UNO
LA TORMENTA QUE SE AVECINA SOBRE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL
Era como si la civilización occidental estuviera ardiendo, justo ante nuestros ojos. La gran catedral conocida durante siglos como Notre Dame de París ardió en una noche de abril, y los daños fueron catastróficos. La majestuosa catedral que había simbolizado a París durante más de novecientos años era una brasa encendida.
La imagen icónica de Notre Dame es más que una proeza del ingenio arquitectónico; la catedral se erigió como un monolito esencial de la civilización occidental, que señalaba el papel central del cristianismo en el desarrollo de la identidad europea. De hecho, el diseño de su estructura marcó el surgimiento de la arquitectura gótica, un estilo arquitectónico destinado sobre todo a comunicar la trascendencia y la gloria de Dios. La arquitectura gótica pretende que la persona que se adentre en su espacio se sienta pequeña, casi infinitesimal. Las aparentemente interminables líneas perpendiculares dirigen los ojos hacia arriba incluso ante la impresión que deja la magnitud del espacio. El mensaje que enviaba la arquitectura de las catedrales estaba claro: el cosmos habla de la gloria de Dios.
Las grandes catedrales de Europa, y sus sucesoras en otros lugares, tenían el propósito de declarar en términos descomunales la identidad cristiana a toda la sociedad. Durante siglos, las catedrales y sus altísimas torres y agujas dominaron el paisaje de Europa. El mensaje sería claro.
La relevancia del incendio de Notre Dame en la crisis de la civilización occidental estaba ahí a la vista de todos, pero pocos parecían verla. La historia de la civilización occidental no puede contarse sin las catedrales de Europa. Que catedrales como Notre Dame dominaran durante siglos el horizonte de las ciudades europeas señala el papel central del cristianismo a la hora de proporcionar la cosmovisión que hizo posible la civilización occidental. Los principios básicos de la teología y la ética cristianas construyeron la superestructura de la cultura europea, aportando su moralidad, las afirmaciones básicas de la verdad, la comprensión del cosmos y el lenguaje del significado.
Y todo eso estaba en llamas, pero la amenaza a los valores de la cultura occidental ya llevaba tiempo encendida.
La historia de Notre Dame relata la erosión del dominio del cristianismo sobre la civilización occidental. La tormenta en ciernes del secularismo puede contarse con el relato de la catedral más famosa del mundo. Más allá de las piedras y el mortero, la historia de Notre Dame capta la pena del secularismo y de su corrosiva determinación de exterminar la influencia de la cosmovisión cristiana.
Una historia de los tiempos
Cuando la Revolución francesa arrasó las calles de París, los revolucionarios radicales procuraban erradicar la herencia cristiana de Francia. El 10 de octubre de 1793, los revolucionarios marcharon hasta Notre Dame y sustituyeron la estatua de la virgen María por una estatua a la diosa de la razón.
De ese modo, una sociedad enmarcada, forjada y fundada sobre la cosmovisión cristiana trataba de limpiarse de todo vestigio cristiano. La Revolución francesa seguía una visión radical de una cosmovisión secular gobernada no por la creencia religiosa, sino por el culto a la razón. Pero, como era de esperar, el culto a la razón fracasó, no pudo mantener el movimiento revolucionario. Cuando la Revolución francesa destronó a Dios, sumergió a la sociedad francesa en «El terror», un caos de locura y asesinatos. La revolución reveló la absoluta insuficiencia del laicismo para establecer una civilización y ordenar una sociedad.
Así, en 1794, el llamado culto al Ser Supremo reemplazó al culto a la razón. Esto no significó de ninguna manera un regreso de los franceses al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, no volvieron al Dios trinitario de la Biblia. Más bien, los franceses crearon un nuevo dios a su propia imagen. Crearon una nueva deidad cósmica que esperaban que sirviera como el control necesario sobre las pasiones revolucionarias.
Luego, en 1801, Napoleón devolvió a la Iglesia Católica Romana el estatus de religión nacional de Francia, pero lo hizo como una maniobra puntual. La Iglesia estaba subordinada al régimen autocrático y totalitario del emperador Napoleón Bonaparte. No le concedió autonomía en su imperio, pero comprendió el valor de la Iglesia como una institución de moralidad, que le parecía necesaria para una sociedad bien ordenada. Napoleón veía la tradición cristiana de manera pragmática, como una herramienta para mantener el orden, y no como base de una cosmovisión de la sociedad. De hecho, a principios del siglo veinte, el gobierno francés incluso reclamó la propiedad de las principales iglesias de Francia, incluida Notre Dame.
Por lo tanto, es el estado francés el que debe reconstruir Notre Dame, no la Iglesia Católica Romana. Aunque la Iglesia Católica utiliza la catedral para sus funciones religiosas, no es propietaria de ella. Además, los franceses tienen ahora un gran debate sobre el futuro de la catedral. ¿Volverá a su grandiosidad formal o se convertirá ahora en un monumento a la confusión posmoderna? Lo más probable es que sea lo segundo.
Cuando la tormenta del laicismo truena en el horizonte, a menudo parece algo sin importancia, nada temible, un mero cambio de clima. Pero el laicismo seducirá a una civilización para que se aleje de los mismos cimientos sobre los que se irguió durante siglos. La historia de Notre Dame apunta al final del secularismo: lo que una vez fue un testimonio de la centralidad del cristianismo en la cultura es ahora sobre todo un monumento civil y un símbolo del nacionalismo francés. De hecho, cuando el presidente francés Emmanuel Macron realizó su declaración, lamentó la pérdida de un tesoro nacional, en un sentimiento carente de reflexión teológica y ajeno al significado de la catedral dentro de la herencia cristiana de la nación.
Esto ya no es una respuesta sorprendente, y el patrón no se limita a Francia. Algo fundamental ha reformado toda nuestra cultura. En Europa, el proceso está ahora muy avanzado, y la descristianización de las sociedades europeas es ya una realidad en gran medida en Canadá, donde la sociedad, a este respecto, se parece mucho más a Europa que a Estados Unidos, que está justo al otro lado de su frontera. En Estados Unidos, podemos ver el mismo proceso ahora en marcha, y acelerando. Con el tiempo, este proceso reformará toda la cultura. Está sucediendo ahora mismo, justo ante nuestros ojos.
El avance secular
El nuevo entorno cultural y moral de Occidente no surgió de un vacío. Los enormes cambios intelectuales han dado y vuelto a dar forma a la cultura occidental desde el amanecer de la Ilustración. En el corazón de este gran cambio intelectual hay un replanteamiento secular de la realidad.
La palabra «secular», en términos de conversación sociológica e intelectual contemporánea, se refiere a la ausencia de cualquier autoridad o creencia teísta vinculante. Es tanto una ideología, que se conoce como secularismo, como una consecuencia, que se conoce como secularización. Esto último no es una ideología; es un concepto y un proceso sociológico por el cual las sociedades se vuelven menos teístas, y en nuestro contexto esto significa menos cristianas en el panorama general. A medida que las sociedades entran en una modernidad más profunda y progresiva, salen de una situación en la que la creencia religiosa —concretamente, la creencia en el Dios de la Biblia— proporcionaba la autoridad que mantenía unida a la sociedad y aportaba una moral común, un común entendimiento del mundo y un concepto común de lo que significaba ser humano. Las sociedades secularizadas se dirigen a una realidad en la que cada vez habrá menos creencia teísta y menos autoridad hasta que apenas quede memoria de la existencia de tal autoridad vinculante.
La secularización de Europa se ha producido a lo largo de más de doscientos años. Lo que comenzó como un juego de salón de los filósofos se ha convertido ya en el motor ideológico de la sociedad. En Europa, acontecimientos como la Revolución francesa aceleraron el proceso, pero también lo hicieron las dos devastadoras guerras mundiales del siglo veinte. Por muchas razones, Estados Unidos no siguió el programa de secularización de Europa. Durante al menos un siglo, Estados Unidos resistió la secularización de la sociedad occidental de maneras que dejaron perplejos a muchos intelectuales. En algunos países escandinavos, menos del 2 % de las personas asiste regularmente a la iglesia, mientras que se estima que el 40 % de los estadounidenses al menos afirma asistir con regularidad a la iglesia. La gran mayoría de los estadounidenses afirma al menos que cree en Dios. Esas estadísticas han llevado a muchos cristianos de Estados Unidos a creer que la mayoría de los estadounidenses comparte las mismas creencias generales sobre Dios, la moralidad y el significado del mundo.
Sin embargo, hay un sector de la vida pública del país que ha seguido el ritmo de la secularización de Europa: las universidades. Si la secularización consiste en última instancia en la evaporación de la creencia religiosa y de su autoridad, entonces este proceso ha triunfado en la cultura universitaria estadounidense. Cuanto más se acerca uno a la mayoría de las universidades de nuestro país, más se acerca a un espacio público laico, un lugar laico desde el punto de vista intelectual. Además, los motores de la cultura son las élites intelectuales. ¿Y dónde se aglutinan para una influencia óptima sobre los jóvenes? En el campus de la universidad. La clase intelectual y las élites académicas, que representaban una visión mucho más radical de Estados Unidos que la que la mayoría del país entendía, veían dónde estaba el futuro: en la juventud.
La secularización que Estados Unidos ha evitado en gran medida en el pasado está viva en sus instituciones de enseñanza superior y se ha liberado en la nación a lo largo de muchas generaciones sucesivas de estudiantes cuya visión del mundo ha sido moldeada por las élites intelectuales seculares. Así, las condiciones intelectuales de Estados Unidos son cuantitativa y cualitativamente diferentes de las que dominaban en la cultura hace apenas veinte años. La tormenta de pensamiento secular que ha inundado las naciones de Europa se ha extendido ahora sobre el Atlántico. Ya podemos ver los efectos en nuestra sociedad, con una revolución en la moral, la ética y la cosmovisión total en el horizonte.
Los pensadores estadounidenses y europeos que primero trataron de entender lo que estaba sucediendo pensaban que la decadencia de la religión —en particular, el cristianismo— era un proceso que la edad moderna desencadenaría de forma automática. Ser moderno sería abandonar la creencia en Dios. La vieja moral cristiana se desharía y sería reemplazada por una nueva moral secular, que incluye una nueva moral sexual.
Pero el duro ateísmo y agnosticismo característico de las élites intelectuales y políticas no fue seguido por la población en general. En cambio, lo que ocurrió entre los milénicos fue el avance de una gran indiferencia religiosa. En palabras de Stephen Carter, profesor de Derecho en la Universidad de Yale, Dios se convirtió en una afición, con cada vez menos aficionados serios.1
Peter Berger, uno de los más agudos estudiosos de la secularización, llegó a la conclusión de que Estados Unidos se estaba secularizando, pero siguiendo un patrón diferente al de Europa.2 Como Berger ha explicado, en los Estados Unidos del siglo veintiuno, el cristianismo y la religión en general se transformaron en algo no cognitivo y opcional. Las creencias y doctrinas perdieron importancia y con frecuencia retrocedieron en significado. Como resultado, se perdió la autoridad vinculante de la tradición moral cristiana o de cualquier tradición religiosa. En consecuencia, muchos de nuestros amigos y vecinos siguen profesando la fe en Dios, pero esa profesión está cada vez más vacía de cualquier autoridad moral o contenido intelectual serio. Mirando desde fuera, Estados Unidos no parecía estar secularizándose al mismo ritmo que Europa. Sin embargo, la realidad es que las profesiones de fe en Dios tenían cada vez menos sustancia teológica o espiritual real. Estados Unidos está cayendo en su propio momento Notre Dame; y nuestra propia sociedad es mucho más secular de lo que la mayoría de los estadounidenses cree. Ahora, las tendencias dominantes en nuestro país apuntan a una secularización mucho más agresiva en el futuro. Estados Unidos está empezando a parecerse a Europa, y parece que la está alcanzado rápidamente.
Berger predijo que el colapso de los compromisos religiosos conscientes, junto con la ruptura de la autoridad vinculante, llevarían a que, ante la oposición cultural, la creencia en Dios o los principios religiosos capitularía rápidamente ante la agenda secular, que es justo lo que está sucediendo en la cultura general. Hace solo diez años, casi todas las encuestas mostraban que la mayoría de los estadounidenses se oponía al matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, en nuestros días, hay una mayoría —que incluye a muchos de los mismos encuestados hace una década— que ha emitido un juicio moral opuesto sobre el mismo tema. Tal como Berger explicó, cuando la marea cultural se volvió en contra de los compromisos religiosos vacíos de nuestra sociedad, la gente no tuvo ningún reparo en dejar a un lado su juicio moral sobre la homosexualidad para mantener su posición social. Adaptaron sus creencias religiosas y sus juicios morales para estar «en el lado correcto de la historia», tal como lo dirigían los progresistas de la cultura.
Uno de los acontecimientos más claros de las dos últimas décadas ha sido la inevitable colisión entre la libertad religiosa —la «libertad primera» y más preciada de Estados Unidos— y las recién inventadas libertades sexuales. La colisión más urgente la provocó la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo por parte del Tribunal Supremo en el 2015. En los últimos años, ha quedado claro que todo el movimiento LGTBQ representa un claro desafío para cualquiera que se aferre a la posición histórica y bíblica sobre la moral sexual y el matrimonio.
Así pues, el telón de fondo de las elecciones presidenciales del 2020 revela aún más el omnipresente secularismo que redefine los fundamentos tradicionales de la civilización occidental. Las primarias demócratas han subrayado especialmente el ritmo de las demandas del laicismo. Muchos de los candidatos se presentaron lo más a la izquierda posible, tratando de superarse unos a otros en posiciones radicales que habrían sido impensables en su partido hace solo cuatro años. ¿En qué realidad política hemos caído cuando la senadora de Nueva York y excandidata a la presidencia por los demócratas, Kirsten Gillibrand, abogó por el aborto de bebés no nacidos como la opción cristiana?
De hecho, la candidatura del alcalde de South Bend, Pete Buttigieg, que es homosexual y está casado con un hombre, sirve de ejemplo. Buttigieg se identifica como cristiano y miembro de la Iglesia Episcopal, y pide un resurgimiento del cristianismo liberal. En su opinión, el eclipse de la moral sexual cristiana tradicional es una liberación de la sexualidad humana. De hecho, reivindica una identidad cristiana a la vez que priva al cristianismo de sus enseñanzas irrenunciables, incluida la definición del matrimonio. Pero sin esta verdad y doctrina no hay verdadero cristianismo. Buttigieg simboliza la secularización del cristianismo que no adopta una forma dura de secularismo. La candidatura de Buttigieg muestra el cambio radical en la comprensión del cristianismo en nuestra cultura y su intento de apartarse de las enseñanzas explícitas de la Biblia, un alejamiento del cristianismo de sus raíces históricas y bíblicas. Buttigieg, además, sostuvo que su fe cristiana no lo llevó a otra conclusión que una agenda secular y progresista, que apoya el acceso libre al aborto y a todos los aspectos de la revolución sexual. Buttigieg trató de elaborar un argumento teológico para rechazar las enseñanzas cristianas históricas. Afirmó que la única forma viable de leer la Biblia es una nueva ortodoxia secular. Planteó un lugar para la religión en la esfera pública, pero solo para una religión en línea con su teología secularizada.
La candidatura de Buttigieg, aunque es importante como evolución política, lo es aún más como indicador de la dirección en que se encamina nuestra cultura. El cristianismo histórico es ahora objeto de un rechazo cada vez mayor, o de ser cada vez más relegado a la insignificancia cultural. O, como en el caso de Buttigieg, se redefine el cristianismo para cumplir con el nuevo «arco» de moralidad progresista.
La imposibilidad de creer
El filósofo canadiense Charles Taylor ha investigado minuciosamente la influencia y los efectos de la secularización en el mundo occidental. Como explicó en su importante libro La era secular, la forma en que la gente se aferra a las convicciones teológicas y a los principios religiosos en la era moderna es fundamentalmente distinta de la forma en que la gente creía en el pasado.3 La modernidad ha hecho que la creencia religiosa sea provisional, opcional y mucho menos urgente de lo que era en el mundo premoderno. Como señaló Taylor, en este lado de la modernidad, cuando la gente cree, toma la decisión de creer que las generaciones anteriores no tomaban. Para muchas personas, la creencia ah...