La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias
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La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias

Vol. 1. Historia universitaria: la universidad en Europa desde sus orígenes hasta la Revolución Francesa

Alfonso Borrero Cabal

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Vol. 1. Historia universitaria: la universidad en Europa desde sus orígenes hasta la Revolución Francesa

Alfonso Borrero Cabal

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Información del libro

La Pontificia Universidad Javeriana se complace en ofrecer al mundo universitario la presente obra, que recoge la mayoría de los escritos del P. Alfonso Borrero Cabal, S.J., sobre la historia, la naturaleza, las características, funciones, realidades y proyecciones futuras de la universidad. Se trata de una colección de trabajos gestada a lo largo de muchos años, fruto de su intensa experiencia universitaria, de una paciente investigación personal, y de una continua interacción con sus colaboradores, colegas y amigos universitarios. La obra, tal como se presenta en la presente edición, consta de siete tomos organizados de la siguiente manera: los cuatro primeros recogen las conferencias relativas a la Historia de la universidad; el tomo V agrupa las conferencias sobre los Enfoques o la filosofía universitaria; el tomo VI se refiere a la Organización de la universidad y el tomo VII a la Administración universitaria. Confiamos en que los lectores sabrán descubrir y gustar la pureza del pensamiento del autor, considerado como uno de los mejores conocedores contemporáneos de la universidad.

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Información

Año
2008
ISBN
9789587168044
Categoría
Éducation

Capítulo 1

IDEA DE LA UNIVERSIDAD
EN SUS ORÍGENES

INTRODUCCIÓN

Con el emperador Trajano (98-117 d.C.) el dominio de Roma sobre el mundo antiguo alcanzó su máxima expansión geográfica. Siglos después, los umbrales del dilatado Imperio empezarán a ser horadados por lentas infiltraciones, migraciones y por bandas de francos, germanos, suevos, vándalos, alanos, entre otros.
Eran los bárbaros, o extranjeros en el culto decir de Cicerón, por no ser ni griegos ni romanos y, en la lengua del vulgo, los ignorantes e incultos, los rudos, toscos y salvajes que todo lo destruyen y daban al traste con las instituciones sociales, políticas y económicas del Imperio, instauradas por Diocleciano en los siglos III y IV d.C.
Sucumbieron las fuerzas productivas de individuos y gremios de campesinos, artesanos y comerciantes, antes adscritas al aparato fiscalizador y distribuidor del Estado. Degradada, sucumbió la autoridad central de los emperadores. Se derrumbó el arreglo de contribuciones e impuestos, y vio su fin el sistema monetario. En vías y caminos abundaron las migraciones, víctimas de robos y vandalajes. Los más ricos se aventuraban hacia distantes dominios imperiales: Cartago y las ciudades de Egipto y el Mediterráneo oriental; los pobres, por donde pudieron y la suerte los condujo.
La urbe y señora del universo conocido en Occidente inició su paulatina disolución. El rey ostrogodo Teodorico (454?-526) y sus sucesores, convencidos del valor de las instituciones seculares, intentaron impedir su derrumbe. Pero se hundió el sistema de producción establecido por los romanos, y aunque todo pareció revivir en el corto período de la reconquista de Italia por Justiniano I en el siglo VI, los lombardos reinstauraron el desorden.
Hambre y penuria cundían por todas partes. Sobrevivió el repertorio de técnicas y utensilios de labranza originado en el Bajo Imperio, pero escaseaba la mano de obra. El pauperismo general, el desconcierto, la incertidumbre y la actitud mental de quienes presentían el ocaso de Roma y el triunfo de los ocupantes, fueron quizá la causa del declive demográfico. En la época merovingia, siglos V a VIII, la población en la Europa occidental apenas si alcanzaba a más de cinco o seis habitantes por kilómetro cuadrado. En Alemania, a dos o tres habitantes en superficie equivalente.
Durante las centurias de la disolución, los campesinos buscaron refugio en los poblados del Bajo Imperio, y los habitantes de París, viéndose amenazados por Atila (451), se acogieron a las ciudades guarnecidas de murallas protectoras. Las autoridades eclesiásticas episcopales, en sustitución del poder civil que sucumbía, intentaron contacto con los jefes invasores.1
Se nos antoja que tras casi cuatro siglos de invasiones (siglos IV a VI), el acervo cultural greco-romano y helenístico atesorado por el Imperio, caería asolado bajo la ignorancia armada de las hordas intrusas. No fue así: de acuerdo con Stephen d’Irsay, la mayor parte de los haberes científicos se salvó para la humanidad.2
No todo se vino de bruces con la catástrofe imperial. Subsistió la cultura: la humanitas y la civilitas romanas. Enriquecida con influjos foráneos, fue pan del invasor y se prolongó en la historia por efecto de benéficas coyunturas y razones. De éstas, tres nos interesan:
El orden social e institucional del Imperio, capaz de asimilar lo extraño e integrarlo al continente o repositorio de la ciencia antigua: las escuelas y los procedimientos conductores de la educación en lo superior y para lo superior.3
Otra fuerza salvadora provino de la cultura intelectual y científica. Hilos vigorosos alargaron hasta la Edad Media el tesoro civilizador de la Antigüedad remota, recogido y engrandecido por la mente griega, romana y helénica. Aludo a las artes liberales,4 cuyo contenido sabio obtuvo máxima elaboración en los renacimientos carolingio y del siglo XII o de la edad benedictina,5 antes de llegar a ser la sustancia académica de las universidades medievales.
En otro lugar reposa el estudio de los dos renacimientos apuntados, y se avista el clima político, espiritual, cultural y científico del florecimiento de la autonomía del espíritu. Ignorada esta circunstancia, nuestra mente carecería del recurso para explicarnos el nacimiento de las universidades, a poco de iniciado el segundo milenio de la era cristiana.
Las condensaciones universitarias de los siglos XII y XIII constituyen la tercera gran circunstancia histórica que retuvo enhiesta la cultura, cuando muchas de las grandes conquistas del Imperio Romano agudizaban el deterioro de su ruina. La “vieja Europa”, conformada por territorios del norte de Italia, Francia, parte de España, Inglaterra y territorios al occidente del Rin, fue la “heredera directa de la Roma Antigua” y trasportará estos influjos a la “joven Europa”, la oriental y la nórdica.6

EL PORQUÉ ESTUDIAR LA UNIVERSIDAD MEDIEVAL...

... nos acobarda. Pero mirándola y admirándola, aunque lejana, entenderemos mejor nuestro presente universitario. En la historia de las instituciones superiores de la educación aparecidas en la Edad Media, subyacen las razones seminales –para decirlo con lenguaje agustiniano– de cuanto las universidades siguieron siendo y son. Y de su deber ser en el futuro, así se piense que al comparar el presente y el pasado incidiríamos en un ciego anacronismo.7
Si así fuera, abultado sería el yerro. Pero no se trata de identificar, sino de lecciones de la historia, siempre maestra buena. La universidad no es un acontecer cumplido y ya pretérito. Es hechura histórica; y no obstante pérdidas y desgastes, acomodos y enriquecimientos en los trechos del camino, la universidad aún demuestra trazas de los rasgos primigenios. El concepto de universidad no es una idea absoluta de especulativa construcción, ni factor eterno e inmutable de la vida social. Es un devenir sólo explicable con ayuda de la historia. “A un cuerpo vivo (como la universidad) sólo se lo conoce por su historia”, afirma con acierto Régine Pernoud.
Como instituciones de la sociedad, las universidades se ajustan a las leyes de sus congéneres. Nacen cuando así lo exige el desarrollo de la vida en sus diversos órdenes; y las tantas veces secular historia de la institución del saber nos la demuestra gestora, protagonista y participante en las peripecias políticas, sociales y económicas, científicas y culturales de la humanidad viajera hacia sus destinos sobre las ondulantes alturas de los tiempos.8
El legado medieval, lo afirma Walter Ullman, adquiere especial importancia por su impacto sobre las ideas políticas y su perfecto desarrollo en el período moderno. Pero reflexiones similares son valederas en todo el universo de las ideas y las instituciones. La universidad, idea institucionalizada en el Medioevo, inmersa en lo político evolucionó hasta nosotros; y su realidad actual no podría entenderse con hondura sin el conocimiento de sus orígenes.9
Para muchos en nuestros días, la Edad Media tiene la apariencia exclusiva de una edad de fe. Juicio debido al hondo influjo educativo de la Iglesia y a la tendencia de los documentos literarios cargados de sentido trascendente, ricos en historias y leyendas de las Cruzadas, en relatos de peregrinaciones a santuarios famosos, y prolijos en consejas de todo orden sobre hechos taumatúrgicos, en una época tan caracterizada por su propio sentido de la espiritualidad, y por el florecimiento de las más variadas formas de vida monacal, aun para los laicos y no sólo los clérigos. La Edad Media fue la cuna de las primeras órdenes religiosas. En los siglos XII y XIII, afirman Romano y Tenenti, “la sociedad aceptaba que las funciones culturales fuesen desempeñadas por eclesiásticos en ejercicio de su monopolio espiritual”, situación cambiada a partir del siglo XVI por la “disociación cada vez más liberada entre la realidad laica y la religiosa”.10
Pero atender sólo al flanco religioso medieval deforma la visión de los hechos, aunque se la finque en elementos objetivos, pero también subjetivos. Los primeros, lo hemos apuntado, se interpretan de manera extremada y sin tomar en cuenta que los clérigos, autores de la mayor parte de los pergaminos y pellejos góticos, tenían otra misión diferente al registro, con péñola suave, de las creencias de su mundo. Clérigos y laicos medievales cultivaron por igual intereses religiosos, científicos y racionales.
Según lo afirma Alexander Murray, “Existen pocas pruebas convincentes del credo religioso en la gran masa del pueblo”. Mas no se silencia el prejuicio de quienes se acogen a la nostalgia de tiempos idos para criticar la impiedad de hoy y la postura contraria de ir en busca de señuelos para atrapar dudas y odios contra las épocas tildadas de oscuras, porque fueron religiosas. Estas actitudes son comprensibles, mas no justificables por la ciega y compartida deformación de las realidades históricas. Aceptado el dictamen de la fe, lo veremos, los hombres del Medioevo tuvieron aproximaciones racionales a la realidad del mundo.11 “Las llamadas disputas entre la fe y la razón constituyeron aspecto familiar y cotidiano en las escuelas medievales” antecesoras de la universidad.
A diferencia de las escuelas monacales y catedralicias de las épocas precedentes –discurre Gordon Leff–, el aprendizaje, y no sólo el cultivo de lo religioso, fue propósito cimero de las nacientes universidades, ya profesionalizadas. En ellas los maestros se daban cita para impartir saberes a estudiantes anhelosos de cualificarse para alguna carrera, con notable preferencia por las profesiones seculares: la medicina y el derecho, con sus varias derivaciones notariales. Sólo una minoría estudiantil, aun en París y Oxford, se encaminaba hacia la disciplina teológica; los más discurrían por la Facultas Artium donde Aristóteles era palabra suprema. La organización universitaria, no menos que sus contenidos, giraba en torno a cosas de este mundo.12
Y aun aceptado el papel apabullante de la fe cristiana en la mente medieval a diferencia del hombre moderno menos influido por consideraciones religiosas, el examen del pasado nos muestra cómo y por qué las ideas modernas son apenas en apariencia diferentes. El esfuerzo intelectual nos convencerá del origen de muchos invariantes, sólo de cuños un tanto diversos, conservados en la universidad de hoy.
Estos pensamientos, recogidos de Walter Ullman en su Historia del pensamiento político medieval, sustentan la audacia de Basil Fletcher cuando señala los haberes que pese a la genotipia monástica cultivada en caldos de la fe, conservan con pertinacia histórica la matriz monacal de las universidades, siempre en busca de soledad y libertad: el anhelo de autogobierno autónomo y la ...

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