Lo que no está escrito en mis libros
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Lo que no está escrito en mis libros

Memorias

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Lo que no está escrito en mis libros

Memorias

Descripción del libro

En estas memorias y reflexiones, Viktor E. Frankl vuelve su mirada hacia aquellos episodios y encuentros personales que tuvieron mayor impacto en su vida y en su pensamiento: su infancia y juventud en Viena, su actividad como neurólogo en el período de entreguerras, el internamiento en los campos de concentración y su regreso a Viena después de esa dramática experiencia. Describe también su relación con Sigmund Freud y Alfred Adler, y su influencia sobre la logoterapia. Se trata de un libro muy personal que Frankl escribe a los noventa años y que abre una nueva perspectiva para comprender mejor su obra y su pensamiento.

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Información

ISBN de la versión impresa
9788425437557
ISBN del libro electrónico
9788425437564
LO QUE NO ESTÁ ESCRITO
EN MIS LIBROS
MEMORIAS
MIS PADRES
Mi madre procedía de una distinguida familia de Praga. Su tío era Oskar Wiener,1 el poeta alemán de Praga que fue inmortalizado como personaje en El Golem, la novela de Meyrink.2 Lo vi sucumbir en el campo de Theresienstadt, cuando ya hacía tiempo que se había vuelto ciego. Cabría añadir que mi madre desciende de Rashi,3 que vivió en el siglo XII, pero también del «Maharal»,4 el famoso «rabino supremo Löw» de Praga. Yo sería la duodécima generación tras el «Maharal», según se desprende del árbol genealógico que pude ver en una ocasión.
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Los padres de Frankl, el día de su boda (1901)
Estuve a punto de nacer en el famoso Café Siller de Viena. Allí, una bonita tarde de domingo en primavera, mi madre tuvo las primeras contracciones el 26 de marzo de 1905. El día de mi nacimiento coincide con el del fallecimiento de Beethoven, por lo que un compañero de colegio comentó una vez con malicia que «las desgracias nunca vienen solas».
Mi madre era una persona de alma bondadosa y corazón piadoso. Por ello no puedo entender que cuando era niño yo fuera tan «pesado» como me contaron. Cuando era pequeño solo me dormía si me cantaba la canción popular «Lang, lang ist’s her» [«Hace mucho, mucho tiempo»] como si fuera una canción de cuna: la letra era lo de menos. Más tarde me explicó que me cantaba repitiendo: «Quédate quieto y callado de una vez, niño pesado», antes del estribillo «Lang, lang ist’s her». Lo importante era que la melodía coincidiera siempre.
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La madre de Frankl, Elsa, vestida según la moda de la época
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El padre de Frankl, Gabriel, cuando era alumno de secundaria (aprox. 1879)
Estaba tan unido emocionalmente a la casa paterna que sufrí una terrible añoranza durante las primeras semanas y meses, incluso años, en los que tuve que pernoctar en los diversos hospitales en los que trabajaba. Al principio quería ir a dormir a casa una vez por semana, luego me quedaba una vez al mes, y finalmente por mi cumpleaños.
Tras la muerte de mi padre en Theresienstadt, cuando me quedé solo con mi madre, decidí que a partir de entonces la besaría cada vez que nos encontráramos y nos despidiéramos, para tener la garantía de habernos separado en buenos términos por si no nos volvíamos a ver.
Cuando llegó el momento y fui enviado a Auschwitz junto a mi primera mujer, Tilly, al despedirme de mi madre le pedí en el último momento: «Por favor, dame tu bendición». Nunca olvidaré cómo dijo, con un grito que venía de lo más hondo, y que solo puedo describir como ferviente: «Sí, sí, te bendigo», y me dio su bendición. Sucedió aproximadamente una semana antes de que ella misma llegara a Auschwitz, y una vez allí fuera directamente a la cámara de gas.
En el campo pensé mucho en mi madre y siempre cuando pensaba en cómo sería nuestro reencuentro se imponía inevitablemente la idea de que lo único apropiado sería, como se suele decir con esa hermosa expresión, caer de rodillas y besar el borde de su vestido.
Si he afirmado que mi madre era una persona de alma bondadosa y corazón piadoso, mi padre era caracterológicamente más bien lo contrario. Tenía una visión espartana de la vida, y una idea igualmente espartana del deber. Tenía sus principios, a los que siempre se mantuvo fiel. Yo también soy un perfeccionista, mi padre me educó para que lo fuera. Los viernes por la tarde nuestro padre nos obligaba, a mi hermano mayor y a mí, a leer una oración en hebreo. Y si, como solía suceder, cometíamos un error, no recibíamos ningún tipo de castigo, pero tampoco ningún premio. El premio llegaba tan solo cuando leíamos el texto con perfección absoluta. Entonces recibíamos diez céntimos, lo que sucedía únicamente un par de veces al año.
La concepción de la vida de mi padre se hubiera podido calificar no solo de espartana sino también de estoica, si no hubiera tenido una cierta tendencia a la irascibilidad. En una ocasión tuvo un ataque de ira y rompió el bastón (de paseo o de montaña) con el que me estaba pegando. A pesar de todo ello, siempre vi en él la personificación de la justicia. Asimismo, siempre nos transmitió una sensación de protección y cobijo.
En líneas generales he salido más bien a mi padre. Las cualidades que he podido haber heredado de mi madre, unidas a las de mi padre, deben de haber generado una tensión en la estructura de mi carácter. En una ocasión, un psicólogo del Hospital Psiquiátrico Universitario de Innsbruck me pasó el test de Rohrschach y afirmó luego que nunca había visto algo así, un contraste de tal envergadura entre una racionalidad extrema, por un lado, y una profunda emocionalidad, por el otro. Supongo que la primera la heredé de mi padre y la segunda, de mi madre.
Mi padre provenía del sur de Moravia, que pertenecía por aquel entonces a Austria-Hungría. Como hijo de un encuadernador sin recursos, logró acabar los estudios de Medicina pasando hambre, tras lo cual tuvo que abandonar su carrera por motivos económicos y entrar a trabajar en el servicio público, donde acabó siendo director del Ministerio de Administración Social. Antes de morir de hambre en el campo de Theresienstadt, el señor director estuvo escarbando restos de piel de patata de una olla vacía. Cuando, más tarde, yo mismo llegué desde el campo de concentración de Theresienstadt, pasando por Auschwitz, a Kaufering, donde pasamos un hambre atroz, comprendí a mi padre: allí fui yo mismo quien rascó el suelo helado, con las uñas, para conseguir un minúsculo trozo de zanahoria.
Durante un tiempo, mi padre fue secretario particular del ministro Joseph Maria von Bärnreither,5 quien escribió en esa época un libro sobre la reforma del sistema penitenciario y sobre su experiencia en Estados Unidos, relacionada con el tema. En su propiedad, su castillo de Bohemia, le dictaba el manuscrito a mi padre, que había sido durante diez años el taquígrafo del Parlamento. Un día se dio cuenta de que mi padre siempre respondía con evasivas cuando se le invitaba a comer y le preguntó por qué lo hacía. Mi padre le contestó que solo tomaba comida ritual —lo que, en efecto, hizo mi familia hasta la Primera Guerra Mundial—. El ministro Bärnreither ordenó que su carroza fuera cada día dos veces a un pueblo cercano y recogiera comida kosher para mi padre, a fin de que no tuviera que seguir viviendo a base de pan, mantequilla y queso.
En el ministerio en el que trabajaba mi padre por aquella época había un jefe de sección que le pidió que tomara notas taquigráficas de una sesión. Mi padre se rehusó a hacerlo, indicando que ese día era el de la fiesta principal, el Yom Kippur. Ese día se ayuna las 24 horas, se reza y, por supuesto, no está permitido trabajar. El jefe de sección amenazó a mi padre c...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Nota preliminar
  5. Frankl, 1954. Pintura al óleo de Florian Jakowitsch. © Imagno/Viktor Frankl Archiv.
  6. Índice
  7. LO QUE NO ESTÁ ESCRITO EN MIS LIBROS. MEMORIAS
  8. Información adicional