¡Estate quieto y atiende!
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¡Estate quieto y atiende!

Ambientes más saludables para prevenir el déficit de atención y la hiperactividad

Freire, Hilke

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¡Estate quieto y atiende!

Ambientes más saludables para prevenir el déficit de atención y la hiperactividad

Freire, Hilke

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Hoy en día, gracias a las tecnologías y al estilo de vida moderno, tenemos las criaturas más sedentarias y «atentas» de la historia. En contrapartida, no disponen de tiempo ni de espacios adecuados para liberar la excitación mental y conectar con su capacidad natural de autorregulación. En este contexto, la hiperactividad y el déficit de atención se han convertido en dos de los problemas infantiles más frecuentes. Este libro ofrece, además de un análisis sobre la problemática, una serie de orientaciones concretas que ayudarán a padres, madres, educadores y gestores a diseñar espacios y elaborar estrategias para satisfacer las necesidades auténticas de niños y jóvenes.

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Información

Año
2017
ISBN
9788425440335
Categoría
Education
IV. Entorno y trastorno
La importancia del tacto y el contacto
En el proceso de crecimiento del ser humano las primeras etapas vienen marcadas por el desarrollo del cuerpo y sus capacidades físicas, afectivas, sensoriales y motoras. La piel, que es el órgano de mayor tamaño, se genera a partir de las mismas células que el cerebro, de ahí sus múltiples conexiones. A través del tacto y el contacto con otros seres nuestros sistemas corporales se perfeccionan y maduran: la vida no es un fenómeno aislado, sino más bien un hecho simbiótico.
Debido al estrechamiento evolutivo de la pelvis femenina provocado por la bipedestación, los bebés humanos nacen «prematuros» e inmaduros y necesitan completar su gestación durante un largo período fuera del útero. Los investigadores han encontrado, por ejemplo, que las contracciones uterinas durante el parto constituyen un equivalente del «lameteo» que las madres mamíferas dan a sus crías, cuya finalidad, además de higiénica, es poner a punto y asegurar el correcto funcionamiento de todos los órganos. La necesidad de tacto en los seres humanos es tan básica como el alimento: privados de él, los bebés pueden incluso llegar a morir.
En una investigación ya clásica,1 el doctor Ashley Montagu observó que la mortalidad infantil en un orfanato se reducía de manera significativa por la simple intervención del contacto humano «piel con piel»: los pequeños que se beneficiaban de él se mostraban más tranquilos y relajados, mientras que quienes no lo recibían parecían tensos, ansiosos y agitados.
Acariciar, abrazar, sostener y jugar cuerpo a cuerpo con los niños y niñas (siempre que lo acepten y lo pidan) mejora sus capacidades sensoriales, motoras y de aprendizaje. En un estudio sobre integración sensorial, la doctora Jean Ayres2 demostró que recibir suficiente y adecuada estimulación táctil, en especial en la primera infancia, es fundamental para adquirir la habilidad de planificar e iniciar actividades motoras, lo que influye en numerosas capacidades —desde vestirse solo, hacer deporte, dibujar e incluso caminar por una habitación sin tropezar con las cosas ni caerse—. Un sistema táctil debilitado, por carencia de estimulación, provoca niveles de ansiedad y agitación que limitan la atención y la capacidad de aprendizaje, y se ha relacionado con una gran variedad de desórdenes, incluidos el TDAH y el autismo. Cientos de estudios muestran los efectos positivos de llevar en brazos y tocar a las criaturas, por lo que resulta sorprendente que nuestra cultura se dirija con tanta rapidez hacia una, cada vez mayor, privación de contacto. Basta con ver el hermoso documental Bebés, ya mencionado, para darse cuenta de que en entornos donde pueden satisfacer su necesidad de «alimento piel con piel», los cachorros humanos crecen y se desarrollan mejor.
Moverse para crecer
El movimiento es también una necesidad fisiológica, tan decisiva para la existencia como recibir afecto y contacto, alimentarse o respirar. Resulta fundamental a lo largo de toda la vida, pero sobre todo durante los primeros seis o siete años. A partir de esa edad, continúa siendo la base del pensamiento operativo, apoyando la curiosidad, la voluntad de conocer, de crear y experimentar, hasta que hacia los 12 años el lenguaje verbal y el pensamiento abstracto adquieren mayor relevancia.
Desde un punto de vista neurofisiológico, a través del movimiento se desarrollan, maduran y se articulan el sistema vestibular (un órgano sensorial situado en el oído interno, responsable del sentido del equilibrio, la orientación espacial y el nivel de activación energética), el sentido del tacto (que, como hemos visto, determina y condiciona la capacidad de dar un propósito concreto al movimiento) y la propiocepción (percepción interna del propio cuerpo que proporciona un tono muscular óptimo y permite regular la finura y coordinación de los movimientos). Al integrarse estos tres canales sensoriales se perfeccionan la vista y el oído, esenciales para el aprendizaje, en especial en el contexto académico. Una función vestibular pobremente desarrollada e integrada puede producir movimientos continuos y descontrolados o, por el contrario, miedo a moverse; también conduce a estados híper o hipoenergéticos: sin movimiento resulta imposible regular la energía corporal.
A través de acciones instintivas, que son innatas, la naturaleza ha dispuesto todo lo necesario para que las criaturas humanas obtengan de forma espontánea, si nadie se lo impide, la activación que necesitan: los desplazamientos del bebé al gatear y el llevarse todo a la boca, por ejemplo, favorecen la estimulación de los tres canales (vestibular, táctil y propioceptivo) y un desarrollo psicomotor y sensorial adecuado.
Además de su dimensión motora, el acto de empezar a andar tiene una dimensión psíquica y afectiva, como resultado de un impulso de separación e individuación y de un deseo de descubrimiento y apropiación del entorno. A los pequeños les gusta girar, reptar, gatear, subirse, bajarse, correr, saltar, empujar, pedalear, escalar, balancearse, tocar… Cuando desde los primeros meses sus movimientos son respetados en lugar de interferidos3 y existe un entorno seguro y rico en posibilidades, el desarrollo de la motricidad natural es armonioso; dotado de una capacidad motora más fina y potente (estabilidad, coordinación y seguridad, etc.) el niño tendrá una sensación de eficacia, esencial para la construcción de la autonomía.
Aunque la necesidad de moverse puede hacerse sentir de maneras distintas en personas diferentes, y prolongarse durante períodos de tiempo variables, resulta casi imposible aprender sin movimiento. Gracias a él, niños y niñas entran en contacto con el mundo y aprenden a desenvolverse en él, despliegan una forma particular de ser y estar, de expresarse, al tiempo que acrecientan y afinan todas sus potencialidades. Movimiento, sensaciones y afectos están fuertemente interrelacionados: son la base de un sistema cuerpo-mente saludable y de una sensación de bienestar general.
«Moverse para un niño es vivir, actuar es existir. Impedirle que se mueva, sería la represión total de su evolución», señala Bernard Aucouturier, creador de la práctica psicomotriz. Al reflexionar sobre esta necesidad fundamental y comprender que «el cuerpo y el movimiento son para el niño lo que el lenguaje es para el adulto», cuesta entender que las criaturas de hoy pasen tanto tiempo sentadas en casa, en el cole o en los trayectos entre ambos; que no disfruten de libertad para moverse durante horas, siempre con un adulto cerca diciéndoles lo que tienen o no tienen que hacer, pretendiendo dirigir hasta sus más mínimos actos y obligados muchas veces a realizar tareas repetitivas y aburridas.
Una forma natural de equilibrar las energías
El ejercicio físico, el movimiento, el juego y el contacto con la naturaleza constituyen los principales (y podríamos decir casi exclusivos) medios de que disponemos los seres humanos para gestionar la excitación, transformarla positivamente y alcanzar el equilibrio energético. Cuando la forma de vida y las exigencias escolares cierran y/o restringen esta vía natural e instintiva, ¿qué alternativas dejamos a los niños y las niñas para regularse, soltar su malestar, canalizar el estrés, la presión académica, la sobreexcitación tecnológica de sus sistemas nerviosos y otras tensiones emocionales? No es de extrañar, incluso para un profano, que muchas veces estas tensiones salgan de los cuerpos de manera descontrolada, en forma de sacudidas y gestos nerviosos e impulsivos, o que les impidan relajarse, estar lo suficientemente alerta para concentrarse y realizar de forma correcta las tareas.
Recientes estudios llevados a cabo por el psiquiatra infantil John Ratey4 arrojan luz sobre el importante papel que tiene el movimiento en las capacidades de atención y aprendizaje infantiles. Según este autor, el ejercicio incrementa la circulación en el córtex y los lóbulos frontales del cerebro, cuyas funciones ejecutivas y de control de impulsos son bien conocidas, al tiempo que favorece la formación de nuevas neuronas en las regiones del hipocampo y del sistema límbico, esenciales para el aprendizaje y la memoria. Solo cuarenta y cinco minutos de actividad física al día pueden aumentar la producción de neurotransmisores como la dopamina, la acetilcolina y la serotonina, sustancias que reducen de manera considerable la impulsividad, la ansiedad y la depresión.
Estos resultados coinciden con los del neurocientífico Jaak Panksepp, quien un año antes5 afirmaba que el espectacular aumento en el número de casos de TDAH puede deberse a la falta de juego y movimiento libre, así como de oportunidades para pelear cuerpo a cuerpo (igual que hacen los cachorros de otras especies). La actividad espontánea estimula la producción de dopamina en el cerebro, la neurohormona responsable de la capacidad de seleccionar entre distintas posibilidades de percepción y centrarse en una sola cosa cada vez. Parece que el cerebro infantil necesita un tiempo, variable de unos individuos a otros, para empezar a producir dopamina por sí solo.
En muchas escuelas los alumnos llegan por la mañana con tensiones de diversa índole y las maestras encuentran muchísimas dificultades para conseguir que se sienten y se estén quietos. Si todo ese esfuerzo inútil se empleara en permitirles liberar y gestionar su inquietud (mejor a través de actividades libremente iniciadas y dirigidas por los niños), es posible que las clases convencionales fueran después mucho más agradables y productivas.
En mis años de experiencia en escuelas al aire libre he podido comprobar que, tras un período de juego y ejercicio intenso, los niños pueden sentarse sin esfuerzo a realizar tareas que requieren silencio, quietud, atención y concentración, e incluso lo demandan de forma natural.
Otra de las áreas posibles de actuación para aumentar las oportunidades de movimiento infantil es la creación de caminos escolares, a pie o en bici, que permiten reducir de forma considerable el sedentarismo. Durante la Semana de la Ciencia danesa, investigadores de las universidades de Aarhus y Copenhague realizaron un estudio para analizar las relaciones entre dieta, ejercicio y capacidad de concentración en una muestra de 20 000 alumnos de edades comprendidas entre los 5 y los 19 años. Los resultados revelaron que quienes van caminando, o en bici, al colegio se concentran mejor que los que van en autobús o en coche con sus padres; y los beneficios del ejercicio se prolongan durante toda la mañana.
Aprender bailando
Aunque todos los niños necesitan moverse, la obligación de estarse quietos y aprender sentados perjudica de modo especial a los que tienen determinados estilos de aprendizaje. En su conocida intervención sobre educación y creatividad,6 Ken Robinson comenta las dificultades escolares de la famosa bailarina Gillian Lynne y la inquietud que producían en sus padres y maestros. Afortunadamente, cuando estaba a punto de ser etiquetada como un «fracaso», el doctor al que consultó su madre pudo observarla y comprobar que no estaba enferma: la pequeña Gillian era, ya en todo su potencial, una excelente bailarina. Por eso se sintió muy feliz cuando inició sus estudios en una escuela de danza: la sala estaba repleta de personas como ella, niñas y niños que necesitaban moverse para pensar…
En su caso nos encontramos de manera clara ante una forma de inteligencia que el psicólogo norteamericano Howard Gardner, en su célebre teoría de las inteligencias múltiples,7 denomina «corporal kinestésica»: la predisposición a realizar con gracia y equilibrio actividades físicas coordinadas como el deporte, la danza o las manualidades; la necesidad innata de moverse para pensar, de expresarse a través del cuerpo.
Son niños y niñas que aprenden mejor mediante el contacto y el movimiento, la experiencia directa y la participación que con la observación pasiva. Destacan por sus destrezas motrices y sus habilidades físicas y rítmicas, pero su preferencia por un enfoque multisensorial del aprendizaje encuentra escaso eco en la escuela convencional, que suele colocarlos en situación de desventaja.
Hiperprotegidos
El movimiento, el contacto físico y el hecho de llorar están sancionados a nivel social y en algunos lugares hasta proscritos. Tenemos derecho a preguntarnos ¿por qué? Una de las respuestas posibles es el miedo adulto y la necesidad de control que genera sobre todo en los complejos tiempos actuales. El exceso de seguridad que rodea el mundo infantil ha llevado a Ellen Sandseter, profesora de Psicología de la Universidad Queen Maud, en Noruega, a reclamar la necesidad de que los niños corran riesgos y superen miedos, en unas áreas de juego y parques infantiles cada día más aburridos; en unas clases y hogares de los que se han eliminado todos los peligros, pensando en lo mejor para ellos.
Según sus investigaciones,8 cuando los niños son respetados tienden de forma natural a acercarse progresivamente al riesgo y al peligro. Si se les permite, por ejemplo, subirse a un árbol sin ayuda, la gran mayoría preferirá tantear sus capacidades y no llegará a la parte más alta en el primer intento.
Cuanto más pronto se acostumbran a enfrentarse a los desafíos de la vida, en el contexto relativamente seguro que represe...

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