De Argelia a Túnez en moto
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De Argelia a Túnez en moto

Publicado por primera vez en 1922

  1. 160 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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De Argelia a Túnez en moto

Publicado por primera vez en 1922

Descripción del libro

En 1921 la joven inglesa de tan solo 21 años Lady Warren decide llevar a cabo una gran aventura y sin un plan determinado, recorrer las 1.700 millas que separan Argelia de Túnez con un amigo en una moto con sidecar. Esta pionera de los viajes recorrió algunos países árabes causando revuelo, como podemos imaginar, con su aspecto medio sufragista, medio deportivo, medio masculino, medio bohemio, circulando alegremente por paisajes surcados por caravanas de camellos.

La joven Lady Warren encarna el espíritu aventurero que caracterizó a algunos viajeros de las primeras décadas del siglo XX, una mujer adelantada a su tiempo y una transgresora ajena a los convencionalismos de la época, donde la mujer debía ser una devota esposa quieta en casa y madre. De la aventura sólo queda la fotografía que se observa en la portada, ya que sus negativos se perdieron de vuelta a Inglaterra, pero la narración de la aventura nos permitirá transportarnos al norte de África, y montarnos en el sidecar.

Lady Warren regresó para contarlo y decidió contar sus aventuras en el libro: Through Algeria and Tunisia in a Motor Bicycle, hoy traducido al español.

Cuando el viajero poco curtido está a punto de materializar su sueño, comienza a atormentarle la pregunta de hacia dónde ir. Cada uno de los lugares que se plantea se vuelven imprescindibles y únicos. Nosotros también pasamos por esta fase, pero pusimos el límite en el norte de África y eran tantas las rutas e itinerarios posibles, que caímos en un estado de ansiedad casi alarmante... así empieza la obra escrita por Lady Warren.

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Información

Editorial
Casiopea
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788494672750

Capítulo 1.
De Londres a Argelia

Cuando el viajero poco curtido está a punto de materializar su sueño, comienza a atormentarle la pregunta de hacia dónde ir. Cada uno de los lugares que se plantea se vuelven imprescindibles y únicos. Nosotros también pasamos por esta fase, pero pusimos el límite en el norte de África y eran tantas las rutas e itinerarios posibles, que caímos en un estado de ansiedad casi alarmante.
La idea inicial era viajar de Burdeos a Casablanca a bordo de una embarcación cuyo nombre había despertado nuestra total simpatía, y desde allí, dirigirnos a Oran, dejando nuestro destino en manos de los transportes públicos y de algún coche particular, ya que las vías del tren no llegan hasta allí. Una vez en Oran pondríamos rumbo a Argelia.
Al principio, todo esto suena muy emocionante y aventurero hasta que todos tus planes se ven abocados a una única opción. Hacer la ruta con la única compañía transatlántica que ha inundado el norte de África de turistas. Incluso llevando nuestro propio vehículo, tendremos que compartir las paradas en los campamentos de dicha compañía. Además, los incidentes sucedidos en Marruecos días antes del viaje, alteraron nuestros planes y, aunque Fez y Meknes resulten quizás, más atractivas que Túnez y Argel, hemos decidido saltarnos Marruecos y dirigirnos directamente a Argelia, sin ningún plan definido, para ver qué pasaba.
Naturalmente preguntamos a amigos y conocidos y a pesar de los desinteresados consejos recibidos, algunos más útiles que otros, nuestra ignorancia estaba destinada a jugarnos malas pasadas. Pero no tardamos en darnos cuenta de que si queríamos oír rugir leones en el desierto, deberíamos llevarnos uno y, si queríamos escuchar la típica música oriental que todo occidental imagina, deberíamos cargar con nuestro gramófono y nuestros discos de «El Jardín de Ala». Hubo incluso quien, llevado por su afán de asesorarnos sobre el destino que nos proponemos descubrir, afirmó que no había arena en el desierto, añadiendo una considerable porción en nuestro equipaje.
Con este desconcertante preámbulo, volamos hacia Londres, donde contratamos el mejor seguro para la moto con sidecar y compramos una capota y una pantalla para protegerme del sol y el polvo. Hasta tal punto nos hemos hecho con variopintos artículos, que un conocido ha llegado a afirmar que en caso de que sucediera lo peor, tenemos material suficiente para construir otra motocicleta.
Otros nos han advertido sobre el fuerte sol en la zona. ¿No lo había dicho también Thomas Cook en uno de sus libros? También nos han hablado de las impresionantes tormentas de lluvia y nieve, de modo que, de la misma manera que Mark Twain se aplicó todos los remedios sugeridos cuando casi se muere por un catarro, nosotros hemos hecho lo mismo con las recomendaciones de nuestros amigos, excepto, todo hay que decirlo, la del león y el gramófono. Como resultado, nuestra partida parece más el éxodo de una gran familia, que el viaje de aventura al que nos enfrentamos. ¡Es tan absurdo tener quince cajas repletas de bártulos! Pero, aun así, ahí están.
Partimos de Londres el 15 de febrero, cargados hasta arriba. Nuestro equipaje está listo y nuestras ganas a flor de piel. Enseguida nos encontramos en el China, la embarcación con destino a Marsella. La moto y el sidecar van en la bodega.
Antes del viaje, esperábamos que el mago de los cuentos de hadas nos llevara en su alfombra voladora hasta Argelia. Echaríamos una miradita a Marsella, otra a la aduana y luego el Tingad, el pequeño barco pintado de un vivo color rojo, nos llevaría volando por las nubes hasta nuestro destino final. Pero nada de eso ha sucedido: llevar la moto y el sidecar desde el muelle de Marsella hasta el muelle del que parte el Tingad, teniendo en cuenta las sospechas y comentarios que el sidecar ha despertado en los oficiales de la aduana francesa, ha resultado una labor ardua y prodigiosa. Sin embargo, finalmente hemos podido resolverlo. Un empleado de las autoridades francesas de mediana edad y algo regordete, se ha embutido en el sidecar y ha pasado zumbando entre el tráfico horrible. Sus carnes temblaban como un flan sobre el carril del tranvía hasta que ha llegado al muelle donde el Tingad está atracado. El hombre ha salido del sidecar disparado como el corcho de una botella y antes de despedirse le ha preguntado asombrado a P: «¿Es tu madre la que te acompaña en esta aventura?».
El Tingad ha resultado ser un barco pequeño y llamativo. He tenido que frotarme los ojos varias veces mientras me cuestionaba si acaso por error no habríamos comprado los billetes para atravesar el lago Round Pond1. Por dentro es igual de coqueto. Cuadros, alfombras, tapices, todo tan refinado que parece de juguete, y mi diminuto camarote tiene la misma decoración. Después hemos ido al camarote de P, que ha resultado ser aún más pequeño, por lo que hemos decidido compartir el mío, el único con dos literas. Al haber reservado a última hora, esperábamos un camarote pequeño, pero no tanto, y menos aún que tuviéramos que compartirlo. En las plantas superiores se encuentran los mejores camarotes y por suerte, un joven llamado Watson le ha ofrecido a P una de las literas de su compartimento.
El jadeo de los motores de la embarcación y luego el mar abierto, deja claro que la aventura da comienzo. Estamos en la frontera entre dos mundos. Ahí abajo, en las profundidades del océano que surcamos, descansan restos de civilizaciones antiguas, viejas embarcaciones, bustos de divinidades antiguas. Es precisamente ahora cuando siento el inicio del viaje. Mi corazón late con un ritmo acelerado, mis ojos perciben las tonalidades del Mediterráneo, y mis sentidos presienten el inminente encuentro con una cultura extraña. Hasta el aire parece distinto.
Después de treinta y seis horas de mar perfecto, avistamos las costas de Argel. Apoyo firmemente los pies en el casco de la embarcación, escruto el horizonte, mientras escucho el chapoteo de la proa contra el agua. El sueño de los meses pasados acaba de materializarse ante nosotros. Nos aproximamos a la bahía. Desde aquí puedo notar como la tierra reseca desprende olores extraños. Este lugar que ahora se muestra apacible, ha sido testigo de incontables batallas y sangrientas hazañas protagonizadas por piratas durante los últimos veintitrés siglos. Griegos, romanos, árabes, españoles, franceses, uno a uno fueron conquistado Argel y doblegado a sus infelices habitantes. Contemplando su embriagadora estampa desde aquí, no es difícil imaginar las razones que les llevaron a ello.
Vista desde el mar, Argel parece una ciudad típica árabe. Está asentada sobre espaciosas terrazas y laderas que limitan la bahía que se extiende hacia el este formando una curva profunda, donde los montes Djurdjura elevan sus cimas nevadas al cielo para después deslizarse hasta la costa en una alfombra de delicados azules y naranjas. Uno no piensa en otra cosa que en el momento de poner el pie en tierra. El sol ya se acuesta en esta tarde de invierno, en el horizonte se dibujan trazos azules, dorados y plateados. Mires donde mires, el zenit pinta el esplendoroso cielo.
Pero a medida que nos vamos acercando y el barco reduce al mínimo su velocidad, la ciudad va perdiendo su magia para terminar mostrando una línea monótona de aburridos edificios y hoteles construidos al más puro estilo modernista francés, sin ningún árbol o jardín alrededor que aporten una nota de alegría, o al menos, de color. Tenemos que volver a alzar la vista a las montañas para aliviarnos con los árboles y jardines del barrio de Mustapha donde, en medio de un apacible jardín, nos contempla, con indudables aires de superioridad, el Hotel St. George.
El sol comienza a caer y el paisaje del sureste resplandece cuando llego a mi habitación del hotel. Abro la ventana y me asomo a la bahía. La última luz dorada proyecta las sombras de la montaña en la playa. El mar, color índigo, lanza chorros de espuma blanca sobre la arena dorada. Es domingo, por lo que el pesado equipaje, la moto y el sidecar permanecerán en el Tingad hasta mañana. No hay prisa. Hemos decidido quedarnos un par de días en la ciudad y realizar alguna escapada por los alrededores antes de empezar nuestra ruta. Debo mencionar que, a bordo del China, planeamos un itinerario en el que veríamos Argelia, el Sáhara, Constantina, Túnez y Sicilia, para acabar con un corto recorrido por la costa italiana. ¡Todo esto en cinco semanas! Sin duda era una idea maravillosa, pero una moto no es una alfombra voladora, y ningún genio va a venir a socorrernos por mucho que frotemos nuestra lámpara maravillosa.
 

Capítulo 2.
El comienzo

A las nueve de la mañana, tras un esfuerzo delirante pero exitoso para conseguir encajar todo nuestro equipaje en el sidecar y, además, dejar espacio libre para mí, estamos listos para lanzarnos a la aventura. El maletero ha sido invadido por dos bultos de tamaño considerable, atados con dos correas y una soga de forma que parecen grandes montañas en un peligroso e inestable ejercicio de equilibro, sin embargo, van bien aseguradas. En el exiguo espacio del sidecar, deambulan a su antojo varias cosas sueltas. Libros, cámaras, gafas de sol, abrigos de piel, abrigos para el polvo, impermeables y, finalmente, yo. En el hueco detrás del asiento llevamos teteras, estufas, galletas, chocolate y considerables provisiones de té. Más tarde nos damos cuenta de que necesitaremos cargar también un bidón de gasolina. ¡Aún tenemos sitio, y resulta ser muy cómodo!
Alguien, maravillado ante aquella poco noble y sin duda estrafalaria estampa, decide hacernos una foto, tras lo cual, armados con toda la dignidad que nos es posible, partimos. Al poco de arrancar, tomamos una curva en una cuesta muy empinada. A mí, preocupada por no perecer asfixiada por el equipaje, o acabar empotrada contra el corta vientos, me da la impresión de que vamos a unos doscientos cuarenta kilómetros por hora. Mi rostro debe mostrar la misma expresión de terror que la de un cordero camino al matadero. Es entonces cuando empiezo a sospechar que P, a los mandos de la moto, tiene un sentido de la velocidad tan atrofiado como peligroso. Tengo también la convicción absoluta de que no tendría ninguna escapatoria ante cualquier imprevisto. La puerta del sidecar es diminuta como el agujero de una aguja, la estrecha plataforma y la pantalla contra el viento se ajustan a mí con tal fuerza que no habría forma humana de salir de allí. Si a esto añadimos el hecho de conducir por la derecha, soy presa de un cosquilleo que recorre todo mi cuerpo, desde la cabeza hasta mis pies, irremisiblemente encajados en los confines de esta minúscula lata.
Dado que las carreteras del norte de África están repletas de talleres, que los vehículos circulan diariamente por todas partes y que las mujeres conducen solas varios kilómetros al día para volver a casa después de una fiesta, no esperamos encontrar sanguinarios bandoleros. Aunque, por otro lado, este invierno se ha producido algún que otro ataque en la zona. Hace unos días asaltaron un medio de transporte público y todos sus ocupantes tuvieron que bajar y entregar sus pertenencias y su dinero. Sucedió entre Argel y Bou Saada. No hace mucho, un tren también fue asaltado. Todos estos incidentes resultan la mejor excusa para que algunos viajen con un revolver. Sin embargo, aparte del riesgo de ser atracado por algún ladronzuelo nocturno, hecho que puede sucederte en cualquier lugar del mundo, Argelia y Túnez, normalmente resultan lugares seguros. Es probable que los bandidos se hayan dirigido hacia otros lugares donde asaltar sea menos arriesgado, puesto que, según dicen algunos, los bandoleros del norte de África se han quejado al parecer de que las carreteras están repletas de periodistas.
Sin embargo, mientras circulamos a toda velocidad por las polvorientas pistas, puedo vislumbrar varios trágicos finales para el principio de nuestra, sin ningún género de dudas, temeraria aventura. De producirse algún accidente, con total seguridad nuestros cuerpos acabarían empotrados contra alguno de los carros que nos rodean por todas partes. Y es que las carreteras de las afueras de Argel resultan agotadoras. Los carros, carruajes de caballos, los camiones, el ganado, las cabras y los baches se alían en una perfecta coreografía para que el conductor avance a la menor velocidad posible, si no quiere provocar un accidente. Sin embargo, de forma milagrosa, y después de saltar y girar por interminables zocos y callejuelas atestadas, desembocamos en una carretera decente donde divisamos un cartel con las mágicas palabras: TIzi Ouzou.
Es un día hermoso con un sol espléndido salpicado por ocasionales nubes. Traspasamos paisajes diversos y asombrosos. Este es el camino que llega hasta el Fuerte Nacional y es recorrido por numerosos motocarros que llevan a los turistas hasta Biskra en sus tours de cuatro días. Los colores resultan sencillamente extraordinarios. En primer plano, plantas engalanadas con flores color magenta y dorado y, como telón de fondo, montañas brillantes elevándose hacia el cielo. En medio de todo esto, nosotros, persiguiendo el viento y el traqueteo de la motocicleta.
Es el comienzo. Escenarios que abren sus compuertas a paisajes diferentes, como el de Dorset, como el de Argel, entre montañas áridas y secas. Algunas de ellas, las más altas, prodigadas por árboles revestidos de verdes de primavera temprana, que crea una encantadora armonía de color. Avanzamos al abrigo de una carretera obstinadamente recta. Luego, a lo largo de unos cien kilómetros, asciende en empinada cuesta para descender rodando desde las alturas, y más tarde subir y bajar de nuevo con pendientes que atemorizan, hasta ofrecer a la mirada la visión de Tizi Ouzou, erguido en el horizonte como un espectador pasivo, a doscientos metros de altitud.
Llegamos a Tizi Ouzou el día de mercado. Es mediodía y corremos a comer. En esta parte de Argelia, los pueblos muestran una clara influencia francesa. Las carreteras pavimentadas, el ayuntamiento, algunas iglesias pequeñas y feas con sus torres puntiagudas y una hilera de tiendas y hoteles con nombres franceses conforman la imagen del pueblo. A veces el mercado se ubica en el centro, pero lo más probable es encontrarlo fuera de la ciudad, ya que, salvo raras excepciones, el barrio árabe queda separado del distrito modernista francés. En muchos casos, la vieja ciudad árabe se conserva como la hallaron los franceses, quienes construyeron su propia colonia en las afueras. Atravesamos hambrientos el zoco, camino a la zona francesa. Durante los últimos diez kilómetros nos han bloqueado con insistencia manadas de rebaños de ovejas fluyendo como el agua por la carretera. Adelantarlos ha sido como luchar a contracorriente contra la resaca de una gigantesca ola. Cada pocos metros, he llegado a imaginar a una o varias ovejas embestidas y ensartadas por las afilados salientes del sidecar, para terminar siendo arrojadas una a una sobre mi regazo.
La parte francesa de la ciudad es alargada y desordenada, con una calle principal de pavimento horroroso pero eso sí, engalanada por una línea de árboles a ambos lados. Tras las puertas abiertas de las casas, se entrevén mujeres limpiando o niños jugando. Las gallinas y polluelos picotean por las vías. Al menos, las calles de estas ciudades son anchas y se muestran limpias. Dado que las viviendas no están dotadas de baños ni de servicios sanitarios básicos, la apariencia limpia de sus habitantes y el aire fresco que circula por todas partes parecen obra de un milagro. Esta sensación de tranquilidad, en la sombreada calidez de Tizi Ouzou, se queda grabada en mi memoria como la primera impresión de mi viaje por Argelia y ya no se desvanecerá en ningún otro lugar.
La primavera está comenzando a florecer y el día tiene una belleza particular. El cielo, azul intenso, da la bienvenida a la blancura de pequeñas nubes que, en una guerra perdida, se desvanecen rápidamente empujadas por el viento. Arbustos salpicados de capullos dan paso a un valle cubierto de brezo rosado con brotes de jade. Al fondo, montañas rocosas de azul ultramar. Mires donde mires, a medida que se aproxima la costa, se vislumbran recoletas bahías abrazadas por montañas que discurren sus azules intensos hasta los límites de un mar casi plano. A ambos lados de la carretera, árboles casi huérfanos coronados por ramas superpuestas donde anidan las cigüeñas. Avanzamos, sintiéndonos en otro mundo.
En el Hotel Lagarde, comemos la típica tortilla con aceitunas, rábanos y rodajitas de salchicha como aperitivo, seguida de un estofado que no consigue convencerme. El vino del país y también el de la casa, gratis y excelente.
Después del almuerzo, subimos al Fuerte Nacional, situado a más de mil metros de altitud. Al principio, los giros continuos junto con la ausencia de paredes a los lados, resultan aterradores, especialmente para mí, que imagino la caída embutida en el sidecar. Las cumbres nevadas de Djurdjura se alzan majestuosas frente a nosotros.
Ésta es la región de los cabilios, cuyo origen se remonta a muchos siglos atrás. Aquí habitan los bereberes de quienes se dice que son los descendientes de Shem, el hijo de Noa. El término cabilio deriva de una palabra de pronunciación similar que, a grandes rasgos, significa tribus. Su genealogía puede rastrearse hasta los comienzos de la historia. Las mujeres no llevan velo, lo que deja ver sus grandes ojos y sus rostros bien formados, aunque para quienes tenemos el concepto de belleza europeo, lo estropean pintando sus mejillas con carmín oscuro y con tatuajes de degradados índigos. La mayoría de los niños son adorables y su ropa es alegre y llamativa. Destacan los vestidos con forma cónica que caen desde la cabeza, bordados con seda brillante, similares a los que vestían las mujeres en el medievo.
Las calles del barrio árabe de Tizi Ouzou nos esperan repletas de cabilios que ...

Índice

  1. Presentación
  2. Capítulo 1. De Londres a Argelia
  3. Capítulo 2. El comienzo
  4. Capítulo 3. Fuerte Nacional y Michelet
  5. Capítulo 4. El Desierto
  6. Capítulo 5. Tamellaht y Temacine
  7. Capítulo 6. Timgad
  8. Capítulo 7. De Batna a Constantina
  9. Capítulo 8. De Constantina a Ain Beida y Tebessa
  10. Capítulo 9. Hammam Meskoutine y El Bouni
  11. Capítulo 10. El Kala, Tabarka, Mateur, Túnez
  12. Capítulo 11. Al-Qayrawan
  13. Capítulo 12. De Al-Qayrawan a El Jem y Sousa
  14. Capítulo 13. Sousa, Túnez, Marsella
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