Mi legado
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Mi legado

  1. 126 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Mi Legado, es un grito libertario, nacido desde lo más profundo de las entrañas de un ser, que se sometió a un proceso de deconstrucción, que le permitió encontrarse con sus miedos, sus frustraciones y desengaños, pero también le abrió la puerta para encontrar la tranquilidad, el orgullo, la satisfacción de lo vivido.En suma, el amor propio, después de lo cual y llegado el momento de reconstruirse comienza a empalmar una tierna historia de vida, que sin mayores pretensiones literarias, sí pretende ser un auténtico legado para las generaciones futuras.

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788412139167
ISBN del libro electrónico
9788412139174
Categoría
Literatura
CAPÍTULO IX
Cierro los ojos, tomo oxígeno y poco a poco me voy sumergiendo en un paisaje hermoso, el mar de Providencia, más exactamente en Cayo Cangrejo, tengo entre 29 y 30 años, me siento en paz, la brisa mueve mi corto cabello, el mar tiene diferentes colores, estoy sentada en una gran roca, para llegar a ella hay que subir una montañita con poca vegetación, está como flotando en el mar. Estoy con mi esposo Chito, nos miramos y nos conectamos en un silencio tranquilo y amoroso.
En ese momento, la vida era agradable, tenía buen trabajo, mi consultorio, buena clientela, entre semana atendía pacientes de San Andrés y Providencia, trabajaba con Caprecom, y tenía unas horas con el Seguro Social. El fin de semana trabajaba con la Flota Grancolombiana. Tenía algunos días de descanso y los aprovechaba para ir a Providencia.
Trabajaba mucho, me estaba realizando profesionalmente. Sin embargo, también fue una época de mucha fiesta y rumba por ser un lugar turístico. Durante casi todo el año teníamos visitas de familiares o de amigos. San Andrés es caribeño, es otra cultura.
Como laboralmente me iba bien, llegamos a un acuerdo con Chito, le sugerí que yo seguiría trabajando al mismo ritmo durante dos años mientras él, como ingeniero civil, conseguía contratos para ser independiente pues ese era su deseo.
Así fue como yo me encargaría de todos los gastos de la casa, hasta del mantenimiento de un cuatrimoto, eso no me afectaba pues lo podía hacer sin ningún problema. Finalmente, nunca Chito logró ser independiente. Soy consciente que eso no se dio por nuestra forma de vida bohemia e irresponsable.
Los fines de semana dábamos la vuelta a la isla en el cuatrimoto, era genial porque todos nos acomodábamos en ella, Juan José, Juan Felipe, María Claudia, Luis Guillermo y yo, llevábamos el coche de la niña y las mochilas con todo lo necesario para pasar un día en la playa.
Recuerdo el mar de un color azul claro que se oscurecía a medida que se alejaba de la playa, las palmeras atiborradas de cocos, las casitas de madera a un lado de la carretera, el contraste del verde de la vegetación con los colores del mar al otro lado de la vía.
Cuando salíamos, nuestra primera parada era en el Hoyo Soplador, nos tomábamos una cerveza, nos reíamos y divertíamos viendo como de ese hueco salía un aire fuerte con agua que nos mojaba a todos los que estábamos cerca. Luego seguíamos nuestro camino hacia San Luis; a un lado del camino había palmeras, entre ellas se hacían hogueras para cocinar.
Al otro lado, solo se veía el mar con arrecifes de formas hermosas y en algunas partes hasta pequeñas piscinas. Cuando llegábamos a San Luis, un sitio hermoso en esa época (1988), dejábamos el cuatrimoto al lado de la carretera, Chito y yo bajábamos nuestro trasteo, mientras los chinos ya estaban en el mar gritándonos: «esta delicioso, vengan». Yo miraba los ojitos llenos de lágrimas de la nena por la brisa del viaje, nos reíamos con Chito, porque a pesar de su incomodidad, se reía y disfrutaba al máximo con todos. Llevábamos una pelota para jugar, nos turnábamos con Chito para estar en la orilla con María (él le decía «mi princesita»), pedíamos el almuerzo al frente donde unos amigos muy queridos, nos preparaban una sopa de cangrejo deliciosa.
A Juan Felipe no le gustaba el pescado, entonces yo se lo desmenuzaba y le decía que eso era «pollo a la
pescada», el chinito me creía y se lo comía, definitivamente la inocencia de un niño es maravillosa.
En esos paseos no faltaba la cerveza, el whisky y el remate en la playa tocando guitarra hasta tarde, los chinitos con nosotros o Juan José cuidándolos en la casa.
Viene a mi mente una linda sensación, estamos todos en familia, los niños felices con su papá, él haciéndole cosquillas a la nena, me parece verla con esos ojotes grandes, su risa hermosa sin dientes, un bebé. Percibo mucha felicidad, me palpita rápido el corazón, veo en los ojos de Chito su alegría, su amor, su juventud, su desparpajo, su rumba, lo siento feliz por ser papá, chistoso, pilluelo, simpático, sus ojos brillan llenos de vida.
Chito era genial con los niños, cuando éramos jóvenes acordamos que él se encargaría de enseñarle a los hijos varones y les pondríamos el nombre de Juan, y yo me entendería con las niñas que se llamarían María, no tengo claro por qué hicimos ese pacto, pero lo cumplimos.
Cuando llegó la hora y nació María Claudia, me costó mucho trabajo, porque estaba acostumbrada a la patanería de los niños y con esa delicadeza de la nena me angustiaba lastimarla; también tenía miedo que viviera una infancia similar a la mía, pero Chito con sus genialidades apaciguaba estos temores, me ayudó muchísimo. Yo no dejaba a María con nadie, me la llevaba al consultorio, era la estrella, todos los pacientes tenían que ver con ella, decían: «qué bebé más hermosa».
Juan José y Juan Felipe eran más amigos de Chito que míos, los tres la pasaban delicioso hablando, jugando, estaban muy compenetrados. Cuando estábamos en casa jugaban a la mano peluda, los niños gritaban y la niña lloraba, entonces la alzaba y la abrazaba, él era muy fraterno y cariñoso.
En este momento tengo un recuerdo triste, era una época de festividad, María tenía aproximadamente siete meses cuando presentó un episodio de diarrea, la llevamos al pediatra suministrándole posteriormente el medicamento que él sugirió.
Mis padres estaban de visita y, por supuesto, nos pusimos a tomar hasta el amanecer. Yo escuché lejanamente llorar a alguien, pero como estaba tan anestesiada, no podía comprender que era María hasta que llegó a la casa una vecina y empezó a golpear durísimo en la puerta, estaba angustiada por el llanto de la niña.
Desperté a Chito y corra para el hospital, pues la niña tenía una obstrucción intestinal, el medicamento que le habían recetado era muy fuerte, supuestamente había que operar de inmediato. Fue entonces cuando mi papá tomó las riendas de la situación, expresándole al médico tratante que no permitiría que la operaran, pidiendo a continuación unos guantes en un tono de voz que el médico no se pudo negar, a pesar de lo contrariado que se encontraba por la actitud desafiante de mi papá. Así fue como le hizo un tacto rectal a la niña y salió una vaina que es igual al pasto como cuando lo guadañan y lo unen para votarlo, hasta del mismo color.
Después se dirige al médico y le dice: «esto es lo primero que se debe hacer ante un cuadro clínico como este, ya la niña puede aguantar mínimo dos días para ser operada».
Debido a la urgencia, Chito fue a conseguir tiquete para mí en el primer vuelo que salía para Bogotá, con la mala fortuna que no consiguió cupo. Mis padres si viajaron ese día y yo quedé con esa angustia, ese sentimiento de culpa, ese sudor frío que me invadía, los chinos desconsolados llorando por su hermanita.
Chito nos tranquilizaba, fueron momentos caóticos. Acordamos que quedaría hospitalizada hasta el otro día que yo podía viajar.
Mientras tanto, mi papá en Bogotá contactó un gastroenterólogo pediatra.
Al día siguiente viajé con esa pesadez, esa angustia, desorientada, culpable, anhelaba que el avión llegara rápido a Bogotá, cuando me doy cuenta que la nena no respira y empecé a gritar como loca ¡ayuda, la niña no respira! Aparece entonces un muchacho que se presenta como médico, no sé qué le hace a la niña y me tranquiliza, yo estaba en estado de shock, mi cuerpo temblaba como un papel, el médico me hablaba, yo no entendía nada. Me acompañó hasta que llegamos a Bogotá, cuando se despide le doy las gracias, creo que lo besé de puro agradecimiento.
Mi papá nos estaba esperando en las escaleras de la salida del avión con ambulancia, nos montamos para dirigirnos al Hospital Militar, canalizaron a la nena y arrancamos.
Cuando íbamos por la calle 26 había trancón, porque ese día habían secuestrado a Andrés Pastrana y mi papá se bajó de la ambulancia a «echar madrazos», los policías al verlo tan alterado nos dejaron pasar, finalmente llegamos al hospital.
El médico que examinó a la niña nos explicó que la cirugía tenía un alto riesgo, nos comentó que su hija de meses pasó por algo similar y no la pudieron salvar.
Sentí en su máxima expresión, la gravedad de la situación, se me unió el techo con el piso, no podía hablar, el sentimiento de culpa se apoderó de mí, tanto que no podía ni respirar.
Me explicó que el intestino se había metido dentro de él mismo. Después, entró a la sala de cirugía, la nena lo estaba esperando.
Mi papá me tranquilizó, me dijo que el médico era una eminencia y que todo se resolvería satisfactoriamente. Realmente todo salió bien, después de ocho horas la niña podía tomar líquidos, el mismo médico que la operó le dio el tetero y María empezó a recibirlo, lo miró feliz con su chupo en la boca y nos regaló una hermosa sonrisa. Fue un momento maravilloso.
¿Qué pudo haber vivido ese angelito durante ese tiempo de llanto producto de un intenso dolor? ¿Qué huellas en su ser habrán quedado por nuestra irresponsabilidad?
Mirando a los ojos de Juan José, veo tristeza, porque a él le tocó vivir las chifladuras de su papá y su mamá, él fue el más consciente de la irresponsabilidad y el desorden que vivimos Chito y yo.
Juan José fue el responsable de sus hermanos, Juan Felipe y María Claudia; a ella le cambiaba los pañales, le daba el tetero, hacia lo que podía, mientras nosotros rumbeábamos.
Tengo un recuerdo de Juan José sentado en las escaleras de la entrada del apartamento, donde vivíamos en un tercer piso, con sus manitas en la cabeza, sus ojitos a punto de llanto, desesperado porque eran como las nueve de la mañana y nosotros no llegábamos. Cuando nos vio, se puso a llorar y salió corriendo para su cuarto. Cuanta angustia y miedo viviría desde que se despertó, hasta el momento en que llegamos.
En ese tiempo vivíamos en San Andrés, Juan José estudiaba en un colegio adventista. Allí no estaban de acuerdo con que los papás fueran a fiestas, fumaran, ni tomaran trago, les enseñaban otras cosas. Los ponían, por ejemplo, a llorar por los pecadores del mundo.
Al evocar los ojos de angustia del niño, se me contrae el estómago, siento un nudo en la garganta y una profunda tristeza que me rompe, me desarma, me siento culpable, devastada por haber ofendido de forma tan terrible a mi hijo.
Me aflige el estrés y el dolor que le ocasioné al pequeño Juan José.
Cuando yo era pequeña, padecí algo similar a lo que vivió Juan José. A mí me acompañaba la tristeza y el dolor cada vez que mis papás tomaban, yo amaba a mi papá, desafortunadamente traicionó el amor que me declaraba.
Cuando crecí, lo que emergía de mí, era deseo de vengarme de mis papás, lo que desencadenó debatirme en un infierno de alcohol y drogas.
Lo más ilógico de todo es que Chito me acolitaba, él era un hombre bohemio y yo, la niña que no había podido superar las vivencias de infancia.
Después de beber, al día siguiente, me levantaba triste, sintiéndome culpable, vacía, mi mente no me permitía pedirles perdón, entonces continuaba la vida.
Todos en un momento dado nos rechazamos y nos abandonamos, producto de no darnos cuenta de tantas cosas. Más allá de la puesta del sol… está el amor.
Nosotros como padres, somos descuidados cuando se trata de expresar el amor a nuestros hijos, a veces no nos damos cuenta, porque en el afán de sacarlos adelante, otras cosas se vuelven prioridades, como la necesidad de trabajar para mejorar las condiciones económicas y se nos olvida que ustedes, nuestros hijos, son sólo amor.
Como padres, nos cerramos y no involucramos a nuestros hijos, sólo nos preocupamos por proveerlos de cosas, de llevarlos a cine, de comprarles de todo para satisfacer más allá de sus necesidades, sus caprichos, de llevarlos a pasear, pero sin ninguna clase de comunicación.
Ahí nos equivocamos, lo valioso es el acompañamiento en el silencio, en el sí y en el no, en el preguntar, en involucrarse en su diario vivir, la vida es muy rápida, después uno se da cuenta de todas las embarradas que hizo.
Tantas experiencias llegan a mi mente, recuerdo el día en que me llamaron del colegio donde estudiaba Juan Felipe para decirme que no dejaba dar clase, porque ponía la grabadora en todos los salones, estaba eufórico, no lo podían controlar, tanto que decidieron llevarlo al Hospital de la Policía.
Inmediatamente salí para allá. Me descompuse cuando vi a un Juan Felipe con ojos desorbitados, muy acelerado, nadie ni la rectora me dio razón de lo que le había pasado.
El médico general sugirió remitirlo a un Psiquiatra, Eduardito llegó al hospital en el momento en el que yo estaba como en otro mundo.
En medio de la angustia empecé a relatarle al especialista la historia de Juan Felipe, la hipoxia cerebral que presentó al nacer, la medicación con Depaquene, con Fenobarbital para evitarle convulsiones, sin embargo, se le explicó que no tomaba ninguna droga desde hacía aproximadamente dos años, en ese momento contaba con 17.
Por otra parte, sus problemas de aprendizaje y comportamentales nos habían llevado también a consultar un psicólogo. En una ocasión, Luis Guillermo como de tres años le rayó un cuaderno y Juan optó por pintarle toda la cara de flow máster rojo y verde para que aprendiera a no volverlo a hacer.
El psiquiatra consideró que se le debía hospitalizar, en ese momento Juan Felipe consumía marihuana y nosotros no lo sabíamos.
Era la primera vez que Juan Felipe tenía una crisis. El médico habló de hospitalización, pero nunca pensé que iba a ser en una clínica psiquiátrica, eso nunca lo dimensioné.
Una vez empiezan a organizar el desplazamiento de Juan Felipe, aparecen dos grandes enfermeros que lo cogen y lo meten en una ambulancia, realmente no recuerdo si yo me fui con él en la ambulancia o no. Llegamos a la Clínica Nuestra Señora de la Paz, era de noche, todo era oscuro, lúgubre, yo estaba aterrorizada.
Entramos e inmediatamente le suministran algo a Juan para tranquilizarlo, se lo llevaron a una habitación que ocuparía a partir de esa noche, mientras, con Eduardo, permanecíamos en otra, nos estaban informando por primera vez que Juan Felipe se encontraba en un estado de manía.
Cuando salimos de la clínica, quedó grabada en mi corazón su imagen desamparada, su mirada extraviada, su desconcierto, el uniforme del colegio, qué dolor tan grande.
Recuerdo que Eduardito me hablaba y yo lo escuchaba muy lejos, al salir del carro, casi no me podía mover, ni ab...

Índice

  1. A MANERA DE PRÓLOGO
  2. INTRODUCCIÓN
  3. CAPÍTULO I
  4. CAPÍTULO II
  5. CAPÍTULO III
  6. CAPÍTULO IV
  7. CAPÍTULO V
  8. CAPÍTULO VI
  9. CAPÍTULO VII
  10. CAPÍTULO VIII
  11. CAPÍTULO IX
  12. CAPÍTULO X
  13. CAPÍTULO XI
  14. CAPÍTULO XII
  15. CAPÍTULO XIII
  16. CAPÍTULO XIV
  17. CAPÍTULO XV
  18. CAPÍTULO XVI
  19. CAPÍTULO XVII
  20. CAPÍTULO XVIII
  21. CAPÍTULO XIX
  22. CAPÍTULO XX
  23. FINAL