Sociedad Pantalla
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Black Mirror y la tecnodependencia

Esteban Ierardo

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  1. 160 páginas
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Black Mirror y la tecnodependencia

Esteban Ierardo

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Este libro gira en torno a los temas sobre los que la aclamada serie Black Mirror reflexiona de manera crítica: el lugar preponderante de los talent shows en la sociedad actual, la experimentación con la mente humana, la televisación del castigo como entretenimiento, el espectáculo como centro de la política, la invasión de la privacidad, la vigilancia informática, las redes sociales como espacio para la expresión del odio y la impunidad del anonimato virtual, entre otros.Black Mirror obliga a pensar en un mundo tecnodigital que absorbe y desplaza cada vez más la vieja vida "primitiva" del encuentro cara a cara o de la actividad al aire libre y la simple contemplación de la naturaleza.Este libro analiza las interacciones entre lo virtual y lo real y la angustia claustrofóbica de una sociedad prisionera de las pantallas.

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Información

Año
2020
ISBN
9789507546426
Edición
1
Categoría
Philosophie
Segunda parte

La ficción del espejo negro

3

Lo irreversible, el cerdo y la obra maestra

Black Mirror expresa el paso del espacio abierto hacia el encierro en lo digital; y despliega su espíritu distópico a través de su constelación ficcional, compuesta por la variedad de sus ficciones de las tres primeras temporadas, a las que nos ceñimos en este libro. Empezaremos, ahora, a perseguir los temas de la serie que, desde la imaginación distópica, se proyectan sobre el presente y el futuro.
En Himno nacional31 es imposible sustraerse a la sorpresa ante lo impensado. Un Primer Ministro recibe la noticia del secuestro de una princesa. Estamos en Inglaterra y, por tanto, su sistema político parlamentario debe rendir pleitesía a la superioridad simbólica de la monarquía. Postrarse en señal de respecto a la realeza es parte de la identidad nacional británica. Es la plegaria de un país que fue Imperio. No se puede entonces permitir un secuestro y la eventual muerte de la hija de una reina. Un Primer Ministro (máxima autoridad de la política, de lo plebeyo) debe sacrificarse por la libertad de una princesa (referente de la “superioridad” aristocrática). El plebeyo de la política se humillará para salvar a una aristócrata. La política democrática, la de los procesos electivos de la modernidad, aparece sometida a un poder superior: la realeza, de origen no eleccionario. En otras palabras: el poder político siempre está sometido a una fuerza superior. Y el secuestrador impone una sola condición para liberar a su cautiva: que el jefe de gobierno copule con una cerda. Y que lo haga frente a las cámaras de televisión en lo que será una trasmisión de alcance global. El grotesco de la situación es casi inverosímil, pero posible dentro de la libertad de la ficción.
El Primer Ministro, Michael Callow (Rory Kinnear), intenta bloquear la difusión de la noticia. Si nadie sabe del secuestro, si este permanece secreto, entonces, dejaría de existir. Lo que no se convierte en noticia nunca ocurrió. Pero el video del secuestro ya fue subido a YouTube mediante una IP encriptada. El video es bloqueado en las redes por el gobierno, pero recién luego de 9 minutos, por lo que se esparce entre 50.000 usuarios y se convierte en suceso en Twitter. El secuestrador conoce la lógica irreversible de lo digital… El video, con la imagen clara e indiscutible de la princesa secuestrada, permanece escaso tiempo en internet, pero lo suficiente como para que se inicie el proceso de descarga y viralización. Una vez que algo aparece en las redes su existencia es un innegable. Lo que emerge en la web es inocultable, imborrable. La situación pone de manifiesto la irreversibilidad de lo digital. Aunque se bloquee un contenido, luego de hecho público este se propagará inevitablemente, como antes se decía, de boca en boca; es decir, ahora, de tweet en tweet.
La propagación irreversible remite a alguna forma de lo fatal. Fatal es lo inmodificable. Para los antiguos, lo fatal por excelencia es el destino. El fatum. El fatum estoico es la creencia en un mundo sometido a un orden divino inmodificable, irreversible. No hay libertad humana para alterar o revertir sus decretos. El fatalismo premoderno ante el destino se reformula hoy en la ultramodernidad tecnológica como fatalismo digital. Antes, los hombres no podían escapar de un destino prefijado; ahora nadie escapa de sus huellas digitales (que se diseminan entre los metadatos o datos masivos de los Big data32); nadie escapa de la propagación de un hecho impactante que lo involucre, aunque este se manifieste solo unos instantes en la web. La fuga es imposible. Por eso, el Primer Ministro no se liberará de la exigencia del secuestrador que lo hundirá en la ignominia; por lo que deberá someterse al orden superior de los hechos fácticos (secuestro de la princesa) y de los entramados digitales (la subida del video que anuncia ese rapto, y su diseminación irreversible e imborrable). Nada podrá evitar la doble fatalidad que se abate sobre el Primer Ministro: la propagación incontrolable de la exigencia del secuestrador en las redes y la aberrante deshonra de copular con una cerda. Evidencia de la debilidad del individuo digitalizado contemporáneo: nadie puede protegerse de la información que se multiplica y prolifera en las redes.
Ante la noticia viralizada del secuestro, los aparatos de seguridad del Estado incursionan en terreno desconocido. Se debe responder a una crisis totalmente inédita. Esto impide recurrir a protocolos de reacción ya conocidos y probados. La liberación de una víctima de un secuestro por la cópula de un Primer Ministro con una cerda, ¿tiene precedentes, acaso? Entonces, hay que actuar mediante nuevas respuestas: lo que entiende el detective inventado por Edgar Allan Poe, Auguste Dupin, en Los crímenes de la calle Morgue, el relato creador del género policial33. La asesora del Primer Ministro, Alex (Lindsay Duncan) concibe que una dificultad inédita demanda una respuesta de idéntica naturaleza. La única forma de la salvar a Callow de la humillación es que la exigencia de copular con una cerda sea cumplida por otro, por un actor porno, en un montaje televisivo. Estrategia fallida como la acción del MI5 para asaltar una casa en la que supuestamente permanecía secuestrada la princesa. Fracaso del aparato de seguridad y de las fuerzas especiales, para frenar lo fatal. Caída de la capacidad defensiva del Estado no solo ante el individuo que se escabulle en la web, sino también caída ante el poder mismo de las redes de instalar una noticia, un evento, sin paso atrás, con la fatalidad de la diseminación irreversible.
La crisis de alcance nacional y trascendencia global propuesta por la ficción no será introducida por las vías convencionales esperables, por el terrorismo de Al Qaeda o del IRA. El secuestro y la crisis que genera no vienen de actores conocidos del ataque al orden. Procede de un sujeto desconocido. El secuestro no es revelado por un comunicado de alguna organización terrorista, paramilitar o ilegal, sino por un video en YouTube. El agresor es un individuo, no un colectivo antigubernamental; el individuo que se fortalece, se escabulle y manipula a su favor las redes; el individuo acorazado por vallas informáticas, que va más allá de sí, que tiene un alcance masivo, colectivo, gracias a las redes interconectadas. El individuo dentro de la interconexión cibernética no es ya el individuo clásico, sujeto a los límites del cuerpo y su presencia física. Aquí tenemos el sujeto que se funde con las fuerzas de las redes, se propaga por ellas. La subjetividad se extiende por brazos digitales que llegan a todas partes. La red, internet, Facebook aparecen como factores de desestabilización y matrices de nuevas subjetividades: un nuevo poder al alcance del individuo cibernético para irritar, o pellizcar, a los poderes constituidos34.
Una vez que el video del secuestro se hace público, la avidez de noticias por la opinión pública sitúa a los medios como otro actor fundamental. Los medios de comunicación emergen como un poder dentro del poder, buscan la caza y manipulación de la información para mantener entretenida a su audiencia. Toda vale para conseguir la primicia. El secuestro mismo, como todos los hechos de repercusión pública, es convertido por los medios en una suerte de narración novelesca, en la que participan otros personajes secundarios: consultas al hombre común, pero también a filósofos, sociólogos, psicólogos. La información aparece como narración y efecto escénico, no como rigor de datos precisos verificados. La novela periodística de lo cotidiano.
El secuestro de una princesa por un individuo, al principio anónimo, inicia una cadena de efectos que doblega al gobierno, exacerba la obsesión vampírica del periodismo por la última noticia y sitúa al público como gran espectador. Y luego del fracaso del intento de simulación y de rescate, la exigencia del secuestrador se abate como mandato bíblico temible sobre el Primer Ministro acorralado. Lo fatal es quizá el gran protagonista; lo inexorable de la humillación de la que no escapa un político, un Primer Ministro: lo irremediable de copular con una cerda para salvar a una princesa. Lo fatal que muestra también la inferioridad de la política, siempre, ante otro poder más “poderoso”, la realeza, en este caso. Al fin de cuentas, un hombre entrevistado lo dice con suficiente claridad: “Podemos tener otro Primer Ministro, pero no podemos vivir sin una princesa”.
Todos los eventos que se encadenan desde el secuestro de la princesa (la crisis política, la lucha massmediática por la noticia, y, como veremos, también la posición del público) se unifican en torno a la centralidad de la imagen. Lo fatal y la imagen. Lo fatal que cae sobre algunos como decreto irreversible del destino; y la imagen que les da existencia a todos. El secuestro se anuncia con una imagen de video; la liberación exige una escena de cópula con una cerda en un set televisivo; el periodismo compone su propio relato visual sobre lo acontecido. Todo provoca imágenes de distinta significación; todos existen en algún lugar de la circulación del registro visual de la sociedad. En el caso del Primer Ministro, su sometimiento a la imagen se vincula a su propia figura política; a su cuidado, mediante el consejo de sus asesores, por no dañar su prestigio; mediante el seguimiento de encuestas, sondeos de opinión para determinar el mejor camino para mantener sana su “marca”. Pero luego de la llegada a una cadena televisiva de un dedo supuestamente arrancado a la princesa, la opinión pública se tuerce. Ya no protege al Primer Ministro; este deberá sacrificarse. No hay escapatoria. Deberá salvar a la secuestrada para preservar su carrera; es decir: la imagen de su “marca” política. Su esposa Jane, también expresa este estar bajo el dominio de la mirada de los otros, o de la propia. Nunca comprende el sufrimiento de su esposo. Se enoja con él por aceptar el “acto indecente” y lacerante exigido por el secuestrador. Lo que lamenta es la destrucción de su idea de honorabilidad, por tener que compartir con su esposo la degradación. Nuevamente la imagen: egoísmo de la imagen del político, de la esposa del político, del discurso visual massmediático (interesado en producir la “mejor excitación” en la pantalla); interés de la reina por la fachada honorable de la Corona. Todos, bajo el poder imperial de las imágenes.
Pero la imagen suprema es la del espectáculo televisivo global. El público embelesado en su pasión voyeurística ante el espectáculo de la humillación del hombre del poder. Las risas ante la situación grotesca del Primer Ministro cuando este se apresta a penetrar a una cerda sedada. La hilaridad inicial se convierte, después, en cierta repugnancia o conmiseración. Pero esa compasión final no altera el disfrute, al principio, del espectáculo grotesco. Aparece entonces la fascinación del hombre medio ante lo morboso. La sorpresa ante un espectáculo de lo imposible. El deseo de ver algo perverso. Extraordinario. Un gran show. Todos podían apagar los televisores. Pero nadie lo hace. Prima la voluntad de consumir espectáculos por sobre su calidad o sentido. Crítica a la voracidad de la sociedad de las puestas en escena inauditas o imposibles. Lo imposible es el mejor espectáculo: la exhibición de un político cerdo, literalmente; espectacularidad de la “honorabilidad” política degradada en una escenificación bizarra, o de un turbio surrealismo inopinado.
El móvil del secuestrador no es terrorista, como suele observarse; no es atacar al gobierno, o a la monarquía, en pos de provocar terror, o la desestabilización institucional como meta. El asesinato de la secuestrada pudo haber tenido ese efecto pero, de hecho, la princesa es liberada, sana y salva, antes del “acto indecente” del Primer Ministro. El propósito último del secuestrador es acaso es situar al público ante el espectáculo de la degradación ajena. El hombre contemporáneo fuertemente construido como espectador, no como actor. Pero el sentido de espectáculo para el secuestrador no es solo excitar la avidez morbosa del auditorio en un espectáculo global, sino convertirlo, a la vez, en espectador de su “obra de arte”. El secuestrador es un artista. Y su obra es una suerte de perfomance, una situación o estado que pretende ser artístico, y que deriva en una crítica de la cultura. Perfomance que no genera pintura, escultura, sino acciones que rompen el maisntream, la corriente principal de las convenciones en cuanto a los gustos, costumbres, preferencias o pensamientos mayoritarios. El secuestro es el comienzo de una secuencia de acciones performáticas del artista secuestrador que componen la situación “artística”: el video de la princesa leyendo las condiciones para su liberación, el simulacro de la mutilación de su dedo; la escena de la cópula del Primer Ministro con la cerda; la observación atenta de millones de televidentes de la escena zoofílica y morbosa, y la propia imagen del cuerpo ahorcado y con un dedo cercenado del artista. Lo bizarro gonzo y la zoofilia son aspectos preferentes de la construcción “artística” de Bloom, el artista secuestrador. El especialista para efectos especiales de HBO contratado para simular un montaje que le evitara a Callow su humillación, caracteriza a la escena pedida por el secuestrador como de estilo gonzo. El estilo gonzo, en su acepción más propia, es un estilo de periodismo35. Pero aquí, lo gonzo es sinónimo de bizarro (o lo “turbio surreal”). Lo bizarro está en el centro de la “obra” de Bloom, obra que, en el primer aniversario del secuestro, unos críticos de arte califican como la “primera obra maestra del siglo XXI”. Un artista premiado que construye su obra no con colores, pinceladas, sonidos o el cincelado de una escultura, sino con una combinación performática de acciones teñidas por lo gonzo, lo bizarro de la situación zoofílica, del sexo del hombre con el animal. En el mundo antiguo, la zoofilia solía inscribirse en un ámbito ritual o sacro36, pero en la modernidad adquiere un carácter de bestialismo, de parafilia, de perversión por la que el placer sexual se dirime por objetos o situaciones atípicas. Y para quién es sometido a esta práctica en contra de su voluntad, como el Primer Ministro, la zoofilia se convierte en menoscabo que se suma a la perversión en sí de la zoosexualidad. En la ocurrencia de Bloom de obligar a un hombre del poder político a copular con una cerda se vislumbra el goce que castiga la prepotencia o privilegios del poder, pero que también denigra al hombre y al animal. En otras situaciones artísticas performáticas, como las de Joseph Beuys, por el contrario, el hombre protagoniza una interacción positiva y simbólica con el animal.
En 1965, en Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta, un Beuys con su cabeza cubierta de miel y pan de oro le “habla” a una liebre inerte que sostiene entre sus brazos, intentando una comunicación vanguardista con el animal. En 1974, en su acción Me gusta América y a América le gusto yo, el artista emperifollado en papel, fieltro y paja, convive tres días con un coyote. En la perfomance de Bloom se suman el anonimato, al principio, del secuestrador, con el sufrimiento y vejación de la princesa y el Primer Ministro (burla, deshonra del poder), y la perversión de la zoosexualidad como denigración, no solo de lo humano, sino también de lo animal. El espectáculo global de la morbosidad, entonces, y el suicidio como coronación de la perfomance. Si esta combinación de acciones es calificada como “primera obra maestra del siglo XXI”, es porque la crítica que propone la ficción no es solo al poder que no controla todo lo que pretende, o a la multitud que se complace con el espectáculo de lo morboso, sino también a la sociedad que admite como arte potencialmente todo, hasta incluso un conjunto de situaciones que combinan el secuestro, la violencia, la humillación ...

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