Breve historia de la narrativa colombiana
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Breve historia de la narrativa colombiana

Siglos XVI-XX

Sebastián, Pineda Buitrago

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Breve historia de la narrativa colombiana

Siglos XVI-XX

Sebastián, Pineda Buitrago

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Este libro, escrito sin jergas ni excesivos tecnicismos, satisface las exigencias del especialista y familiariza al público general con los principales autores, obras, polémicas y movimientos literarios de la narrativa colombiana desde la Conquista hasta el presente. Trasciende lo que pudiera haber de nacionalista en su objeto de estudio al apoyarse en las modernas metodologías teóricas de la historiografía narrativa latinoamericana y situar lo colombiano como parte de una tradición mucho más amplia.

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CUARTA PARTE
ENTREGUERRAS O ENTRE LAS VANGUARDIAS: 1914-1945
RAZONES DE UNA AUSENCIA APARENTE
¿Por qué la literatura colombiana figura poco en las historias y antologías de las vanguardias latinoamericanas?1 La pregunta arroja varias respuestas. A comienzos del siglo XX, deprimida por la Guerra de Los Mil Días y la pérdida de Panamá, Colombia parecía estéril al cubismo, futurismo, surrealismo, creacionismo, ultraísmo y otros ismos que aparecieron en Europa y en varios países de Latinoamérica aproximadamente a partir de la Primera Guerra Mundial, en 1914. Además del difícil acceso a Bogotá, ubicada a más de mil kilómetros del mar, que impidió que la capital colombiana se convirtiera en un gran centro cosmopolita, Colombia vivía envuelta en un manto de tradicionalismo o respeto por las “formas”, a juzgar por su gobierno ultramontano y clerical. Y a pesar de que varios escritores colombianos de la década de 1920 no simpatizaron con ese gobierno y comenzaron también a deslindarse del primer modernismo, como los poetas Luis Carlos López, León de Greiff, Luis Vidales, o los prosistas Luis Tejada, José Félix Fuenmayor, José Eustasio Rivera, entre otros, en realidad no abrazaron del todo el sentido de la vanguardia (que viene del lenguaje militar francés, avant-garde, al frente de la batalla) ni su afán por romper con todo lo anterior.2 El vanguardismo, el afán de romper con todo lo anterior, era una sensación que se sentía desde el último tercio del siglo XIX, y que se acentuó, según el historiador británico Arnold Toynbee, con los descubrimientos que Albert Einstein reveló en torno a la relatividad del tiempo y el espacio, pues tal relatividad también se aplicó a la lógica y a la moral establecidas.3 En obras individuales de la narrativa colombiana, que muchas veces han pasado inadvertidas, puede notarse también esta transgresión con lo establecido. Solo que la mayoría de los historiadores de las vanguardias hispanoamericanas prescinden de escritores colombianos porque no pertenecieron a ningún “ismo” ni propusieron ningún manifiesto. Tampoco fundaron grandes revistas. Si en 1915 salió Panida en Medellín, no duró sino un año y se limitó a difundir textos a la vieja usanza modernista; entre 1917 y 1921 salió Voces en Barranquilla, gracias a la iniciativa del librero catalán Ramón Vinyes, y a pesar de que en Voces se publicaron traducciones de Chesterton, Gide y Apollinaire, además de textos panorámicos sobre el surrealismo, el dadaísmo y el cubismo, ninguno de los colaboradores nacionales de la revista, ni León de Greiff ni Fuenmayor, publicaron nada que los pudiera asociar con aquellos “ismos”. La revista que apareció en Bogotá tiempo después, Los Nuevos, descuidó el perfil literario por el político.
La democracia colombiana había estado al borde de la tiranía durante el quinquenio del general Rafael Reyes que, si salió elegido en 1904 por elecciones democráticas, cayó en las tentaciones del absolutismo tan pronto adquirió poder: convocó a la reforma de la Constitución de 1886, no por una más liberal sino por una aún más autoritaria, que llegó a suprimir el Consejo de Estado, perseguir la libertad de prensa y concentrar en el ejecutivo gran parte del poder. Cuando cayó su regimen, liberales y conservadores acordaron la vaga Unión Republicana, bajo la presidencia de Carlos E. Restrepo (1910-1914), y, sobre todo, el fortalecimiento del periodismo. En 1913 Fidel Cano volvió a publicar El Espectador en Medellín, fundado en 1887, y en 1915 lo imprimió simultáneamente en Bogotá. Dos años antes, Eduardo Santos había consolidado El Tiempo, fundado por Alfonso Villegas Restrepo en 1911. Ambos periódicos se volvieron de difusión nacional y se inclinaron por el partido liberal, valorando una democracia representativa en oposición a las dictaduras, pero también en oposición a una democracia participativa.4 La mayoría de sus periodistas de opinión no advirtieron ni reportaron las nuevas escuelas y tendencias que en el arte y la literatura se estaban dando. Los hermanos Nieto Caballero, Luis Eduardo (Bogotá, 1888-1957) y Agustín (Bogotá, 1889-1975), el uno subdirector de El Espectador y el otro fundador del Gimnasio Moderno (el colegio destinado a la burguesía elitista de la capital), evadieron las vanguardias y siguieron tomando del modernismo lo que este tenía de aristócrata y elegante, sin preocuparse por acercarse a las grandes mayorías. Dijeron agruparse en la generación del Centenario, llamada así porque sus integrantes habían llegado a la mayoría de edad (18 o 21 años) al comenzar el siglo XX. Pero ninguno de ellos, según el ensayista Armando Solano (Paipa, Boyacá, 1887-1953), que por edad también pertenecía a tal “generación”, sentó una crítica contra el gobierno anterior ni propuso novedades:
La generación del Centenario es impersonal. Sus afanes, sus combates, sus conquistas, no hallan cifra en el nombre de un héroe o de un pensador. Ha producido escritores, sociólogos, poetas, diplomáticos, y algunos de ellos han tenido que prestar función de jefes o de abanderados. Yo diría que la generación del Centenario ha sido mediocre […] fue democrática, que vale lo mismo que confusa y desordenada, impropia para el brillo solitario de las eminencias, que no han podido sustraerse a la inquietud colectiva.5
La verdad es que en cuestiones políticas muy poco pudieron hacer los del Centenario. Vivieron los tiempos de la hegemonía conservadora en el poder, y los “intelectuales” de ese corte, liderados por Laureano Gómez (Bogotá, 1889-1965), reafirmaban con fuerza el celo católico de la Regeneración. No les interesaba la educación pública universitaria si esta pretendía ser laica y autónoma; tampoco la especulación filosófica o científica sino, como ha observado Rubén Sierra Vélez, “el neotomismo, que como reacción al utilitarismo y al positivismo impuso Rafael María Carrasquilla desde su cátedra del Colegio del Rosario, que durante toda la república conservadora apareció como la filosofía oficial”.6 A menudo urdieron la imagen de un país fanáticamente católico en las editoriales de los diarios La Unidad (fundado en 1909) y El Nuevo Siglo (fundado en 1936), ambos dirigidos por el propio Gómez. No nos escandalicemos: algo tres veces peor tejían los fascistas en Europa. En cualquier caso, por momentos el ambiente oficialista de Bogotá, entre conservadores y liberales, cobraba la más necia vanidad intelectual.
Las elecciones presidenciales de 1918 despertaron con nuevos ímpetus la discusion entre tradicionalismo y modernidad.7 O se elegía al gramático Marco Fidel Suárez (1856-1927) o al poeta modernista Guillermo Valencia (1873-1943), ambos del partido conservador, pero uno más tradicionalista que el otro. Ganó Marco Fidel Suárez, el alumno de Miguel Antonio Caro, quien nunca simpatizó con el modernismo ni, en general, con la novela y la literatura de creación. Su gobierno implicó un retroceso desde el punto de vista cultural. ¿Qué hubiera pasado de ganar el poeta Valencia? Aunque se le acusó de retrógrado, Valencia había dejado imágenes muy modernas en su poemario Ritos (1ª edición, Bogotá, 1899; 2ª edición, Londres, 1914), que seguía inspirando a la juventud de entonces: Porfirio Barba Jacob admiraba su adjetivación y José Eustasio Rivera había aprendido de él a fijar imágenes precisas. En cambio, Marco Fidel Suarez nunca había salido de Colombia ni tuvo el interés de conocer otras lenguas modernas ni de traducir autores europeos, como sí lo hacía Valencia en asocio con Baldomero Sanín Cano. Miembro de la Academia de la Lengua, Suárez no tenía discípulos ni influencia en la literatura nacional. Nunca había escrito un poema o un cuento. Y la gramática a secas, ciertamente, distaba mucho de ser una obra de creación o una profesión humanística. Así se lo expuso un joven cronista, de nombre Luis Tejada (Barbosa, Antioquia, 1898-Bogotá, 1924), en un artículo que tituló “Suárez, o el falso elitista” (1922). Le dijo al presidente que lo verdaderamente clásico es lo más opuesto a toda imitación servil, y que el clásico, en todas las épocas de la humanidad, ha sido más bien el creador.8
LUIS TEJADA: ADEMANES VANGUARDISTAS DESDE EL PERIODISMO
Acaso lo más vanguardista —en el sentido literal de la palabra— haya sido una serie de manifiestos que con el título de “Los Arkilókidas” publicó él, Tejada, en el diario La república, contra los “ilustres desconocidos” de la Academia Colombiana de la Lengua, pero que solamente salió por unos cuantos meses en 1922. Los Arkilókidas, según Gilberto Loiza Cano, fueron una transitoria unidad generacional que se dispuso atacar —insultar— a la generación del Centenario.
Los Arkilókidas desearon destruir el pasado a base de insultos y señalamientos, porque no creían posible [en palabras de Luis Tejada] “tratar a nuestra barbarie literaria con vocablos cariciosos”. Hablaron en contra del filisteísmo, desdeñaron el ajeno sentir, la opinión pública y las normas estéticas. […] Sin embargo, a pesar de haber alcanzado a enunciar el rechazo ético y estético del mundo de sus padres y maestros, la pausa silenciosa que debió sufrir su festín crítico y la efímera permanencia del grupo, terminaron por desnudar las debilidades de nuestra vanguardia para expresarse como generación radicalmente opuesta en valores y conceptos a la que le precedía.9
Luis Tejada, cuya rebeldía parecía comulgar bastante bien con el espíritu de las vanguardias, escribió entre 1918 y 1924 pequeñas crónicas en periódicos y revistas de varias ciudades colombianas, como El Espectador tanto de Medellín como de Bogotá, El Universal de Barranquilla, Renacimiento de Manizales y Bien Social de Pereira. Aunque sus textos no son cuentos ni relatos de ficción, están escritos en un estilo que recuerda mucho la prosa modernista que desde el periodismo también habían cultivado “El Indio Uribe” y Clímaco Soto Borda. Las crónicas de Tejada nada tienen que ver con la sequedad de un informe noticioso. Tienen todo el jugo de un cronista-poeta que, frente a distintas realidades de su tiempo, antepone la subjetividad de sus intuiciones, confiesa sus impresiones y toma partido ante lo que ve o registra. En estas crónicas se nota, según Loaiza Cano, “la transición del país hacia la modernización tecnológica; la llegada del automóvil y del avión […] del cinematógrafo”.10 También una exploración a fondo de Bogotá, desde los más bajos fondos hasta los salones del Congreso para saber lo que pensaba el estudiante y el político, el obrero y el vagabundo. Tejada se quitó el velo de tantas formalidades y vio a Bogotá, no con espejismos hidalgos, sino con todos los vicios de la ciudad latinoamericana. Comenzó a escribir, además, justamente cuando los diarios informaban al público colombiano acerca de la revolución rusa. Y en contacto con un propagandista soviético, Silvestre Savinsky, Tejada se enteró del surrealismo. Todo eso, sumado a una lectura no confesa de las piruetas verbales de Ramón Gómez de la Serna, legitimaron el carácter de sus crónicas. En 1924, poco antes de morir, reunió sus mejores escritos en Libro de crónicas, donde leemos piezas narrativas casi perfectas, con títulos de lo más extraños: “La influencia de los sombreros”, “La psicología del bastón”, “Biografía de la corbata”, “Ética del pantalón”, “Los cajeros”, “En el tren”, “La mal vestida”, “Los que lloran en el teatro”, etc. Crónicas de dos páginas y un poco más de dos mil palabras, suficientes para trazar una suerte de cubismo o de narrativa abstracta. Domar algún objeto (por ejemplo, una corbata) para observarla desde todos sus ángulos, saturarla de luz y descubrir que toda ella está moviéndose y arrojando asociaciones paradójicas con lo más obvio y cotidiano:
Mi corbata es una vieja tira de seda, que ha ido alargándose y puliéndose, haciéndose sutil y dúctil con el tiempo y con el uso; y el contacto continuo, la existencia perenne junto ...

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