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Tercera estrofa. El segundo de los tres Espíritus.
Se despertó á causa de un sonoro ronquido.
Incorporándose en el lecho trató de recoger sus ideas. No hubo precision de advertirle que el reloj iba á dar la una. Conoció por sí mismo que recobraba el conocimiento, en el instante crítico de trabar relaciones con el segundo espíritu que debia acudirle por intervencion de Jacobo Marley. Pareciéndole muy desagradable el escalofrío que experimentaba por adivinar hácia qué lado le descorreria las cortinas el nuevo espectro, las descorrió él mismo, y reclinando la cabeza sobre las almohadas, se puso ojo avizor, porque deseaba afrontar denodadamente al espíritu así que se le apreciese, y no ser sorprendido ni que le embargase una emocion demasiado viva.
Hay personas de espíritu despreocupado, hechas á no dudar de nada; que se rien de toda clase de impresiones; que se consideran en todos los momentos á la altura de las circunstancias; que hablan de su inquebrantable valor enfrente de las aventuras más imprevistas y se declaran preparados á todo, desde jugar á cara ó cruz hasta comprometerse en un lance de honor (creo que apellidan de esta manera al suicidio). Entre estos dos extremos, aunque separados, á no dudarlo, por anchuroso espacio, existen infinidad de variedades. Sin que Scrooge fuera un maton como los que acabo de indicar, no puedo menos de rogaros que veais en él á una persona que estaba muy resuelta á desafiar un ilimitado número de extrañas y fantásticas apariciones, y á no admirarse absolutamente de nada, ya se tratase de un inofensivo niño en su cuna, ya de un rinoceronte.
Pero si estaba preparado para casi todo, no lo estaba en realidad para no esperar nada, y por eso cuando el reloj dió la una, sin que apareciese ningun espíritu, se apoderó de él un escalofrío violento y se puso á temblar con todo su cuerpo. Transcurrieron cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora y nada se veia. Durante aquel tiempo permaneció tendido en la cama, sobre la que se reunian, como sobre un punto central, los rayos de una luz rojiza que lo iluminó completamente al dar la una. Esta luz, por sí sola, le producia más alarma que una docena de aparecidos, porque no podía comprender ni la significación ni la causa, y hasta se figuraba que era víctima de una combustion espontánea, sin el consuelo de saberlo. A lo último comenzó á pensar (como vos y yo lo hubiéramos hecho desde luego, porque la persona que no se encuentra en una situacion difícil es quien sabe lo que se deberia hacer y lo que hubiera hecho); á lo último, digo, comenzó á pensar que el misterioso foco del fantástico resplandor podria estar en el aposento inmediato, de donde, á juzgar por el rastro lumímico, parecia venir. Esta idea se apoderó con tanta fuerza de Scrooge, que se levantó sobre la marcha, y poniéndose las zapatillas fué suavemente hácia la puerta.
En el momento en que ponia la mano sobre el picaporte, una voz extraña lo llamó por su nombre y le excitó á que entrase. Obedeció.
Aquel era efectivamente su salon, no habia duda, pero transformado de una manera admirable. Las paredes y el techo estaban magníficamente decorados de verde follaje: aquello parecia un verdadero bosque, lleno en su fronda de bayas relucientes y camesíes. Las lustrosas hojas del acebo y de la hiedra reflejaban la luz como si fueran espejillos. En la chimenea brillaba un bien nutrido fuego, como no lo habia conocido nunca en la época de Marley y en la de Scrooge. Amontonados sobre el suelo y formando como una especie de trono, habia pavos, gansos, caza menor de toda clase, carnes frias, cochinillos de leche, jamones, varas de longaniza, pasteles de picadillo, de pasas, barriles de ostras, castañas asadas, carmíneas manzanas, jugosas naranjas, suculentas peras, tortas de reyes y tazas de humeante ponche que oscurecia con sus deliciosas emanaciones la atmósfera del salon. Un gigante, de festivo aspecto, de simpática presencia, estaba echado con la mayor comodidad en aquella cama, teniendo en la mano una antorcha encendida, muy semejante al cuerno de la abundancia: la elevó por encima de su cabeza, á fin que alumbrase bien á Scrooge cuando éste entrabrió la puerta para ver aquello.
—Adelante, gritó el fantasma; adelante. No tengais miedo de trabar relaciones conmigo.
Scrooge entró tímidamente haciendo una reverencia al espíritu. Ya no era el ceñudo Scrooge de antaño, y aunque las miradas del fantasma expresaban un carácter benévolo, bajó ante las de éste las suyas.
—Soy el espíritu de la presente Navidad, dijo el fantasma. Miradme bien.
Scrooge obedeció respetuosamente. El espectro vestía una sencilla túnica de color verde oscuro, orlada de una piel blanca. La llevaba tan descuidadamente puesta, que su ancho pecho aparecia al descubierto como si despreciase revestirse de ningun artificio. Los piés, que se veian por bajo de los anchos pliegues de la túnica, estaban igualmente desnudos. Ceñia á la cabeza una corona de hojas de acebo sembradas de brillantes carámbanos. Las largas quedejas de su oscuro cabello pendian libremente; su rostro respiraba franqueza; sus miradas eran expresivas; su mano generosa; su voz alegre, y sus ademanes despojados de toda ficcion. Suspendida del talle llevaba una vaina roñosa, pero sin espada.
—¡No habeis visto cosa que se le parezca! dijo el espíritu.
—Jamás.
—¿No habeis viajado con los individuos más jóvenes de mi familia; quiero deciros (porque yo soy jóven) mis hermanos mayores de estos últimos años?
—No lo creo y aun sospecho que no. ¿Teneis muchos hermanos?
—Más de mil ochocientos.
—¡Familia terriblemente numerosa, gigante!
El espíritu de la Navidad se levantó.
—Conducidme, dijo con sumision Scrooge, adonde querais. He salido anoche contra mi voluntad y he recibido una leccion que comienza á producir sus frutos. Si esta noche teneris alguna cosa que enseñarme, os prometo que la aprovecharé.
—Tocad mi vestido.
Scrooge cumplió la órden y se agarró á la túnica. Inmediatamente se desvaneció aquel conjunto de comestibles que en el salon habia. El aposento, la luz rojiza, hasta la misma noche desaparecieron tambien, y los viajeros se encontraron en las calles de la ciudad la mañana de Navidad, cuando las gentes, bajo la impresion de un frio algo vivo, producian por todas partes una especie de música discordante, raspando la nieve amontonada delante de las casas ó barriéndola de las canalones, de donde se precipitaba en la calle con inmensa satisfaccion de los niños, que creian ver en aquello como avalanchas en pequeño.
Las fachadas de los edificios, y aun más las ventanas, aparecian doblemente oscuras, por la diferencia que resultaba comparándolas con la nieve depositada en los tejados y aun con la de la calle, si bien ésta no conservaba la blancura de aquélla, pues los carromatos con sus macizas ruedas la habian surcado profundamente: los carriles se extrecruzaban de mil modos millares de veces en la desembocadura de las calles, formando un inestricable laberinto sobre el amarillento y endurecido lodo y sobre el agua congelada. Las calles más angostas desaparecian bajo una espesa niebla, la cual caia en forma de aguanieve, mezclada con hollín, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran concertado para limpiarse alegremente. Londres, entonces, no tenia nada de agradable, y sin embargo, se echaba de ver por de quiera un aire tal de regocijo, que ni en el dia más hermoso, ni bajo el sol más deslumbrante del verano se veria otro igual.
Un efecto. Los hombres que se ocupaban de limpiar la nieve de los tejados, parecian gozosos y satisfechos. Se llamaban unos á otros, y de rato en rato se dirigian, chancéandose, bolas de nieve (proyectil más inofensivo seguramente que muchos sarcasmos) riéndose cuando acertaban y aun más cuando no.
Las tiendas de volatería estaban medio abiertas tan sólo: las de frutas y verduras lucian en todo su esplendor. Por esta parte se ostentaban á cada lado de las puertas, anchurosos y redondos canastos henchidos de soberbias castañas, como ostentan sobre su vientre el ámplio chaleco los panzudos y viejos gastrónomos: aquellos canastos parecian próximos á caer, víctimas de su apoplética corpulencia. En otra parte figuraban las cebollas de España, rojas, de subido color, de abultadas formas, recordando por su gordura los frailes de su patria, y lanzando arrebatadoras miradas á las jóvenes que, al pasar por allí, se fijaban discretamente en las ramas de hiedra suspendidas de las paredes. Más allá, en apetitosos montones, peras y manzanas; racimos de uvas que los vendedores habian tenido la delicada atencion de exponer, en lugar visible, para que á los aficionados se les hiciera la boca agua y refrescaran así gratis; pilas de avellanas musgosas y morenas que train á la memoria los paseos en el bosque, donde se hunde uno hasta el tobillo en las hojas secas; biffins de Norfolk gruesos y oscuros, que resaltaban el color de las naranjas y de los limones, recomendables por su aspecto jugoso, para que los compraran á fin de servirlos á los postres.
Los peces de oro y de plata, expuestos en peceras, en medio de aquellos productos escogidos, si bien individuos de una raza triste y apática, parecian advertir, aunque peces, que sucedia algo extraordinario, porque giraban por su estrecho recinto con estúpida agitacion.
¡Y los ultramarinos! Sus tiendas estaban casi cerradas, excepto un tablero ó dos, pero ¡qué magníficas cosas se podian ver por las aberturas de estos! No era solamente el agradable sonido de las balanzas al caer sobre el mostrador, ni el crujido del bramante entre las hojas de las tijeras que lo separaban del carrete para atar los lios, ni el rechinamiento incesante de las cajas de hoja de lata donde se conserva el thé ó el café para servirlo á los parroquianos. Tras, tras, tras, sobre el mostrador: aparecen, desaparecen, se revuelven entre las manos de los dependientes como los cubiletes entre las de un prestidigitador. Allí no se debía fijar uno especialmente en elaroma del thé y del café tan agradables al olfato. Las pasas hermosas y abundantes; las almendras tan blancas; las cañas de canela tan largas y rectas; las demás especias tan gustosas; las frutas confitadas y envueltas en azúcar candi, á cuya sola vista los curiosos se chupaban el dedo; los jugosos y gruesos higos; las ciruelas de Toura y de Agen, de suave color rojo y gusto ácido, en sus ricas cestillas; y por último, todo lo que allí habia adornado con su traje de fiesta, llamaba la atencion. Era preciso ver á los afanosos parroquianos realizar los proyectos que habian formado para aquel dia, empujarse, tropezarse violentamente con la banasta de las provisionesm olvidándose, á lo mejor, de sus compras, volviendo á buscarlas precipitadamente, cometiendo otras equivocaciones, pero sin perder el buen humor, entranto que el dueño de la tienda y sus dependientes daban tantas muestras de amabilidad y de franqueza que no habia más que pedir.
Pero luego llamaron las campanas de las iglesias y de las capillas á que se acudiese á los oficios: bandadas degentes vestidas con sus mejores trajes, con muestras de júbilo y ocupando de lado á lado las calles acudieron al llamamiento. A la vez y desembocando de las callejuelas laterales y de los pasadizos, se dirigieron un gran número de personas á los hornos para que les asaran las comidas. Esto inspiró un interés grandísimo al espíritu, porque situándose con Scrooge á la puerta de una tahona, levantaba la tapadera de los platos, á medida que los iban llevando, y como que los regaba de incienso con su antorcha; antorcha bien extraordinaria en verdad, porque en dos ocaciones, habiéndose tropezado, un poco bruscamente, algunos de los portadores de comidas, á causa de la prisa que llevaban, dejó caer sobre ellos unas pocas gotas de agua, é inmediatamente los enojados tomaron á risa el fracaso, diciendo que era una vergüenza reñir en Navidad. Y nada más cierto, Dios mío, nada más cierto.
Poco á poco fueron cesando las campanas y los tahonas se cerraron, pero qudaba como un placer anticipado de las comidas, de los progresos que iban haciendo, en el vapor que se difundia por el aire escapándose de los encendidos hornos.
— ¿Tienen alguna virtud particular las gotas que se desprenden de vuestra antorcha? preguntó Scrooge.
—Seguramente: mi virtud.
—¿Puede comunicarse á toda clase de comida hoy?
—A toda clase de manjar ofrecido de buen corazon y particularmente á las personas más pobres.
—¿Y por qué á las más pobres?
—Porque son las que sienten mayor necesidad.
—Espíritu, dijo Scrooge despues de meditar un rato; estoy admirado de que los seres que se agitan en las esferas suprasensibles, que espíritus como vosotros, se hayan encargado de una comision poco caritativa; la de privar á esas pobres gentes de las ocaciones que se les ofrecen de disfrutar un placer inocente.
—¡Yo! exclamó el espíritu.
—Sí, porque les privais de medios de comer cada ocho dias; en el dia en que se puede decir verdaderamente que comen. ¿No es positivo?
—¿Yo?
—Ciertamente: ¿no consiste en vosotros que esos hornos se cierren en el dia del sabado? ¿No resulta entonces lo que yo he dicho?
—¿Yo, yo, busco eso? —¡Perdonadme si me he equivocado! Eso se hace en vuestro nombre ó por lo menos en el de vuestra familia.
—Hay, dijo el espíritu, en la tierra donde habitais, hombres que abrigan la presuncion de convencernos, y que se sirven de nuestro nombre para satisfacer sus culpables pasiones, el orgullo, la perversidad, el odio, la envidia, la mojigatería y el egoismo, pero son tan ajenos á nosotros y á nuestra familia, como si no hubieran nacido nunca. Acordaos de esto y otra vez hacedles responsables de lo que hagan y no á nosotros.
Scrooge se lo prometió y de seguida se trasladaron, siempre invisibles, á los arrabales de la ciudad. En el espíritu residia una facultad maravillosa (y Scrooge lo advirtió en la tahona); la de poder sin inconveniente, y á pesar de su gigantesca estatura, acomodaron á todos los lugares, sin que bajo el techo menos elevado perdiese ...