VII
Tomar riesgos
La última vez que un afroamericano fue elegido para un cargo político a nivel estatal en Carolina del Sur fue en 1876. Obviamente hacía falta un cambio, razón por la cual en 2014 tomé un enorme riesgo: decidí renunciar a mi banca en la Cámara de Representantes y competir para vicegobernador.
Tenía veintinueve años y todo el mundo me preguntaba lo mismo: ¿De verdad piensas que puedes ganar? La respuesta era siempre: ¡Sí!
Entre los veinte y treinta años, estuve en la Asamblea General de Carolina del Sur. Me encantaba, pero empecé a sentir que me estaba estancando. Postularme para un cargo estatal me daba la oportunidad de hacer historia y, en vista de los cambios constitucionales en el estado, sería la última vez que un candidato a vicegobernador podría presentarse solo, en base a sus propios méritos, en lugar de como parte de una fórmula compartida con un candidato a gobernador.
Pero había una razón más profunda por la que quería competir por el cargo. El techo de la cafetería de la Denmark-Olar Elementary, a unos dos kilómetros de donde me crié, colapsó en 2010 sin que fuera mencionado en las noticias, como si a nadie le importara. Los niños más pequeños de la escuela tomaban clases en casas de remolque. Cuando llovía, todos los niños de la escuela, todos afroamericanos, caminaban por el lodo para llegar hasta allí.
Hay una razón por la que el derrumbe del techo de una escuela en el Sur pobre y rural no tiene cobertura de prensa: porque es típico. En un escenario estatal, sabía que podía hablar sobre el «Corredor de la Vergüenza» en el que miles de niños rurales en todo el Sur asisten a escuelas que se caen a pedazos. Soy producto del proverbio «Se necesita un pueblo entero para criar a un niño», pero lo que veía a mi alrededor era al pueblo viniéndose abajo.
Y no eran sólo las escuelas: teníamos otros problemas que requerían atención. Los hospitales todavía estaban cerrados, sobre todo en las comunidades que más los necesitaban. La gente viajaba cinco horas para llegar a empleos mal pagados y los más vulnerables bebían agua que no era apta para consumo humano.
Henry McMaster, mi oponente, había estado en la política o en un cargo desde 1984. Había trabajado para el presidente Ronald Reagan como fiscal federal en Carolina del Sur. Había competido sin éxito por una banca en el Senado en 1986, pero luego se convirtió en el presidente del Partido Republicano local y en fiscal general del estado. Obviamente era un pez gordo, pero éramos un claro contraste. Yo creía que representaba la esperanza y el futuro, mientras que él representaba el pasado.
Una de las primeras cosas que Jill Fletcher, mi recaudadora de fondos, y yo hicimos fue visitar al congresista Clyburn en su gran oficina en la esquina de las calles Lady y Sumter, en Columbia. Estaba entusiasmado por hablar con él sobre mis ambiciones y quería obtener su apoyo. Además, él era una de las razones por las que había entrado en política en primer lugar.
A los veintinueve, todavía era demasiado joven para algunos, pero ya tenía un recorrido. Había construido una escuela en el condado de Bamberg y una biblioteca en Dinamarca, y había atraído una fábrica de puertas a mi pueblo. Pero había mucho más por hacer. Necesitábamos arreglar las escuelas de Carolina del Sur, ofrecer agua potable a las comunidades rurales pobres del estado y contribuir a sacar a los políticos que mantenían al estado varado en el pasado. A diferencia de cuando había comenzado mi primera campaña, no sentía la necesidad de obtener el apoyo de las luminarias locales: esperaba haberme ganado su apoyo ya. Estábamos compitiendo por representar a 4,6 millones de surcarolinos, no a las casi 40 000 personas a las que había servido en la Cámara. Se trataba de una campaña diferente.
Aun así, quería el apoyo de Clyburn. Pero cuando nos encontramos, echó una risita y dijo: «Si alguien pudiera ganar a nivel estatal, ¿no crees que ya lo habría hecho yo?».
Me chocó tanto que tragué aire. El comentario sonaba descortés, pero entendí lo que quiso decir. Durante largo tiempo, mi exempleador había sido un lobo solitario, el único congresista nacional demócrata de Carolina del Sur. Había competido a nivel estatal sin éxito, así que entendía las dificultades que cualquier demócrata, y más un demócrata negro, debía enfrentar.
Muchos no mostraron entusiasmo o apoyo. Como antes, pensaron que era demasiado joven e inexperto. Pero no suscitamos la energía que rodeaba a nuestra campaña enfocándonos en los de arriba o en las celebridades políticas. Despertamos el entusiasmo de los millennials y aquellos de dieciocho a cuarenta y cinco años que no me veían como joven e inexperimentado, sino como alguien ya probado y capaz. Visitamos a líderes de negocios, gente de la iglesia y vastas redes de personas influyentes.
* * *
Elegí a Isaac «Ike» Williams Jr. como mi jefe de campaña. Es también uno de mis amigos más cercanos: a menudo digo que nos conocemos desde antes de nacer, porque nuestros padres estaban juntos en el movimiento por los derechos civiles. Ike era mi asistente en la Legislatura, encargado de atender las necesidades cotidianas de mis electores. Yo estaba haciendo malabares entre la escuela de Derecho, mis deberes como legislador y mis viajes entre Dinamarca, Columbia y Charlotte en Carolina del Norte para ver a Ellen Rucker, mi prometida y futura esposa, así que Ike era mi enlace con muchos frentes. También era un consultor político con muchos éxitos en su haber. Había sido el jefe de campo del alcalde de Columbia y luego se convirtió en el director político de la campaña de Bernie Sanders en Carolina del Sur.
Pero en 2013 le pregunté:
—¿Qué te parece si me postulo para vicegobernador?
—Si crees que es el momento de hacerlo, cuenta conmigo —replicó.
Inmediatamente nos pusimos a hablar sobre estrategia, miramos fechas y Ike me dijo con quién debíamos reunirnos. De voz suave y trabajador, Ike logró que la campaña funcionara tan libre de contratiempos como fue posible, manteniéndose en contacto con el resto del personal, revisando el correo, llevándome de aquí para allá y asegurándose de que todo se mantuviera en marcha.
Jill Fletcher había reunido 700 000 dólares, así que, además de a Ike, contraté a dos consultores republicanos —republicanos, porque quería gente que supiera lo que era ganar elecciones en Carolina del Sur—. Teníamos un pequeño grupo de personal pago, pero uno mayor de voluntarios. Ike y yo nombramos a unos cincuenta líderes de equipos, muchos de ellos de diversas universidades, y algunos miembros de las organizaciones de Jóvenes Demócratas.
Ike creía que la gente estaba entusiasmaba al ver a un demócrata negro lleno de energía en un intento serio por ganar un cargo estatal importante. «Estaban impresionados con lo inteligente que era», dice Ike, «y nadie había visto a alguien tan joven subirse al podio y hablar tan elocuentemente sobre políticas de estado». Incluso hoy dice que los millennials, tanto blancos como negros, jamás dudaron de que yo podía ganar. En total, teníamos unos doscientos cincuenta voluntarios distribuidos por todo el estado.
Pero entre los que no se sumaron, la mayoría estaba en shock de que yo considerara seriamente competir con McMaster. «Que un joven afroamericano no se rindiera hizo que la gente empezara a pensar: bueno, tal vez puede lograrlo», recuerda Ike.
Durante dieciséis meses, Ike y yo viajamos por cuarenta y seis condados. Y los recorrimos de nuevo durante los últimos treinta días de la campaña.
* * *
Una de nuestras primeras paradas durante nuestra gira de treinta días fue una iglesia en Britton’s Neck, que está en el condado de Marion una de las zonas más pobres del estado. Afuera de la iglesia, un hombre freía una gran sartén de pescado. Adentro, la sala estaba llena de, en su mayoría, afroamericanos. Trato de encontrarme con la gente allí donde está. Todos los que se hallaban en esa sala me recordaban a la gente de Dinamarca, gente con la que podía toparme en el Piggly Wiggly.
«Saben, creo que tengo la osadía de mirar a la gente y decirle que no importa si uno es blanco o negro», les dije. «Si no tienes seguro de salud y eres blanco, y no tienes seguro de salud y eres negro, ¿sabes qué?, te vas a enfermar y vas a llevar a la ruina a tu familia. Es el mismo problema. No puedo decirles qué pasa en China, porque nunca he estado allí. Pero puedo decirles qué pasa en Carolina del Sur, sobre todo en el condado de Bamberg. Digamos que te quiebras el dedo del pie. ¿Saben que tienen de treinta a cuarenta y cinco minutos hasta el hospital más cercano? Porque el cartel del hospital del condado, ¿saben lo que dice? “En caso de emergencia, llame al 911”, porque el hospital cerró en 2012. ¿Y qué estamos haciendo al respecto? Absolutamente nada».
Los últimos treinta días fueron agotadores. Comenzábamos el día hablando temprano en la mañana. Salíamos a la carretera a las ocho de la mañana y conducíamos de un extremo del estado al otro, a veces a través de más de tres condados por día.
* * *
Ellen dijo que sabía que me iba a costar mucho competir por un cargo estatal. Entendía que podía ser una campaña larga y a veces desagradable, que lo fue. Sabía también que yo iba a estar fuera mucho tiempo, pero me apoyaba porque comprendía que no era algo que simplemente quería, sino que necesitaba hacer.
La conocí en 2008, en una boda en Cancún. Es una de ocho hijos. Su padre, ya fallecido, era dentista y su madre es ama de casa. Creció en Lancaster, Carolina del Sur, en el seno de una familia muy unida y religiosa. Su hermana Ruby nos presentó. Me sentí inmediatamente atraído por ella, que, según mi hermana, encajaba en mi tipo: hermosa, del campo, ingeniosa y con los pies sobre la tierra.
Emprendedora dedicada a los productos para el cabello, Ellen mide apenas un metro sesenta, cosa que mi hermana Nosizwe, que mide casi un metro noventa, se declara, en broma, incapaz de comprender, dado que todas las mujeres de nuestra familia son muy altas (nuestra madre llega casi al metro ochenta).
«El día que conoció a Ellen, Bakari me llamó y me dijo que era hermosa, pero cuando la conocí, vi que también era hermosa por dentro», observó.
Ellen me llevaba ocho años y estaba divorciada cuando nos conocimos, pero eso no me importaba. Tenía una hija de tres años, Kai, con su exmarido, la estrella de básquet de la NBA Vince Carter. Aunque Ellen y yo no habíamos tenido mucho contacto durante el viaje a Cancún, le dije a Kai cuando todos estábamos en la piscina, incluida Ellen, que podía oírme:
—Voy a ser tu papá algún día.
Cómica, pero con absoluta razón, Kai respondió:
—Ya tengo un papi —y se fue nadando.
Por cierto, jamás le he dicho a nadie desde entonces que soy el papá de Kai (aunque ella es mi hija), antes que nada, porque tiene un papá maravilloso. Yo soy el papá extra: sé cuál es mi puesto.
Durante ese período de «cortejo», estaba terminando mi primer período como legislador y preparándome para la reelección. Tenía veintitrés años y ni un centavo. La mayoría de la gente no se da cuenta de esto, pero los legisladores de Carolina del Sur ganan apenas 10 000 dólares al año, más reembolsos por gastos. Acababa de terminar la escuela de Derecho, pero estaba tan ocupado que no podía prepararme bien para el examen con el que obtendría mi licencia de abogado. Conseguí un puesto en el bufete Strom Law, donde todavía trabajo, pero por entonces todavía no tenía la licencia y, además, debía 113 000 dólares de préstamos estudiantiles.
Aun así, cuando regresamos de Cancún envié flores a Ellen y le pregunté si podía sacarla a cenar. Con los ochenta y tres dólares que tenía en el bolsillo, conduje hasta Charlotte para verla. Vivía en un hermoso apartamento cerca de SouthPark Mall. Eligió una linda vinería que servía tapas, pero yo no sabía que a Ellen le encantan las chuletas de cerdo, que son caras.
Cuando no tienes mucho dinero y tienes una cita más cara de lo que puedes pagar, deja que tu invitada pida primero. Tu apetito, o más bien tu presupuesto, debe basarse en lo que ella pida. Si pide mucho, ya no tienes hambre. La cuenta fue de setenta y seis dólares, así que me las arreglé.
Debe haber sido una gran cita, porque hemos seguido hablando desde entonces.
En la época en que competía para vicegobernador, Ellen y yo estábamos planeando casarnos y tener hijos. Sin embargo, la elección me mantenía fuera todo el tiempo. «Salta de una ciudad a otra», le contó Ellen a un documentalista que me seguía durante la campaña. «No lo veo. Es como cualquier otra relación a distancia . . . Ya sabes: nos texteamos, hablamos por FaceTime, nos llamamos por teléfono cada mañana y cada no...