Llegará un día en el que serás libre
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Llegará un día en el que serás libre

Cartas, textos y discursos inéditos

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Llegará un día en el que serás libre

Cartas, textos y discursos inéditos

Descripción del libro

Viktor Frankl nos dejó una conmocionante lección existencial con su relato testimonial de supervivencia en los campos de concentración. Sin embargo, lo que le ocurrió los meses posteriores tras su liberación permaneció oculto para la mayoría de sus lectores. Con el paso de los años, Frankl cedió, para su examen y publicación, las notas personales y las cartas de su archivo privado con el convencimiento de que sus vivencias durante la etapa del regreso a casa podrían aportar valor y confianza a aquellos que buscan consuelo. Llegará un día en el que serás libre es el fruto de ese trabajo. La presente obra es una selección de los textos y la correspondencia de Frankl al regresar a Viena después de que terminara su vida como prisionero en cuatro campos de concentración. Este libro, complemento y continuación de El Hombre en busca de sentido, revela nuevas informaciones que resultarán sorprendentes tanto para los conocedores de la biografía de Frankl como para el público que quiera saber más sobre su vida y pensamiento.

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Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788425441882
ISBN del libro electrónico
9788425441899
Categoría
Psicología

TEXTOS Y ARTÍCULOS
1946-1948

¿QUÉ OPINA EL PSICOTERAPEUTA SOBRE SU TIEMPO?
1946
Hoy en día, quizá más que nunca, todo el mundo tiene que llevar su cruz. Pero todo depende de cómo lleve uno la cruz con la que ha tenido que cargar. Es necesario hacer sacrificios, pero podemos cuidar de que los sacrificios que tenemos que hacer tengan un sentido.
Un sacrificio pierde el sentido si no parte de una idea justa y de buenos sentimientos. La actitud lo es todo. Y el hombre de la calle, ¿qué opina de los acontecimientos actuales? ¿Cómo entiende el presente? ¿Realmente lo entiende?
Si escuchamos sus conversaciones, siempre oímos las mismas expresiones; «no sabíamos nada» y «nosotros también hemos sufrido». Con la primera afirmación intenta quitarse de encima la culpa del crimen y con la segunda se coloca a sí mismo como víctima del crimen. Antes de preguntarnos si tiene razón y hasta qué punto la tiene debemos preguntarnos: ¿qué significa la culpa? ¿Tengo la culpa de que los dirigentes políticos de la nación a la que pertenezco actuaran de manera criminal? ¿Soy responsable de lo que hace otro ciudadano de mi mismo país? ¿No es típico del discurso nazi hacer como si uno fuera responsable de todos y todos de uno?
Realmente, solo puedo culpar a una persona de sus actos. Nadie puede, por ejemplo, elegir a sus padres; por ese motivo no puedo querer castigar a alguien por pertenecer a un pueblo determinado. Pues esto no es ni un mérito del que estar orgulloso, ni una culpa que uno deba expiar. Una de las premisas fundamentales del pensamiento occidental y uno de los principios de la moral cristiana consiste —o más bien consistía hasta hace poco— en juzgar moralmente a las personas por lo que hacen con sus dones y nunca por los dones en sí, es decir, por lo que trae consigo, por lo que ha heredado. Su color de piel, su estatura, el lugar donde nació, su edad, su lengua materna: ¿quién va a decir que estas cosas son un mérito o una culpa? En cambio, su actitud, su forma de comportarse en situaciones concretas de la vida, sus acciones (siempre que haya actuado libremente), los actos realizados conscientemente y bajo su responsabilidad, todo esto sí que se le puede atribuir. La persona como tal, como ser responsable, empieza allí donde deja de estar determinada por el mero hecho de pertenecer a un pueblo concreto.
Todos sabemos que en todos los pueblos hay personas decentes e indecentes. Solo podemos valorar a las personas según su carácter. Entonces, ¿por qué hacer como si pertenecer a este o aquel pueblo, a esta o aquella raza, fuera lo que le diera o le quitara el valor a una persona? Si me dicen qué tipo de motor tiene un coche, puedo saber a qué atenerme; o si sé que alguien tiene una máquina de escribir de una marca determinada, sé qué es lo que puede esperar de ella. También podemos saber cómo será un perro según cuál sea su raza: puedo contar con que un perro lobo se comportará de este o aquel modo y de manera diferente a como lo haría un perro salchicha o un caniche. ¡Pero con las personas es totalmente diferente!
No es posible calcular cuál será el comportamiento ni las ideas de una persona, ni mucho menos deducir de su procedencia étnica cómo es, sus características morales, si es una persona decente o no. Aunque los etnólogos y antropólogos investiguen acerca de las razas, un concepto de por sí problemático, las demás personas solo conocemos y distinguimos dos razas: la de las personas decentes y la de las indecentes. Todo lo demás, toda esa perorata sobre razas mejores y pueblos superiores, por un lado, y pueblos o razas supuestamente inferiores no es más que una generalización injustificada, con la que se ha intentado evitar tener que evaluar al individuo como tal, con toda la incomodidad y responsabilidad que esto supone. Obviamente, es mucho más sencillo distinguir entre ángeles y demonios que realizar
el esfuerzo de valorar debidamente a cada individuo. Y aún más, cuando digo que pertenezco a un pueblo supuestamente superior, puedo sentirme valioso sin la necesidad de hacer nada para serlo, no necesito demostrar mi valor mediante mis propios méritos personales. Me refugio en lo colectivo y así estoy libre de la responsabilidad de tener que hacer algo de mí mismo. Y si, además, escucho una y otra vez que ese colectivo al que pertenezco, pongamos una nación, es el más grande y el mejor de la Tierra, mi amor propio se beneficia de ese delirio masivo de grandeza —por supuesto, solo mientras el delirio de una nación no genere en mí la paranoia de que todas las demás naciones envidian y persiguen a la mía y que esta, por lo tanto, no tiene más remedio que declararles la guerra...—.
Pero apartémonos ahora de este historial mental de todo un pueblo y preguntémonos de nuevo: ¿con qué derecho moral se puede declarar culpable a un austriaco que no sea nazi? ¿Podemos echar en el mismo saco a las personas decentes y a las indecentes? ¿Qué puede hacer una persona honrada contra las atrocidades de las SS? De hecho, muchas veces esa persona no sabía nada de lo que estaba ocurriendo y, si lo sabía, no podía rebelarse contra ello. Se hallaba sometida al terror reinante, sufrió personalmente bajo el régimen. Todo esto está muy bien, pero no es lo mismo que alguien sea culpable que responsable. Naturalmente, la persona decente, la no nazi, no es culpable, pero ¿quiere esto decir que no es responsable? ¿Tengo yo la culpa si un día sufro un ataque de apendicitis y deben operarme? Es evidente que no, sin embargo, le debo sus honorarios al médico que me ha operado; soy responsable de
las consecuencias de mi enfermedad en la medida en que debo pagar la factura. El austriaco decente no es personalmente culpable de la guerra. Él mismo padeció la dominación nazi, es cierto; pero no pudo liberarse solo de esta dominación —esto es algo que él mismo subraya una y otra vez—, sino que tuvo que dejar que su­cediera, esperar a que otras naciones democráticas y amantes de la libertad lo liberaran de ese yugo, a que esas otras naciones sacrificaran a cientos de miles de sus mejores hombres en los campos de batalla para devolverle la libertad a él, el austriaco decente pero impotente. Hay que tener esto en cuenta; de este modo, el austriaco decente entenderá que ahora se le pida hacer sacrificios aunque personalmente no sea culpable.
Solo cuando entienda todo esto, cuando sepa que no se le está exigiendo nada injustamente, tendrán sentido sus sacrificios, tanto los presentes como los pasados. Solo si no vuelve a encerrarse en el odio ciego, los muchos sacrificios pasados y presentes darán su fruto en el futuro. El austriaco decente debe comprender el motivo, el derecho moral con el que ahora se le exige que se sacrifique. La paz verdadera solo puede surgir de la comprensión mutua. ¿Es injusto pedirle a la nación vencida que dé el primer paso hacia ese entendimiento? La comprensión y la confianza siempre han despertado comprensión y confianza en el lado opuesto. Y la desconfianza y la incomprensión también han cosechado siempre lo mismo. Obviamente, no podemos esperar que de la noche a la mañana se nos devuelva lo mismo que hayamos dado. Solo una actitud firme, mantenida a lo largo del tiempo, tiene un efecto en la otra parte, consigue captar y ganar su comprensión y confianza. Y lo que importa no son las palabras, sino los hechos: no los actos demostrativos, sino aquellos que realizamos en el día a día; todos somos responsables, todos estamos llamados a ello. Goethe dijo: «¿Cómo llega el hombre a conocerse? Nunca a través de la contemplación, sino solo a través de la acción. Cumple con tu deber y sabrás lo que hay dentro de ti. ¿Y cuál es tu deber? Lo que te exige el día a día».
Podríamos decir: no lograremos que confíen en nosotros haciendo promesas, sino actuando; actuemos como hombres decentes, cada uno dentro de su círculo, y los demás sabrán enseguida «lo que hay dentro de nosotros». El gran remedio para el malestar emocional de este tiempo es la confianza, pero no solo la confianza en los demás, que hace que confíen en nosotros, sino también la confianza en nosotros mismos: la confianza del pueblo austriaco en los valores de su espíritu eterno, de sus más grandes espíritus inmortales. Estos espíritus han influido también en tiempos de impotencia política y han conseguido que se respetara su nación como entidad cultural, y estos espíritus pueden volver a existir y volverán a existir. Sin embargo, esperar a que aparezcan significaría otra vez querer escapar de la responsabilidad y el deber propios. La superación de las dificultades de nuestro tiempo depende de cada individuo y de cada día. ¡Y lo que para ello necesitamos no son tanto nuevos programas, sino una nueva humanidad! El nuevo espíritu de esta humanidad hará que el austriaco decente no siga insistiendo siempre en que él no sabía nada y que comprenda finalmente que también tiene que ayudar a reparar aquello de lo que él no es culpable; y ya no seguirá repitiendo una y otra vez que él también sufrió, sino que podrá decirse a sí mismo: no hemos sufrido en vano, ¡hemos aprendido!
Conferencia mecanografiada

SOBRE EL SENTIDO Y EL VALOR DE LA VIDA
Marzo de 1946
... A pesar de todo, queremos decir sí a la vida.
Verso de la Canción de Buchenwald
Hablar del sentido y el valor de la vida puede parecer hoy más necesario que nunca; la pregunta es si es «posible» hacerlo y cómo. En cierto modo, hoy resulta sencillo. Ahora se puede hablar libremente de nuevo sobre muchas cosas relacionadas directamente con el problema del sentido y el valor de la existencia humana y con la dignidad del ser humano. Sin embargo, por otra parte, se ha vuelto más difícil hablar de «sentido», «valor» y «dignidad». Deberíamos preguntarnos incluso si hoy en día es posible utilizar sin más consideraciones esas palabras. ¿No han adquirido estas un significado en cierto modo confuso? ¿No se ha hecho durante los últimos tiempos demasiada propaganda negativa contra todo lo que estas palabras significan o significaron alguna vez?
Podemos afirmar que a lo largo de los últimos años ha habido una propaganda en contra del posible sentido y del dudoso valor de la existencia humana. Durante este tiempo se ha intentado demostrar precisamente que la vida humana no tiene ningún valor.
El pensamiento europeo a partir de Kant proclama la dignidad del ser humano. El propio Kant dijo en la segunda formulación de su imperativo categórico que si bien todas las cosas tienen su valor, el ser humano tiene su dignidad — y no debería considerarse nunca un medio para llegar a un fin—. Sin embargo, dentro del orden económico de las últimas décadas, los trabajadores fueron convertidos mayoritariamente en instrumentos, degradados a simples instrumentos de la actividad económica. El trabajo dejó de ser un medio de vida, y el ser humano y su vida, su energía vital, su fuerza de trabajo, se convirtieron en el medio para lograr el fin.
Y entonces llegó la guerra, y a partir de ese momento las personas y sus vidas fueron puestas al servicio incluso de la muerte. Y llegaron los campos de concentración. Y en ellos se explotaba hasta el último segundo esa vida que se consideraba merecedora de la muerte. ¡Qué desvalorización de la vida, qué degradación y qué humillación del ser humano hay en ello! Para hacernos una idea de la magnitud, imaginemos un Estado que empieza a explotar a todos sus condenados a muerte, que se sirve de su fuerza de trabajo hasta el último instante de sus vidas, que se prolongan miserablemente, partiendo de la idea de que esto es más razonable que matar sin más ni más o alimentar durante toda la vida a esas personas. ¿O acaso no nos echaban en cara muchas veces en el campo que «no nos merecíamos la sopa que nos comíamos» —esa sopa que nos daban una vez al día como única comida y que tuvimos que pagar con trabajos forzados—? Nosotros, los indignos, debíamos aceptar educadamente esta dádiva inmerecida: los prisioneros teníamos que quitarnos la gorra al recibirla. Y del mismo modo que nuestra vida no valía ni siquiera una sopa, nuestra muerte tampoco tenía mucho valor y no merecíamos ni siquiera una bala de plomo, sino solo Zyklon B.
Finalmente llegaron los asesinatos masivos en los manicomios. Aquí se hizo público y notorio que toda vida que ya no fuera «productiva» —aunque fuera de la manera más miserable— era considerada literalmente «indigna de ser vivida».
Pero antes decíamos que este tiempo también había difundido el sinsentido. ¿Qué ocurre entonces?
Actualmente, nuestra forma de vida no deja mucho lugar para creer en el sentido. Vivimos un típico periodo de posguerra. Utilizando una expresión un tanto periodística, podríamos describir de manera muy acertada el estado anímico del hombre actual como «mentalmente bombardeado». Esto no sería tan grave si al mismo tiempo no reinara por doquier la sensación de que nos encontramos de nuevo en una situación de preguerra. La invención de la bomba atómica alimenta el temor a una catástrofe mundial y una especie de atmósfera apocalíptica se apodera del final del segundo milenio. Conocemos estas visiones apocalípticas de otros momentos en la historia. Las hubo al comienzo y al final del primer milenio y a finales del siglo pasado, en el que, como es sabido, había un ambiente fin de siècle. Pero esta no fue la única época derrotista, y el fatalismo está siempre en la base de este tipo de estados de ánimo.
Sin embargo, con un fatalismo semejante no podemos avanzar hacia una recuperación mental. Primero tenemos que vencerlo, pero al mismo tiempo debemos tener en cuenta que el optimismo barato ya no nos permite ignorar cómo nos han transformado los últimos años. Nos hemos vuelto pesimistas. Ya no creemos en el progreso absoluto, en un desarrollo superior de la humanidad, como algo que tiene lugar por sí solo. La fe ciega en el progreso automático se...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Introducción
  5. Nota del editor
  6. «TESTIGOS DE SU TIEMPO». Junio de 1985
  7. CORRESPONDENCIA 1945-1947
  8. TEXTOS Y ARTÍCULOS 1946-1948
  9. DISCURSOS CONMEMORATIVOS 1949-1988
  10. Vida y obra de Viktor E. Frankl
  11. Acerca del editor
  12. Bibliografía
  13. Índice de imágenes
  14. Otras obras de Viktor E. Frankl
  15. Información adicional