14
Trabajo en equipo
Los Bulls firmaron la mejor temporada regular de la historia de la franquicia, con 61 victorias y 21 derrotas, en el curso 1990-91. Con este balance lideramos la clasificación y nos aseguramos ventaja de campo en todas las eliminatorias por el título. A lo largo de la temporada, un exultante despliegue de energía nos acompañó en la pista. Anotamos 155 puntos contra Phoenix una noche de diciembre después de habernos apuntado 151 solo cinco partidos antes en Denver. Scottie hizo dieciséis de diecisiete en tiros de campo en Charlotte en febrero. En el All-Star de ese año gané mi segundo concurso de triples, con un récord de diecinueve tiros consecutivos: una victoria personal para mí y otro empujón emocional para el equipo, que nos ayudó a impulsarnos en la segunda mitad de la temporada. Saber que tienes al campeón del concurso de triples en tu equipo es bueno para la moral. También esa temporada Phil Jackson asumió riesgos importantes, sentando a Michael Jordan en los últimos minutos de partidos apretados. Phil quería demostrarse y demostrarnos que podíamos ganar sin Michael de ser necesario. Y eso hicimos.
Una de las muchas cosas que me encantan del deporte, del baloncesto en particular, es que es capaz de recordarnos de lo que somos capaces los seres humanos cuando trabajamos juntos. Una comunicación casi telepática empieza a configurarse en el grupo. El aislamiento de la individualidad se evapora cuando un grupo trabaja en equipo y con respeto con el mismo objetivo. El trabajo duro en el gimnasio, el triángulo, la incansable defensa, el liderazgo de Michael y Phil y el indestructible lazo entre el banquillo y los titulares: todo aquello se sumó para ofrecernos momentos realmente sobresalientes aquella temporada. Veíamos cómo nos transformábamos: de un equipo que construía para el futuro a un equipo cuyo futuro era ya presente.
Scottie Pippen me dio una motivadora arenga antes del concurso de triples de aquel año. «Este es el impulso que necesitamos, Hodge. Sal ahí y defiende tu título. Demuéstrale al mundo que todavía tenemos al mejor tirador de la liga en nuestro equipo». Cogí la primera bola del carro y una sensación de pacífico abandono se apoderó de mí. Encestaba un tiro tras otro, una ronda tras otra. No existía nada más que no fuera el aro, la bola y yo. Anoté veinte puntos en la primera ronda y sentí que el concurso era mío. Alguien tuvo que contarme después de la semifinal que había encestado diecinueve tiros seguidos, para un total de veinticuatro puntos. En la ronda final conseguí diecisiete puntos y derroté a Terry Porter. La puntuación total, sesenta y uno, estableció un nuevo récord. Sentí una gran dicha al terminar.
La liga, no obstante, habría preferido que hubiera sido otro el que ganara el concurso de triples aquel año, como señala Sam Smith en su libro The Jordan Rules:
La presencia de Hodges para defender su título fue recibida con muy poco entusiasmo. A los responsables de la liga les preocupaba que con el país en guerra con una nación musulmana, Hodges pudiera decir algo que los avergonzara si terminaba venciendo. Se comentó la posibilidad de pedir a Hodges que no mencionara a Alá en ningún discurso posterior en caso de resultar ganador.
Estados Unidos había empezado a bombardear Irak el 17 de enero de 1991, dos días después de concluir el ultimátum para su retirada de Kuwait (el 15 de enero, fecha de nacimiento de Martin Luther King). Yo sabía que Sadam Huseín había sido aliado de Estados Unidos y era un dictador despiadado que gobernaba un país fundamentalmente musulmán. No me importaba cuál era la religión mayoritaria en Irak. Igual que mi entrenador, Phil Jackson, creía que una guerra imperialista, iniciada con el objetivo de controlar los recursos de otros países y mantener la influencia en una determinada región, era un crimen. Estados Unidos no tenía ningún problema con el Sadam dictador, que manejaba a su población con mano de hierro e hizo todo lo que le pidió Estados Unidos con la supervisión de Reagan durante la guerra entre Irán e Irak. Sabía que la guerra del Golfo no tenía nada que ver con la liberación de un pueblo oprimido, como publicitaba la prensa. Si hubiera decidido hablar, lo habría hecho para denunciar un acto criminal, no en nombre de Alá. Además, si alguien se hubiera molestado en preguntar, se habrían enterado de que yo no me identificaba como musulmán.
Desde mi conversación con Tom Enlund cuando estaba en Phoenix, sabía que los peces gordos de la NBA me tenían miedo. Que agarrara un micrófono en el fin de semana del All-Star era posiblemente lo que querían; sería la excusa para expulsarme de la liga. Así que no les di el gusto. Sería más calculador y elegiría bien mis guerras para garantizar mi longevidad en la liga, lo que me ofrecería más oportunidades de denunciar las injusticias.
Me llevé a casa el premio de veinte mil dólares y mi segundo trofeo y fui recibido con una efusiva ovación del equipo cuando volví a Chicago. Ganar el segundo concurso de triples supuso más que una progresión en mi carrera; contribuyó a establecer una cierta distancia con circunstancias familiares tristes y desconcertantes, con mi divorcio de Carlita avanzando a paso de caracol en los tribunales. Más allá de la política, el baloncesto estaba ahí cuando me parecía que no había nada más. El baloncesto me sacó de un rincón oscuro y me ayudó a mantener una conciencia plena —que diría Phil— y a atender a mis hijos. Mi vinculación con el baloncesto se hizo todavía más profunda aquel fin de semana. Nunca me sentí más agradecido por ser un jugador profesional de la NBA.
Poco después del All-Star, Phil Jackson, en un entrenamiento previo a un partido contra Milwaukee, preguntó a todo el equipo:
—¿Quién quiere que el Ejército entre en Bagdad y vaya a por Sadam?
Las manos de Pippen, Grant y Jordan se levantaron, como sucedió con las de la mayoría de los jugadores presentes en el vestuario. Jordan, cuyo hermano era militar y estaba destinado en Alemania por entonces, dijo:
—Tendríamos que espachurrar a bombazos a ese hijo de puta.
Los demás jugadores respondieron con un coro de aclamaciones.
Me parecía que Phil y yo éramos los únicos en aquella habitación que reconocíamos lo inhumano, injusto y estúpido que era todo aquello. Phil respondió:
—¿No os dais cuenta de que habrá una respuesta? ¿Pensáis que se puede incitar a la violencia contra las personas y que no haya repercusiones? ¿De verdad queréis que vuestros hijos salten por los aires en cualquier cine porque convertimos a Irak en una nación terrorista? Las repercusiones de esta guerra afectarán a las generaciones futuras… Y también comprometerán todavía más nuestras libertades aquí, en nuestro país.
Phil estaba prediciendo, antes que casi nadie que yo conociera, el estado de seguridad nacional posterior al 11-S que sería establecido como parte de la guerra internacional contra el terrorismo.
Mientras Phil hablaba, el discurso de Martin Luther King «Más allá de Vietnam» resonaba en mi cabeza. Poco más de un mes antes había releído el discurso después de una ceremonia en Atlanta. Michael Jordan había llamado a mi habitación del hotel horas antes y me había dicho:
—Oye, Hodge, ¿quieres ir por mí a esta ofrenda floral a Martin Luther King?
Dominique Wilkins y él habían sido invitados a sumarse a la viuda de Martin Luther King, Coretta Scott King, para depositar unas flores en su tumba en la conmemoración oficial del aniversario de su nacimiento, que coincidió con nuestro viaje a Atlanta.
—Estas son cosas de las tuyas, no mías, Hodge —me dijo Jordan.
Dominique y yo colocamos las flores en la tumba de King, que descansa al lado de su madre, Alberta Williams King, asesinada en 1974 en la iglesia baptista Ebenezer de Atlanta. La tumba de mármol descansa sobre un círculo elevado de ladrillos rojos, rodeada por un pequeño lago. La experiencia fue más que conmovedora. Nunca me había sentido más ligado a mi madre y a mis tías, que habían participado en la lucha con King en los años sesenta.
Phil Jackson, Bill Cartwright y yo nos reunimos con Coretta en una sala privada del museo funerario después de la ceremonia. Los medios y los acompañantes de Coretta se quedaron fuera. Coretta se volvió hacia mí y me dijo:
—Craig, ¿eres consciente de lo doloroso que es para mí que la gente responsable de la muerte de Martin sufrague este museo? Cada vez que vengo me doy de bruces con la hipocresía y el encubrimiento.
Siguió hablando de la guerra del Golfo y lo molesta que estaba por que el Gobierno de Estados Unidos hubiera elegido el 15 de enero, el día en que nació Martin, como último día del ultimátum para empezar los bombardeos.
—No se me ocurre un insulto mayor a la memoria de Martin y no hace más que echar más sal en la herida saber que tantos hombres y mujeres negros morirán de forma desproporcionada combatiendo en la guerra.
Después del encuentro fui a la biblioteca y releí el discurso que había leído por última vez en la Universidad Estatal de California en Long Beach:
Estamos llamados a hablar por los débiles, por quienes no tienen voz, por las víctimas de nuestra nación y por aquellos a los que denomina «enemigos», porque ningún documento firmado por manos humanas puede hacer que estos humanos dejen de ser nuestros hermanos. […] Un día llegaremos a ver que es preciso transformar todo el camino a Jericó para que los hombres y las mujeres dejen de verse continuamente agredidos y asaltados en su periplo por la autopista de la vida. La verdadera compasión es más que echar una moneda a un mendigo. Supone entender que ...