El Cristo interior
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El Cristo interior

Melloni, Javier

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El Cristo interior

Melloni, Javier

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El Cristo naciente está albergado en cada interior humano. Hay semillas de divinidad por doquier. Jesús de Nazaret vino a despertarnos y desde entonces estamos amaneciendo a pesar de nuestro adormecimiento.

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Información

Año
2012
ISBN
9788425430329
Categoría
Religion
II. CAMINO
1
«Muy de madrugada se retiró a orar»
(Mc 1,35)
Jesús es un ser horadado. Hay un hueco constitutivo en él, un espacio abierto que le impulsa sin cesar a orar. Su vida y su persona son inimaginables sin oración, aunque los Evangelios son sobrios en esta materia, como en todo lo demás. Todo su ser era oración, referencia a ese Otro de sí en quien se abismaba: «El Hijo no hace nada por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre; todo lo que hace el Padre lo hace el Hijo» (Jn 5,19).
Orar es pronunciar el Tú primordial en el cual nace la conciencia de un yo que diciendo Tú regresa a su matriz originante. Jesús llamaba Abbá a esa Presencia que, habitándole por dentro, le llevaba continuamente más allá de sí. La palabra Abbá contiene las dos primeras letras del alfabeto, a y b, también en hebreo. Siendo él la Palabra, balbuceaba ante el Silencio los fonemas que le permitían articular todos los demás vocablos. De la a y de la b de Abbá se desprendían las demás letras que componían las palabras que pronunciaba. Invocando el Comienzo, convocaba los dos primeros sonidos de los que emanan todos los demás.
Para ello tenía que cuidar tiempos diarios en los que abismarse en ese Otro de sí al que se entregaba en adoración al amanecer para continuar haciéndolo en el resto de las situaciones de la jornada. Este no-hacer-nada-por-sí-mismo no es la alienación de quien no sabe asumir la propia existencia, sino todo lo contrario: orar es conjuntar el centro de las propias decisiones con el Centro del que dimana la realidad. Orar significa tomar distancia respecto de la inmediatez de las cosas para percibirlas desde su fondo y discernir su dirección.
Orar es pasar de la perspectiva del egocentramiento a ver los acontecimientos y a las personas desde la profundidad de la que emanan; es también percibirlos desde el final, desde la plenitud de lo que todo está llamado a ser, sin los giros cortos y torpes con los que violentamos la comprensión de lo que nos rodea. Orar supone este lento girar de la mirada, de la escucha, de la sensibilidad, de la mente y del corazón traspuestos, para vivir las diversas situaciones desde el origen que las posibilita e impulsa.
«Muy de madrugada», dice el texto. Antes de que todo comience, para que cuando suceda pueda ser visto desde ese horizonte. De este modo, en lugar de un comportamiento activo-reactivo que condena a la repetición, se podrá dar lo nuevo. Lo nuevo es lo que adviene no como resultado de una reacción, sino como fruto de una creación. Orar da la posibilidad de co-crear: «Todo lo que hace el Padre lo hace el Hijo». Hacer las cosas desde el Padre es lo que da impulso al Hijo. Orar implica cambiar de perspectiva y tomar empuje para actuar bajo la luz que se ha recibido: «Lo que he visto estando junto al Padre, de eso hablo» (Jn 8,38). Orar es abrirse para ver y escuchar al mismo tiempo, dos modos de recibir, de dejarse impregnar, para poder configurarse desde la raíz de modo que el actuar proceda de Él. «Yo le conozco y guardo su palabra» (Jn 8,55). Por ello, Jesús se levantaba muy de madrugada: para nutrirse de la Fuente que manaba en lo hondo de su persona, lo cual le permitía percibir durante la jornada manantiales de la misma Fuente por doquier.
La oración no se contrapone a la acción, sino que es su complemento. Se requieren mutuamente. La calidad de nuestra acción depende de la calidad de nuestra oración y la calidad de nuestra oración depende de la calidad de nuestra acción. Ambas implican lo mismo: la donación de sí. La relación de Jesús con el Padre se nutría de estos tiempos de apartamiento, a la vez que se acreditaba con su modo de estar entre su gente, despertando en ellas el anhelo del Origen y reorientando sus existencias.
«Maestro, enséñanos a orar», le pedirán en su momento los discípulos (Lc 11,1).
—¿Cómo oras para que tu ser se transforme cuando entras en contacto con la Raíz que te origina? ¿Por qué a nosotros no nos sucede? ¿Qué le falta a nuestra oración?
Y el Maestro, más que palabras, les enseñó la actitud: no hablar mucho sino recogerse en la profundidad del corazón, allá donde la Fuente está esperando a darse (Mt 6,5-8). De nuevo, la trascendencia se une a la inmanencia: cuanto más profunda y serena es la oración en la cueva del corazón, más se percibe la Presencia que ubicamos en los cielos. ¿Qué cielos son esos que están escondidos en la oquedad del corazón? ¿Qué profundidad es ésa que alcanza la altura y la pureza del firmamento? ¿Qué oscuridad es la suya que se torna claridad? ¿Qué silencio es ése que se transforma en Voz?
«En la casa de mi Padre hay muchas estancias» (Jn 14,2), tantas como grados de transparencia. También en el corazón hay muchas moradas y por la oración aprendemos a recorrerlas. Cuantas más se abren hacia dentro, más se abren también hacia fuera, en atención a las solicitaciones que nos llegan. Percibimos la profundidad de lo exterior en función del espacio que habitamos en nuestro interior porque no vemos la realidad tal como es, sino tal como somos. A mayor profundidad no hay mayor aislamiento o ensimismamiento, sino que aumenta la capacidad para percibir la hondura de lo que nos rodea. El ser-de-Dios de Jesús no se opone a su ser-para-los-demás, sino que, al contrario, lo posibilita. La intimidad con Dios no se contrapone a la implicación con la realidad, ya que Dios es quien da consistencia a cuanto existe. Cuanto más plena la unión con Dios, más plena también la unión con todo lo demás. De aquí la lucidez de Jesús, el Hijo del hombre, que nacía a cada momento de las profundidades de lo Real, entregándose en oración y creciendo en libertad.
2
«Hablaba con autoridad»
(Mc 1,22)
Cuando Jesús toma la palabra sorprende a los que le escuchan. Su hablar produce una resonancia distinta del hastío que provocan los funcionarios de la predicación. Les nutre esta reverberación del Verbo que da sentido a lo que viven. Perciben que tiene autoridad, no poder. Desprende autoridad —de augere, «hacer crecer»— porque hace a los demás autores de sí mismos. El poder, en cambio, se ejerce desde la dominación anulando a los que quedan por debajo. Jesús no tiene ningún cargo externo sobre el que apoyarse (Mc 11,27-33). Su sostén emana de su propia experiencia y se fortalece a partir de su relación con el Fondo del fondo de su existencia. No tiene más credencial que estar posibilitando el acceso a la Fuente que, haciéndole crecer a él, le impulsa a hacer crecer a los demás.
La gente escuchaba a Jesús porque Jesús, a su vez, tenía la capacidad de escuchar. Estaba atento no sólo a lo que sucedía dentro de él, sino en torno a él, y ello le hacía captar lo que vivían sus contemporáneos. Escuchaba y sabía interpretar lo que había en el interior de ellos aunque sólo fueran balbuceos de anhelos difusos e intermitentes que volvían a desaparecer en el inconsciente. Jesús se acercaba a las personas y no temía ser salpicado por sus angustias o sus incoherencias, ni temía ser contagiado por sus enfermedades ni se escandalizaba por sus comportamientos. Tan solo se acercaba y escuchaba. Escuchaba sin cansarse y sin juzgar, sólo tratando de entenderlas. Cuanto más escuchaba más entendía y cuanto más entendía más se podía acercar de un modo sanador y revelador para ellas. Después se retiraba y meditaba lo que había escuchado para comprenderlo todavía mejor y devolverlo interpretado. Por ello, sus palabras tenían una densidad y una claridad en las que se reconocían quienes acudían a oírle hablar.
Esta lucidez le llevó a hacer nuevas interpretaciones de la Ley. Toda norma trata de poner cauce al comportamiento humano para hacer viable la vida en comunidad. En principio, la ley nace de la atención a las diversas situaciones para velar por el bien común, pero con frecuencia acaba favoreciendo a los que la custodian. Entonces, ciega y muda, se convierte en una usurpación. La autoridad que el pueblo reconocía en Jesús procedía de la referencia incesante a las personas en nombre de un Dios que quería que cada uno creciera desde la profundidad de sí mismo con y hacia los demás. Su libertad ante la Ley acabará costándole la vida. El orden establecido no pudo soportar la desautorización que suponía para ellos este escuchar a cada uno.
El comportamiento de Jesús plantea algo fundamental a toda religión y a toda sociedad: ¿Dónde se funda la legitimidad de las normas colectivas? ¿Dónde acaba la libertad y comienza la arbitrariedad?
Los seres humanos vivimos en comunidad y en ella somos confrontados con la alteridad. Este estar-con-los-demás ayuda a objetivar criterios y actitudes que pueden ser demasiado subjetivos o parciales. La tentación de toda institución es ponerse a la defensiva y absolutizar su posición frente a los que cuestionan el orden establecido. Entonces entran en pugna poder y libertad. Jesús se opuso al poder en nombre de la defensa del núcleo irreducible de cada persona, particularmente de los que quedaban excluidos por unos principios implacables que se atribuían a Dios pero que provenían de otros intereses mezquinos.
Jesús era consciente de que había que evangelizar tanto la mente como el corazón para que cada cual sea discernidor de su comportamiento. Como nadie está libre de caer en la arbitrariedad y en la autojustificación, hay que estar permanentemente abiertos y despiertos para que se purifiquen los criterios y las motivaciones, tanto personales como institucionales. Para ello necesitamos palabras verdaderas. Captamos su cualidad y su fuerza por los efectos que dejan en nosotros. Eso es lo que sucedía con los que escuchaban a Jesús: percibían que cada palabra que salía de él era un sorbo que les nutría y que les remitía a sí mismos avivando lo mejor que había en ellos.
Por otro lado, lo que oían era creíble porque Jesús decía lo que pensaba y realizaba lo que decía. Se atrevía a vivir según lo que había vislumbrado en los momentos de mayor claridad. De la unificación de su persona emanaba una infrecuente energía que despertaba el deseo de tener la misma autenticidad y la misma coherencia entre pensamiento, palabra y acción que existían en él.
Lo mismo nos sucede ante personas que están comprometidas plenamente en aquello que dicen. Entonces la palabra humana participa de la Palabra de Dios, dabar Yahvéh, la cual tiene el don y la energía de realizar lo que expresa. El Verbo creador confluye con la palabra humana dejando pasar todo su dinamismo y transformando la realidad. De aquí que la palabra de Jesús sanara y liberara de demonios y de otras contaminaciones.
Escuchar su palabra y reconocerle como Palabra significa recibir la fuerza de ese Verbo creador que sigue pronunciándose en cada uno de nosotros y que permite a las personas desplegarse desde su verdad, convocando sus posibilidades latentes pero en tantas ocasiones ignoradas o dispersas.
3
«Felices los que eligen ser pobres»
(Mt 5,3)
Las bienaventuranzas, pronunciadas sobre un monte, tienen el carácter de una teofanía y constituyen unas de las páginas más bellas de la sabiduría universal. Hablan de una felicidad extraña que se abre camino en medio de la adversidad y de la contradicción. Cada frase es un pasaje, una pascua, donde se extrema la paradoja: las tierras de escasez se revelan como tierras de plenitud. No hay otro modo de alcanzar lo divino que a partir de lo humano mismo, yendo a su fondo último, perforando la cáscara que se resiste.
Cada bienaventuranza comienza en precariedad y termina en completud: el vacío del tener se convierte en plenitud del ser (Mt 5,3); por el llanto solidario con los que padecen se llega a ser consolado (Mt 5,4); por la desposesión, los humildes se convierten en la capa de humus fértil que cubre la tierra (Mt 5,5); el deseo de que haya justicia anuncia las primicias de una humanidad nueva (Mt 5,6); el descentramiento de poner el corazón en la miseria ajena se convierte en capacidad para recibir a Dios en la propia miseria (Mt 5,7); la transparencia de la mirada que no juzga ni compara, sino que acoge incondicionalmente, se convierte en percepción de que Dios está presente en toda situación (Mt 5,8); la preocupación por la paz hace partícipes de una fraternidad sin fronteras, en esa difícil tarea de reconciliar a los humanos (Mt 5,9); los que son fieles a causas justas, más allá de las modas y de los cambiantes intereses, son felices porque tienen el absoluto dentro y fuera de sí mismos, aunque sean perseguidos porque se anticipan a sus tiempos, tal como sucedió con los profetas y con Jesús (Mt 5,10-11).
Todo ello son imágenes de la humanidad transfigurada a partir de la humanidad desfigurada, el tránsito entre el todavía no y el ya sí. En ese largo trayecto transcurre la existencia de cada cual y de la humanidad entera. Este traspaso, esta pascua, no se hace por otro camino que por la misma realidad en la que cada uno se halla.
La pobreza es la primera de las bienaventuranzas, el umbral que permite acceder a las demás y al Reino. Es su condición de posibilidad. En Lucas se trata de una pobreza real (Lc 6,20); en Mateo se presenta como una elección libre, como una actitud. Nuestro instinto nos hace huir de ambas. Jesús, en cambio, hizo elogio de las dos. No sólo elogió a los pobres, sino que se hizo pobreza. Ser pobre implica todo lo contrario de la voluntad de poder. El Reino no se puede desligar de su Rey, que reina en pobr...

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