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Descripción del libro
Hans-Georg Gadamer nació en 1900 en Breslau, y a los 75 años se animó a escribir estos recuerdos de su larga travesía por el mundo de la filosofía alemana de nuestro siglo. Había comenzado su carrera en su ciudad natal, donde algunos profesores le señalaron el camino a Marburgo, el prestigioso centro del neokantismo. Si en Breslau pudo percibir el cambio de época en algunas grandes innovaciones tecnológicas, en el Marburgo de los años veinte pudo asistir de cerca al paso de la filosofía académica aún decimonónica a la filosofía propiamente contemporánea, representada sobre todo por Martin Heidegger.
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Información
Recuerdos de Marburgo
Años de estudio
Cuando, en 1930, el romanista Leo Spitzer aceptó su nombramiento en Colonia, antes de trasladarse desde Marburgo a esta última ciudad, dio una fiesta de despedida en la que sostuvo una charla sobre la cuestión: «¿Qué es Marburgo?» Recuerdo muy bien cómo fue enumerando toda una serie de nombres e instituciones, para al final decir: «Nada de esto es Marburgo.» Algunos no reprimieron su indignación tras escuchar estas palabras. También recuerdo que Rudolf Bultmann fue el primer nombre del que aseveró «Esto es Marburgo.» De hecho, si retrocediendo con la mirada hasta la segunda década del siglo tuviera que decir qué era Marburgo entonces, no faltaría el nombre de Bultmann, como tampoco lo harían otros nombres, algunos más veteranos. Los jóvenes a los que nuestros intereses filosóficos llevaban entonces a aquella ciudad teníamos en mente la «Escuela de Marburgo». Pues aun siendo cierto que Hermann Cohen había abandonado la ciudad tras su jubilación y fallecido ya, en 1918, Paul Natorp proseguía aún con sus actividades docentes, acompañado de profesores más jóvenes, como Nicolai Hartmann y Heinz Heimsoeth. No por ello supusieron 1919 y los años que siguieron la continuación sosegada de las viejas tradiciones académicas. El hundimiento del imperio, el establecimiento de la nueva república, y la debilidad de esta última, configuraron el transfondo para una vehemente necesidad de orientación, que hizo presa en la juventud de aquellos años, y que hace incluso difícil la labor del recuerdo. Alemania estaba entonces tan poco preparada para la democracia como nuestro mundo para su propia perfección técnica.
Yo, por ejemplo, era silesiano. Es decir, procedía de uno de los estados federales militaristas del imperio alemán, y me oponía al altar y al trono como es costumbre entre la juventud. Pero mi particular hipoteca venía representada por la desviación de mis intereses y pareceres ya no sólo de la tradición nacional·liberal de mi familia, cuanto, sobre todo, de la convicción paterna, profundamente arraigada, de que las únicas ciencias honestas son las ciencias de la naturaleza. Mi padre intentó inculcarme sus ideas, pero pronto pudo comprobar mi inclinación con respecto a los que él llamaba «profesores charlatanes». No andaba desencaminado.
En Marburgo, las más libres y atrevidas ideas se discutían dentro del círculo del historiador del arte Richard Hamann. Este último acometía por entonces la sistematización de su gran colección de fotografías de catedrales francesas, que había reunido en los años previos a la guerra. En el rótulo explicativo al pie de algunas de ellas, posteriormente parte del famoso archivo fotográfico marburguense, pueden aún apreciarse los trazos de mi desmañada caligrafía. Nadie igualaba a Hamann en el arte de sacar el máximo provecho de la capacidad de trabajo de sus colaboradores. Sus excursiones, en las que reclamaba de todos la misma dedicación de que él era capaz, eran temidas. En su círculo conocí a mi primer amigo en Marburgo, Oskar Schürer, entonces conocido como uno de los miembros de la generación de poetas expresionistas de la editorial Kurt Wolff. La casa de Hamann estaba muy frecuentada por visitas, de entre las que recuerdo la voluminosa figura de Theodor Däubler. Tampoco faltaban los intelectuales marxistas, en la medida en que podía decirse que los hubiera en el Marburgo pequeño-burgués de la época. A Hamann le causaba especial fruición todo lo que pudiera irritar y escandalizar a una conciencia burguesa satisfecha. El día que en el pabellón municipal fue representada la obra Gas de Georg Kaiser por una de aquellas compañías teatrales de verano que ofrecían trabajo a los actores durante el verano —por entonces aún no existían los contratos laborales de un año— Hamann estaba rebosante de alegría. Cuando sus exposiciones provocaban la exasperada hostilidad de sus conciudadanos, se deleitaba. Estaba en boca de todo el mundo. En una ocasión en que me dejé aconsejar en mis estudios por un filólogo, recuerdo que éste dijo con toda desenvoltura: «Haga esto y aquello, cualquier cosa en vez de estar todo el día con Hamann.» Hizo especial hincapié en que estudiara ciencia diplomática con Stengel; y lo hice, obteniendo además provecho en ello. Pero eso no impidió que siguiera frecuentando a Hamann. Era éste, en efecto, un espíritu muy poco burgués. De gran inteligencia, majestuoso en grado sumo, era un defensor convencido de la cultura objetiva en auge frente a la cultura personalista del ayer, pese a lo cual los estudios que mayor influjo ejercerían sobre nosotros serían sus estudios más personales, como su curso sobre Rembrandt. El impresionismo en la vida y en el arte, escrito en su juventud (1907) siguiendo los principios analíticos de Georg Simmel, había quedado ya atrás. Pero todavía La evolución de la historia del arte occidental, también conocida como la «lección kilométrica», en la que iba comentando a velocidad de vértigo una foto tras otra, era en realidad el producto de un sociólogo nato que, más que animar a detenerse en obras singulares, enseñaba a apreciar relaciones de conjunto.
Pronto hizo su aparición un grupo nuevo, cuya vehemente crítica de la cultura desafiaba al espíritu del tiempo. El alma del nuevo círculo era un íntimo amigo de Stefan George, Friedrich Wolters. Wolters era historiador de la economía, y todos los miércoles por la tarde, de cuatro a cinco, fustigaba en bien trazados períodos retóricos la barbarie cultural del siglo xix. Más tarde, participé en sus seminarios, caracterizados más bien por una gravedad elegante que por la agudeza de sus planteamientos, teniendo ocasión de relacionarme con todos sus amigos, tanto los jóvenes como los veteranos, entre los que se contaban Walter Elze, que luego sería historiador militar, Carl Petersen, compañero de Wolters en posteriores empresas literarias, los hermanos von den Steinen, Walter Tritsch, Rudolf Fahrner, Ewald Volhard, Hans Anton y finalmente Max Kommerell, más tarde profesor en Marburgo durante contados y preciosos años. Un círculo de jóvenes, que formaban algo así como una iglesia: extra ecclesiam nulla salus. Por mi parte, permanecí al margen, tachado un tanto peyorativamente de «intelectual» y, como tuve después oportunidad de enterarme, prohibido a los jóvenes; lo que no fue obstáculo para que Hans Anton me recibiera o visitara en plena noche o para que años después me enviara a mi casa a Max Kommerell, fundando entre nosotros una productiva amistad.
Además de vestir unas chaquetas de terciopelo preciosas, Wolters llevaba una cadena de reloj magnífica, que le daba el aspecto de un banquero medieval. Conmigo daba muestras de una gran amabilidad, y así, cuando en 1922 caí enfermo de poliomielitis, siendo por ello sometido a riguroso aislamiento, fue uno de los primeros en omitir esta circunstancia y pasar a visitarme. Al respecto, recuerdo una conversación entrambos, en la que yo, sin duda sospechoso en alguna manera para Wolters a causa de mi interés por la filosofía y de mi muy probablemente confusa manera de expresarme, apunté, reciente todavía la impresión de una clase de Natorp, alguna cosa sobre la categoría de la individuidad. Wolters alzó admonitoriamente el índice: «Individualidad, de eso debe usted precaverse.» Entonces yo dije: «No, individuidad.» A lo que contestó: «Ah, bueno, eso es distinto». Era lo mismo, y yo lo sabía perfectamente, pero estaba claro que Wolters ni siquiera lo sospechaba. Con todo, cuanto decía constituía un constante desafío para mí. Dentro, en efecto, de una sociedad en descomposición, las tablas de valores del círculo de George encarnaban una conciencia corporativa elevada a un plano espiritual superior que podía llegar a resultar irritante, pero que uno no podía dejar de admirar precisamente por mor de su solidez y armonía de conjunto. A la vez, se me hizo cada vez más difícil escapar al influjo del poeta, máxime después de que Oskar Schürer —por medios distintos al estudio de la literatura— me introdujera más profundamente en el mundo de la poesía, y de que Ernst Robert Curtius abriera mis oídos a la peculiar melodía de esos versos. Con George me encontré una sola vez, junto a la puerta de los Carmelitas Descalzos, momento en el que bajé los ojos impresionado por la línea de eternidad de su perfil.
Pero, como es natural, en mí no había mucho que salvar. A fin de cuentas, yo era un «filósofo» joven, que pronto hizo su casa del seminario de filosofía. Por entonces, este último estaba aún junto al Plan, por lo que a primera hora de la mañana, recibiendo los tempranos saludos del sol y todavía medio rendido por el sueño, caminaba desde la carretera de Marbach, donde por entonces se encontraba la casa de mis padres, pasando por el alto de Dammelsberg —yo, el niño de la llanura que había pasado su infancia en Breslau— hasta el seminario de Natorp. Allí era recibido por los grandes ojos, siempre muy abiertos, de aquel hombre bajito y canoso que con voz suave y delgada guiaba una discusión que en el fondo no era ninguna. A mis diecinueve años, era bastante mayor la impresión que me causaba el «senior» del seminario, un hombre joven, bastante corpulento, y entrado ya en la treintena, que se dirigía paternalmente hacia el principiante que yo era entonces. Su dignidad se manifestaba en el hecho de que como responsable de la biblioteca del seminario penetraba en la única sala de éste, lo mismo que los profesores, por una puerta distinta a la que todos utilizábamos. Su aparición por este acceso privilegiado, situado muy cerca de la parte frontal de la mesa de herradura, iba acompañada de un ruidoso tintineo de llaves. Más tarde nos trasladamos al que hasta entonces había sido seminario de teología, ubicado en el antiguo edificio de la universidad, desde cuyas ventanas se podía ver el corral del castellano Gross. Allí fui introducido en la filosofía por Paul Natorp, Nicolai Hartmann y después por Martin Heidegger.
Por cierto que la inspiración artística de las exposiciones de Natorp me impresionó a veces profundamente. Recuerdo al respecto dos disertaciones, la primera sobre Dostoievsky, la segunda sobre Beethoven, que fueron muy singulares por el hecho de que se apagara repentinamente la luz en el aula número 10, donde se celebraban. Natorp siguió leyendo el texto, que había preparado por escrito, a la luz de una vela. Por entonces no era nada extraño que algo así sucediera. La interrupción de la corriente era efecto de las conmutaciones para conectar la presa de Eder, entonces recien construida, con la red general de electricidad. Pero para el efecto y la idiosincrasia de Natorp, la iluminación por aquella llama mística —gracias a la extinción de la luz que todo lo dejaba en sombras— de su meditación solitaria, estaba preñada de simbolismo. Con él hice mi tesis doctoral. Tenía un don extraordinario para permanecer en silencio. Si uno no sabía qué decir, su presencia hacía aún más difícil que lo supiera, por lo que la mayoría de las veces callábamos. Sin embargo, los domingos invit...
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