El arte de sobrevivir
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El arte de sobrevivir

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El arte de sobrevivir

Descripción del libro

En la obra de Arthur Schopenhauer, pensador misántropo y pesimista denostado por sus amargas invectivas, el lector no encontrará cándidos pensamientos con los que acompañar plácidamente el paso de los días. Sin embargo, se equivocará si busca en el autor tan solo una amarga visión de la vida, severos diagnósticos sobre la época que le tocó vivir o incluso, en último término, una exhortación al suicidio. Como muestra la presente selección de textos, a cargo de Ernst Ziegler, lo que brota de su pensamiento es la convicción de que debemos comenzar a vivir de nuevo cada día, pues resulta todo un arte permanecer con vida.

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Información

Año
2013
ISBN de la versión impresa
9788425427817
ISBN del libro electrónico
9788425429088
Categoría
Filosofía

ANTOLOGÍA

La definición de la vida

La vida puede definirse como el estado de un cuerpo en el que este, pese al constante cambio de la materia, mantiene en cada momento su forma esencial (sustancial).1
Que el nacimiento y la muerte han de entenderse como pertenecientes a la vida y sustanciales para la manifestación de la voluntad se deduce también por el hecho de que ambos se nos presentan como expresiones más potentes y elevadas de cuanto constituye, por lo demás, el resto de la vida. Pues a carta cabal esto no es otra cosa que un constante cambio de la materia bajo la firme permanencia de la forma, y precisamente ello conforma el carácter perecedero de los individuos enmarcado dentro de lo imperecedero de la especie. La constante alimentación y reproducción se distingue únicamente por una cuestión de gradación de la procreación, al igual que solo en cuanto a gradación se distingue la excreción [segregación] de la muerte.2
Pero precisamente queremos considerar la vida filosóficamente, a saber, en función de sus ideas; y entonces veremos que ni la voluntad, la cosa en sí en todas sus manifestaciones, ni el sujeto del conocimiento, el observador de todos los fenómenos, se ven afectados de manera alguna por el nacimiento o la muerte. Nacimiento y muerte son algo característico del fenómeno de la voluntad, es decir, de la vida, y es esencial para ella el hecho de poder manifestarse mediante individuos que nazcan y mueran en cuanto figuras efímeras, surgidas como formas temporales, representantes de aquello que en sí no conoce temporalidad alguna, aunque precisamente haya de representarse así para lograr objetivar su propia esencia.3
Igual que las vaporizadas gotas de la rugiente cascada cambian a la velocidad del relámpago, mientras que el arco iris, del cual son portadoras, se mantiene con calma imperturbable y del todo inalterado a pesar de esta agitación permanente, así permanece cada idea, es decir, cada especie de los seres vivos, completamente inafectada por el constante cambio experimentado por sus individuos. Pero es en la idea, o la especie, donde la voluntad de vivir hunde realmente sus raíces y se manifiesta: de ahí que su duración sea lo único que a la voluntad le importe de verdad. Por ejemplo, los leones que nacen y mueren son como las gotas de la cascada; pero la leonitas, la idea o forma del león, es como el inconmovible arco iris que se tiende encima de ella. De ahí que Platón concediera únicamente a las ideas, es decir, a las species, a las especies, un ser en sentido propio, mientras que a los individuos tan solo una inagotable sucesión de nacimientos y muertes. De la profunda convicción de su carácter imperecedero nace en realidad también la seguridad y tranquilidad de ánimo con las que cada individuo animal y asimismo humano anda despreocupado por entre un mar de escollos azarosos que podrían exterminarlo en cualquier momento y, además, justo en dirección a la muerte. En sus ojos brilla entretanto la tranquilidad propia de la especie, pues en calidad de especie ninguna extinción lo afecta ni le incumbe realmente. Esta clase de tranquilidad no podrían proporcionársela al hombre los dogmas cambiantes e inseguros.4
¿Cómo puede alguien, al contemplar la muerte de un ser humano o animal, suponer que una cosa en sí misma quede convertida en nada? Que más bien encuentra su final tan solo un fenómeno en el tiempo, esa forma de todos los fenómenos, sin que la cosa en sí misma se vea afectada: esto es un conocimiento intuitivo inmediato en cada hombre. De ahí que, en todos los tiempos, el ser humano se haya esforzado por expresar esta idea de las formas más variadas y con las fórmulas más diversas, las cuales, no obstante, derivadas del fenómeno, en su sentido más íntimo todas ellas se refieren a este mismo. [...]
A medida en que uno se hace más consciente de la caducidad, insignificancia y consistencia onírica de todas las cosas, tanto más claramente será consciente de la eternidad de su ser interior; pues en realidad solo mediante el contraste de este con la naturaleza de las cosas nos daremos cuenta de dicha consistencia, de igual manera que uno se da cuenta del raudo movimiento de un barco únicamente cuando fija la vista en tierra firme y no cuando solo se fija en el mismo barco.5
Pues, para mí la conciencia nunca se ha presentado como causa, sino siempre como producto y resultado de la vida orgánica, en cuanto que a lo largo de la misma se eleva y desciende, es decir, durante las diferentes edades de la vida, en la salud y la enfermedad, en el sueño, el desmayo, el despertar, etcétera; o sea, siempre se presenta como efecto, nunca como causa de la vida orgánica, siempre se muestra como algo que aparece y muere y reaparece, mientras se den las condiciones adecuadas para ello, pero fuera de eso no.6
En definitiva, hay que hacer constar en este lugar que, si bien, al igual que el carácter humano –o corazón–, el intelecto –o cabeza–, según sus cualidades básicas, sea algo innato, este, sin embargo, de modo alguno permanece tan inalterado como aquel, sino que está sujeto a no pocas modificaciones, que incluso, en su conjunto, hacen su aparición de manera regular, puesto que se basan en parte en que el intelecto tiene un fundamento físico y en parte en que posee un material empírico. Así, la fuerza que le es propia experimenta un crecimiento gradual, hasta llegar a la akme o culminación, y después una progresiva decadencia, hasta la imbecilidad. Ahora bien, resulta que, por otro lado, el material que mantiene todas estas fuerzas ocupadas y activas, es decir, el contenido del pensar y del saber, la experiencia, los conocimientos, la práctica y por ello la perfección de la comprensión, representa una magnitud en constante crecimiento, aproximadamente hasta la aparición de las distintas debilidades, que hace que todo decaiga. El hecho de que el hombre se componga, por una parte, de algo en sí inalterable y, por otra, de algo que es regularmente alterable de dos maneras distintas y opuestas a la vez entre sí explica la desigualdad de su apariencia y su valor en las diferentes edades de la vida.7
He dicho que el carácter de casi cada hombre parece ajustarse preferentemente a una determinada edad de la vida; de manera que este se desarrolla mejor en la edad que le resulta más favorable. Algunos son jóvenes amables, pero luego pierden su encanto; otros, hombres fuertes y emprendedores, a quienes la edad después les roba todo valor; algunos se muestran con mayores cualidades en la vejez, cuando son más amables por la experiencia y la serenidad adquiridas: este es el caso, a menudo, de los franceses. Debe ser así por el hecho de que el carácter tiene en sí mismo algo juvenil, adulto o maduro, con lo que una determinada edad de la vida concuerda o le contrarresta como un correctivo.
De igual manera que cuando alguien se encuentra en un barco se percata de su avance solo cuando mira atrás y observa cómo los objetos que se hallan en la orilla van disminuyendo de tamaño, así también uno se percata de su edad y de que va haciéndose mayor por el hecho de que la gente de cada vez más edad a uno le parece joven.8
La vida del hombre, como se presenta en realidad la mayoría de veces, se asemeja al agua en su forma más común, un lago o un río: pero en la épica, la novela y la tragedia los caracteres escogidos son puestos en unas circunstancias tales que despliegan todas sus cualidades, mostrando lo profundo del ánimo humano y manifestándose en acciones extraordinarias y significativas. Así, la poesía llega a objetivar la idea de lo humano, que tiene la particularidad de presentarse en los caracteres marcadamente individuales.9
Es justo como si el agua dijera: «Yo puedo hacer olas muy altas (¡en efecto, en el mar y la tormenta!); puedo correr llevándome por delante todo a mi paso (¡sí, en el lecho de la corriente!), puedo precipitarme agitada y espumeante (¡cierto, en las cascadas!), puedo elevarme libre como un chorro al aire (¡sí, en una fuente!), puedo, por último, hervir y desaparecer (¡desde luego, a 80 grados!); de todo lo dicho ahora, sin embargo, no hago nada en este momento, sino que permanezco voluntariamente tranquila y en calma en el estanque cristalino». Al igual que el agua solo puede hacer todo eso cuando se dan las causas determinantes para un fenómeno u otro, así también aquel hombre únicamente puede hacer lo que cree poder hacer si vuelven a presentarse las mismas condiciones. Hasta que no se den estas causas, le resulta imposible; pero cuando hacen su aparición, el hombre debe llevarlo a cabo, igual que ocurre con el agua en cuanto se dan las causas correspondientes.10
Conforme a si la energía del intelecto se halla en vigor o declive, la vida le parece tan corta, tan poca cosa y fugaz que nada de lo existente merece que uno se mueva, sino que todo resulta insignificante, también el placer, la riqueza e incluso la fama; y todo eso en tan alto grado que, sea lo que fuere en lo que uno haya fallado, no habrá perdido mucho en ello; o bien al revés: al intelecto la vida le parece tan larga, importante y el todo de la totalidad, tan rica en contenido y tan difícil, que nos lanzamos a ella con toda nuestra alma para apoderarnos de sus bienes, asegurarnos el botín y realizar nuestros planes pese a cualquier obstáculo.11
Debemos figurarnos el principio que nos vivifica primero al menos como una fuerza natural, hasta que más adelante una investigación más profunda nos permita reconocer lo que es en sí mismo. Por tanto, ya considerada como fuerza natural, la fuerza vital no se ve en absoluto afectada por el cambio de formas y estados que la sucesión de causas y efectos trae y lleva y que solo está sujeta, como demuestra la experiencia, a la procreación y la muerte.12
Por lo que respecta a la fuerza vital, somos, hasta los 36 años, comparables a aquellos que viven de sus rentas: lo que gastamos hoy, mañana está de nuevo ahí. Pero a partir de ese momento, nuestro ejemplo análogo será el rentista que comienza a gastar su capital. Al principio, la cosa no se nota: la mayor parte del dispendio sigue recuperándose enseguida, el pequeño déficit que se produce apenas llama la atención. Pero este crece poco a poco, empieza a notarse, su aumento se hace cada día mayor, se convierte cada vez más en un hábito, el día de hoy es más pobre que el de ayer, sin esperanza de que el proceso se detenga. Así, se acelera, de igual manera que la decadencia corporal, el dispendio, hasta que al final ya no queda nada. Un caso muy triste se da cuando ambas cosas aquí comparadas, la fuerza vital y la propiedad, están deshaciéndose efectivamente a la par: de ahí, pues, que con la edad se acreciente el amor al dinero. En cambio, al principio, hasta la mayoría de edad y un poco después, nos asemejamos, en lo que respecta a la fuerza vital, a aquellos que incluso añaden al capital algo de las rentas: no es solo que lo gastado se reajuste por sí mismo, sino que el capital crece. Y de nuevo este es a veces, gracias al cuidado de un certero tutor, también el caso del dinero. ¡Oh dichosa juventud! ¡Oh triste vejez! Así y todo, cabe economizar las energías de la juventud.13
También podría considerarse nuestra vida como un episodio inútil y molesto en la bienaventurada calma de la Nada. En cualquier caso, incluso aquel a quien le haya resultado soportable, cuanto más tiempo viva, tanto más claramente percibirá que en total es a d...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Introducción
  6. De las diferencias entre las distintas edades de la vida
  7. Antología
  8. Notas
  9. Fuentes y bibliografía
  10. Información adicional