le otorgaban cierto aspecto bovino, ahí estaban para desmentirlo los ojos, rebosantes de inteligencia, y las aristocráticas proporciones del cráneo; y si sus cejas, dos caballitos de mar recostados sobre unos párpados soñolientos, le conferían el aspecto de un ser carcomido por la melancolía, ahí estaba el rictus socarrón de sus labios para proclamar tanto su agudo sentido del humor como su espíritu soñador. En cuanto a su vestimenta, llevaba una elegante chaqueta de terciopelo, unos pantalones demasiado estrechos, un sombrero con el ala doblada y un deslumbrante lazo blanco ciñén...

Índice

  1. Página de tapa
  2. Dedicación
  3. Epigrafe
  4. Primera Parte
  5. Segunda Parte
  6. Tercera Parte
  7. Agradecimientos
  8. Guía del lector
  9. Derechos de autor