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L E T R A S A J E N A S
UNA VOZ ENTRE OTRAS VOCES
Obertura
L La novela La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio nos sirve de telón de fondo y de escenario, de caja de resonancia para, en el ejercicio de la presente reflexión crítica, abordar el fenómeno de la violencia colombiana y de algunos de sus protagonistas. Álvaro Cepeda Samudio (Ciénaga, Magdalena, 1926-1972) aborda literariamente un momento clave de este fenómeno azote de nuestro país. Aprovechándonos del carácter dialógico y polifónico presente en la novela de Cepeda, estableceremos en un primer momento, y de manera breve, una conexión entre el tiempo de la diégesis en La casa grande con el período más reciente de nuestra historia, en el que, como es de esperarse, está presente y como protagonista, el discurso y el accionar militar que conducen a masacres. Nos ocuparemos también de caracterizar y contrastar la multiplicidad de voces presentes en la novela, y cómo cada una procura instaurar una versión sobre los hechos sociales acaecidos, de modo que éstos queden como verdad o veracidad o posibilidad, según el caso. Adelantemos en este punto que el propósito que entrevemos en el autor Álvaro Cepeda es el de establecer un concierto de voces en el que cada una tenga una opción para expresarse.
Finalmente, amparados en los apuntes de Bajtin que ponen de relieve la conexión de las prácticas discursivas con las prácticas sociales, focalizaremos las voces de los soldados para evidenciar en sus discursos la contradicción que hay entre éstos y la práctica social anómala en que se encuentran, todo ello como reflejo de un poder que, a partir de las armas y de sus discursos diferidos, pretende perpetuarse.
El tinglado de las voces
La novela La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio se ocupa de recuperar, desde un nivel estético y bajo el ropaje de la ficción, uno de los sucesos históricos que más huella ha dejado en la sociedad colombiana contemporánea: la masacre de las bananeras. Con los años, y conectada esta masacre con las masacres de los tiempos más recientes en nuestro país, llevadas a cabo, no siempre directamente por los organismos oficiales del estado, sino a través de los aparatos equivalentes que ha desarrollado para idéntico propósito, los paramilitares, se constituye en un ejemplo más de la intolerancia con que nuestras élites han ejercido el poder social, económico y militar, en salvaguarda única y exclusiva de sus intereses personales y en defensa de la preceptos siempre difusos de lo que conciben como “la democracia”.
En la retina y en los oídos de los colombianos todavía está viva la frase de un coronalote de la república que en su usual tono soberbio dijo, mientras a sangre y fuego el ejército bajo su mando destruía el Palacio de Justicia1 junto con sus ocupantes: “¡Aquí defendiendo la democracia, maestro!” (6 de noviembre, 1985). Veinte años después, esta misma frase, luego de comprobarse que “en la operación fueron torturadas, asesinadas y desaparecidas varias personas, entre ellas civiles que se encontraban ese día en la sede judicial”, y allegadas las pruebas a la Fiscalía con las que se pone en evidencia que “sin embargo, con el paso del tiempo, afloraron serias dudas sobre el proceder de Plazas y otros militares en el operativo. La desaparición de once personas y el maltrato sufrido por otras indicaron que el procedimiento de las Fuerzas Militares no fue tan brillante como se presentó”2, el discurso cobra un giro paradójico y aterrador.
La frase, que debería resonar también en nuestras propias conciencias, deja al desnudo el verdadero sentido de lo que significa la democracia para quienes dicen defenderla y su relación con el ejercicio de la fuerza bruta y de los derechos humanos birlados y burlados, y cómo cualquier masacre se perpetra invocando la sacrosanta existencia –como si de un dios se tratase– de las instituciones abstractas. Los ejemplos de nuestra historia, sobre todo la más reciente, son espeluznantes3.
La novela de Cepeda Samudio se detiene en una de las masacres paradigmas de nuestra historia, pero no intenta, por supuesto, por mucho que esté anclada en el hecho real y comprobable, dar una versión fehaciente y verdadera de los hechos y pretender anteponerla a la versión histórica oficial y suplantarla. Su propósito es otro. Además del estético, es propiciar, instaurar, en la mirada social y política de nuestro país –la más de las veces unilateral–, una perspectiva dialógica. De allí que, a ese nivel, el estético, opte por el recurso narrativo de poner en situación varias voces, desde las cuales se va configurando la fábula, la trama, la historia, desde distintas tensiones y múltiples relatos.
Con esta técnica el autor cifra una serie de símbolos entrelazados (que comienzan con el título mismo), que involucran y requieren de parte del lector atento una interpretación dialéctica. La novela de Cepeda hace también, pues, un aporte desde el punto de vista hermenéutico: el sentido de nuestra realidad destrozada, fragmentada por los intereses, el ejercicio del poder y la violencia llevada a cabo en todos sus órdenes y niveles, hecha trizas en la diáspora de versiones que de los hechos se ponen a circular por todos los medios posibles, nos señala que, por vía inversa, para reconstruir su sentido, hallar su significado revelador y no encubridor, se deben considerar múltiples voces, las voces que han quedado dispersas, afectadas por el fenómeno. Y que el proceso pertinente es detenerse y sentarse a escucharlas una por una, para desentrañar el sentido profundo de nuestra historia4.
De ahí que el propósito de estas notas sea el de señalar que en la novela La Casa grande hay una multiplicidad de voces, y que sólo con la atenta escucha de la totalidad de ellas y en sus propias tonalidades, es que podemos reconstruir y resignificar la historia. Y como en cualquier situación real o imaginaria, se trata también de tomar posición.
El concierto de las voces
La relación historia-novela en el devenir y desarrollo de la literatura colombiana ha llegado a convertirse en una constante. ¿Qué se hace, qué se propone cuando se ficciona un hecho histórico? ¿Desmentirlo e instaurar otro distinto? ¿Exorcizarlo? ¿Disponerlo a tal distancia de modo que sus efectos (sobre todo si son negativos) no nos alcancen? ¿Tapar el sol de la realidad con el dedo de la ficción? ¿Poner el dedo de la ficción en la llaga de la realidad para hacerla sangrar de nuevo o para que le entre oxígeno a la gangrena? ¿Dar por sentado que ya estamos lo suficientemente curados del acontecimiento; que podemos hablar de él sin temores, rencores, sin levantar viejas heridas y resquemores? Caducados los procesos y sus alcances judiciales, muertos los protagonistas, ¿no hay ya quien se pueda ofender?
Estos y otros interrogantes nos indican los aspectos retóricos tomados en cuenta por el escritor en el momento de establecer relaciones con la obra y de ésta con los usuarios, y tanto el escritor como el lector procurarán una respuesta que, cualquiera que ella sea, no hace más que poner de manifiesto esa relación historia-ficción que la novelística colombiana ha tomado como eje de representación discursiva.
En este sentido, la novela La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio se ha convertido en un referente obligado cuando hay que hablar de la famosa “masacre de las bananeras”, al lado del magistral tratamiento que sobre el mismo tema hace Gabriel García Márquez en su novela Cien años de soledad, novela que, como todo el mundo sabe –no deja de ser llamativa la coincidencia-, iba a llamarse “La casa”.
Ambos fenómenos, novela y suceso histórico, pertenecen ya al mito. Pero, ¿es porque el hecho histórico en sí mismo es un mito, y por ello la novelística lo ha tomado?, o ¿es a fuerza de haber sido tomado por la literatura que el hecho histórico ha terminado por convertirse en un mito que, así constituido, vuelve e influye sobre la novelística? No es extraño comprobar que para muchos el relato de la masacre de las bananeras es real porque está contado en Cien años de soledad y en La casa grande y que los hechos ocurrieron tal y como allí se relatan.
Por esta vía es, pues, más verídico el relato de la ficción que el relato de la historia consignado en los libros oficiales. El mismo García Márquez nos lo refiere con ironía cuando escribe:
(José Arcadio Segundo) Enseñó al pequeño Aureliano a leer y a escribir, lo inició en el estudio de los pergaminos, y le inculcó una interpretación tan personal de lo que significó para Macondo la compañía bananera, que muchos años después, cuando Aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares. (1997, p. 339)
Vale la pena preguntarse, entonces, ¿cuál es el papel que juegan las voces implicadas y sus respectivos discursos, para que prevalezca uno u otro sentido y la relación de dependencia? Detallemos cada una.
La voz inicial, de carácter globalizante, la que podremos llamar la voz de la Historia, es la que instaura el primer relato. Esta voz, la oficial; determina, maneja, establece y fija los elementos implicados: oficializa el sitio, los personajes, la relación entre los mismos, el número de víctimas, los perdedores, los ganadores, y justifica el hecho, sean cuales hayan sido sus consecuencias.
Esta voz, en la novela de García Márquez, por ejemplo, llega incluso a instaurar como realidad la nada absoluta:
La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia. (1997, p. 302)
Y esta voz se ve repetida por el pueblo mismo:
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos –dijo–. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. (1997, p. 301)
La misma voz, la oficial, en la novela de Cepeda, insiste en que las fuerzas armadas se vieron en la imperiosa necesidad de defenderse habida cuenta que los bandoleros –así llaman a los huelguistas–, dizque están armados y se han tomado un convoy con el objeto de atacar las guarniciones.
Anotemos en este punto, a manera de anécdota significativa, el nivel del símbolo acogido tanto por García Márquez como por Cepeda Samudio para representar la masacre. Mientras en la versión del escritor de Aracataca los muertos suman tres mil, tantos que tuvieron que ser transportados en veinte vagones de tren y echados a la fosa común del mar, en la del escritor barranquillero con la muerte de un individuo se configura y representa toda la matanza y se complementa con la voz oficial según la cual “el número de muertos no ha sido determinado todavía”; “en el personal militar no hay bajas que reportar”.
Las cifras del relato fáctico, según dos voces tomadas de documentos dispuestos en la web5, son intermedias. El primero6, según Eduardo Mahecha, líder sindical de la huelga: “Este fuego mortífero de fusilería y ametralladoras, duró 15 minutos, dando el resultado de la muerte de 207 obreros”, mientras que el segundo7 afirma que “dejó como resultado más de mil muertos según una carta de la delegación de los Estados Unidos en Bogotá dirigida al Secretario de Estado Americano”. En uno la cifra es hiperbólica, como corresponde al sistema simbólico de García Márquez; en el otro, Cepeda, es mesurada, en tanto que la cifra del gobierno es ambigua o plagada de mentiras, como siempre, como la ha sido en el pasado, como lo sigue siendo hoy.
El caso es que el carácter ideológico de la voz oficial tiene como consecuencia discursiva un relato monolítico. Una vez entregado, no hay ocasión a los cambios, a las versiones, queda cerrado y no es susceptible de ser puesto en duda. Y por esta vía se lo impregna de todos los atributos del mito, en tanto está allí la Historia para corroborar que ha sucedido de esa manera. Se vuelve un relato metafísico. Si Mircea Eliade dice del mito que es una historia sagrada, aquí el relato de la Historia se considera mítico en cuanto también se considera sagrado, por lo oficial. “Los acontecimientos reales «podrían hablar por sí mismos» o representarse como acontecimientos que «cuentan su propia historia»”, nos dice Hayden White en su libro sobre narrativa, discurso y representación histórica (1992, p. 19).
Se ha sacralizado, pues, el contenido discursivo de la voz oficial. Dentro de él quedan los otros relatos, pero éstos no son ni siquiera subsidiarios del primero, no aparecen ni siquiera como posibilidad remota, sino apenas como moscas que atentan contra la pureza de los hechos, y aquellos que los consideren siquiera, corren el riesgo de ser estigmatizados.
En efecto, cualquier intento por cambiar la versión oficial es considerado un acto subversivo. Cuando no se lo toma como un atentado, al menos sí se le considera un acto que debe ser sancionado. En primera instancia en su credibilidad, tachándolo de “mentira”. Esto que de entrada intenta invalidarlo, da pie también para que pueda ser sancionado en otros niveles. Remarquemos este aspecto con las palabras de Robert L. Sims: “La historia, que aspira al discurso monológico […], porque la historia aspira a que el lector acepte la versión que se le transmite por medio de un discurso supuestamente polifónico y verídico. La historia se le ofrece al lector como la fuente de la verdad y muchas veces se sale de otras versiones ‘falsas’ para solidificar aún más su verdad. La historia no quiere problematizar la realidad que le presenta al lector…” (1998, p. 78).
De dos formas se recoge en la novela de Cepeda esta voz predominante. Una, de manera directa, a través de dos géneros textuales oficiales, el decreto y el itinerario, que en aras de la verosimilitud es copiado tal y como fue redactado en las oficinas del gobierno. La otra, de modo indirecto, se expresa a través de algunos soldados que vienen a ser los representantes de dicha oficialidad.
A través del decreto se fijan las razones y justificaciones del hecho:
DECRETO N° 4.
Por el cual se declara cuadrilla de malhechores a los revoltosos de la Zona Bananera. […]
Considerando:
Que se sabe que los huelguistas amotinados están cometiendo toda clase de atropellos; que han incendiado varios edificios de nacionales y extranjeros… (se citan cerca de ocho sindicaciones más.)
Decreta:
Artículo 1.— Declárase cuadrilla de malhechores a los revoltosos, incendiarios y asesinos que pululan en la actualidad en la zona bananera. […]
Artículo 3.— Los hombres de la fuerza pública quedan facultados para castigar por las armas a aquellos que se sorprenda en in fraganti delito… (Cepeda, 1984)
Por su parte, el texto que consigna el día a día de los hechos, la bitácora oficial, el itinerario, fija las acciones previas a la matanza, y de este modo ellas quedan como pruebas que la justifica:
A las 5:10 de la mañana de hoy, se recibieron en el comando de las tropas acantonadas en el cuartel de Ciénaga, informaciones precisas sobre el asalto que intenta un grupo de bandoleros armados a la estación del ferrocarril.
[…]
A las 6:15 […] un grupo numeroso de bandoleros armados se han apoderado de un tren…
[…]
A las 6: 30 el comandante del batallón ordena la salida del personal de refuerzos hacia la estación, c...