III. Un respeto. El discreto encanto del entusiasmo
III.I. El curioso precedente de los entusiastas del Delfinado (y su gran peligro para las buenas costumbres)
El Siglo de las Luces, por lo que se ve, ya habría tenido la ocasión de hacer su aprendizaje en lo que a escándalos internacionales se refiere. Pierre Coste, un hugonote francés que, huyendo de la tormenta religiosa patria se había decidido a fijar su residencia en suelo inglés para acabar desempeñando labores de traductor y preceptor privado, en un envío a Leibniz con fecha de agosto de 1707, adjuntaba a los varios libros que pudieran interesar a este la noticia de los misteriosos acontecimientos que estaban teniendo lugar en la City londinense y de los que se habían hecho eco las principales gacetas europeas de la época. Ni el contenido literario [p. 187/432] del envío, ni la noticia eran fruto de una maniobra casual. Como escuela liminar de la opinión pública, la République des Lettres, la «república» de los intelectuales, a través de su correspondencia y del intercambio epistolar en que muchos de sus miembros fueron fraguando su propia obra, también encontró en algunos curiosos fenómenos del momento motivo de confidencias. Esta red de relaciones amistosas y, en muchos casos, de admiración intelectual mutua, intercambiaba entre carta y carta la oportunidad del comentario de los sucesos que, distanciados como estaban las más de las veces, despertaban el ánimo a la especulación y la aplicación en tanto críticos sociales de las propias doctrinas que trataban de publicitar… Coste le comenta al de Hannover que
[en] Londres algunos franceses de Cevenas, que se alzaron en armas contra el rey de Francia, hubieron de salir de [aquel] reino y se vinieron a Inglaterra, donde ahora ejercen de profetas. Se reúnen en un lugar señalado, han conseguido hacerse seguir de varios conversos ingleses, entre los que hay algunas personalidades de la buena sociedad distinguidas por su rango, su ingenio y su fortuna. Uno de entre estos prosélitos, gentilhombre de muy buen carácter y de dos mil libras esterlinas de renta, profetiza en lenguas que él mismo desconoce. [p. 188/432]
Los entusiastas hugonotes franceses afincados en Londres debían resultar un más que atrayente motivo de discusión y oportunidad de explicarse para Leibniz, a juicio de Coste. El corresponsal francés, oficiando de enlace entre la Casa de Oates en Inglaterra, residencia última de Locke, y la cuna de los condes [Earls] de Shaftesbury y el más importante pensador alemán del momento, se había sentido atraído y enredado en esa relación de ideas tan cercana que parecía reclamar la referencia a los profetas del Delfinado toda vez se atendía al contenido del libro que pensaba remitirle a Leibniz llegado el tiempo. «Pierre Coste le enviará la Carta sobre el entusiasmo recién traducida [al francés] y publicada por él mismo, pero sin dar indicación alguna acerca de [quién es] su autor». Porque lo relevante era el tema, no quien lo firmaba. Y suprimido el nombre de la acción, quedaba la obra como cuestión significativa. El caso de estos nuevos profetas y sus raptos de sentimiento, esos que les ayudan a explicarse en lenguas por ellos mismos desconocidas, imbuidos como por [p. 189/432] un espíritu divino, estaba contenido en el comentario que es el texto anterior, como «noticia» de la que espera comentario específico. Pero, por si acaso, Coste reitera la importancia del suceso con el siguiente envío. Al parecer, como si de un raro honor a Locke se tratase, sin querer entrar en absoluto en los dimes y diretes sobre su Essay en los que pretendía enredarlo Leibniz, no quería bajo ningún concepto dejar escapar la oportunidad de picar el celo metafísico de este último a través de la mediación de aquella noticia.
El mismísimo Locke podría haber pensado que el caso de los «profetas del Delfinado» figuraba como un muy buen experimentum crucis para que Leibniz se explicara respecto de su propia doctrina, que el inglés veía como la lista perfecta de todo lo que en el Essay había pretendido combatir. Para sustituirlo está Lady Masham, su discípula. Y por supuesto que los libros que viajan, y por qué viajan, dependen por entero del cálculo de esta. Es por su insinuación que, a la Letter —auténtico motivo quizá de todo el paquete postal— la guarecerán como envíos previos y, quizá por ocultarla preventivamente y agrandar su efecto por la sorpresa, una obra escrita por el padre de Lady Masham, Ralph Cudworth, donde este expone su propio sistema de la armonía cósmica preestablecida. Junto a este, un libro anónimo —y empieza con dicho volumen el juego de máscaras entre Locke y Leibniz, por medio de escritos de nombre desconocido e idea conocida— titulado Livre de l’Amour de Dieu contra M. Norris [Libro del amor divino contra Mr. Norris], donde se «compromete [p. 190/432] el concepto de sustancia [o ente] al creer, como en el caso de Mr. Locke, que no es posible concebir aquello que no pueda imaginarse, a saber, el principio activo, simple e inmortal del pensar». Y es que esta segunda obra cobija entre sus páginas la precisa doctrina lockeana contra la mónada leibniziana como sustancia metafísica capaz de autoorganización, atacando el mismo concepto como inimaginable, esto es, impensable. No se puede imaginar qué quiere decirse con eso de que la mónada o individuo metafísico posee un principio activo interno, fontanal, que crece y se desarrolla, como desde un punto cero inextenso, y que concentra toda la actividad de cada sustancia independientemente, desbordándose después «de dentro afuera». ¿Qué significa eso de que Dios habría dado cuerda a cada individuo, sincronizado después el conjunto armónicamente, y habríase retirado mansamente a ver el desarrollo de su obra? Esto, para Locke —a quien ha prestado su pluma la mismísima Lady Masham, hija de Cudworth— es un despropósito metafísico de proporciones… cósmicas. Su respuesta es una basada en peso y medida, eliminativista porque en su sobriedad puede prescindir en la economía doméstica de qué sea eso de una sustancia. La «discusión que no es tal discusión» tenía ya una historia a sus espaldas de nada menos que casi cuatro años. Al problema de la organización de la materia à la Leibniz, con un misterio que brota del interior de los individuos y que se coordina a escala [p. 191/432] universal, esa armonía preestablecida, responde Locke: Usted, Monsieur Leibniz, no puede explicar semejante proceso, no puede explicar qué es una sustancia con eso que llama «mónada».
Y así, al guiño que debía resultar el primer escrito del padre, con el que Locke el empirista no tenía desde luego nada que ver, viene a sustituirlo la mueca sardónica —por si acaso el de Hannover no se había dado por enterado del todo—, el volumen de la Lady, discípula aventajada del buen Locke. Nada sabía esta de «las naturalezas plásticas» que se andan formando por ahí con un ritmo propio. ¿El concepto de «fuerza»? Eso se lo podemos dejar a Newton, que carga sus leyes de postulados metafísicos insufribles. ¿Quiere usted que hablemos de las entelequias aristotélicas como seres angélicos? No tiene hoy Mr. Locke el ánimo para tales excesos del pensamiento. Por experiencia, la Lady —y, naturalmente, Locke— entiende la observación reductible a átomo psicológico, social o político, sometido pues a medida y a contabilidad. Una cifra que pueda entrar en las cuentas. El grial de la meritoria minuciosidad. Y «lo que no entra en la cuenta, no existe». De aquí al positivismo hay un paso, ese que debe dar el celo de la desilusión fetichista. Del dato, al dato muerto. Si hablamos de ontología, entonces hablamos de átomos de sensación, de asociación de átomos, y de convención nominalista si se nos da el hablar de leyes de la Naturaleza. Una ley es una abreviatura o apócope de un montón de sucesos, por lo demás independientes unos de otros. La inducción y la costumbre son las normas, nada de misterios más allá… Si de lo que hablamos es de política, ahórrenos Herr Leibniz sus éxtasis populistas acerca del sentimiento de lo común y de la armonía universal. Con eso poco se puede hacer por estas tierras. Cuéntenos más bien de la estructura del pacto y, si ac...