Plano
Evidentemente había sido un cuento, nada más que un cuento hecho realidad. Y ahora había terminado. Sería ridículo seguir aferrándose al poder. Los resultados electorales de enero habían sido demasiado deprimentes. Un 2,5 % de los votos: una broma, una broma cruel y de mal gusto. Desde entonces, en la prensa él estaba a merced no solo de un odio enloquecido, sino también de la burla y el escarnio. Un rey del pueblo sin pueblo, un bufón en el trono real, un chiflado ajeno al espíritu bávaro, un judío de quién sabe dónde.
Kurt Eisner se había rendido. Hasta altas horas de la noche había estado negociando con su archienemigo Erhard Auer, líder de los socialdemócratas. ¿Negociando? ¡Pero si no tenía nada con que negociar! Auer le había ofrecido el cargo de embajador en Praga, pero lo mismo podría haberle dicho secretario consular en Australia. Aquello se había terminado. Había tenido sus segundos de gloria y había hecho cuanto estuvo en su mano para transformar el reino de Baviera en una república popular, en un país de solidaridad y altruismo.
Había sido un sueño: de repente, la noche del 7 de noviembre, se encontraba en el asiento del presidente de Baviera. Uno tiene que ser lo bastante astuto para aprovechar el momento cuando llega. Y el 7 de noviembre de 1918 ahí estaba Eisner.
Era una tarde soleada, decenas de miles de soldados, sindicalistas, obreros y marineros se habían congregado en la cuesta oeste del prado de Theresienwiese. Había tensión en el ambiente. El ministro del Interior, Friedrich von Brettreich, había mandado llenar la ciudad de carteles con el mensaje de que el orden estaba garantizado. Erhard Auer, del SPD, se lo había asegurado personalmente el día anterior. No estallará ninguna revolución. A Kurt Eisner, candidato al parlamento por los socialdemócratas independientes, que llevaba unos días anunciando la llegada de la revolución, lo «arrinconaremos contra la pared», había dicho Auer. Aseguraba tener la situación bajo control.
Sin embargo, no tenía nada bajo control. Esa tarde hubo un enorme caos, llegó más y más gente, más y más soldados de los cuarteles, la mayoría de los cuales se habían arrancado las insignias de rango. Los hombres —y unas pocas mujeres— formaban pequeños grupos e iban amontonándose alrededor de uno u otro orador. Auer se había hecho con el mejor sitio, justo delante de la gran escalinata de la estatua de Bavaria. Pero cuando las masas se percataron de que él solo quería calmarlos y darles esperanzas pensando en un futuro lejano, se dirigieron a otros oradores que había más abajo de la cuesta.
Abajo del todo estaba Kurt Eisner. Estaba prácticamente gritando, agitando los brazos en el aire. Cada vez más gente se apelotonaba alrededor de aquel hombre de largo pelo cano, con quevedos, barba larga y descuidada y un gran sombrero. Entre quienes albergaban esperanzas en la revolución, tenía buena reputación: en enero había organizado la huelga de los obreros del sector de la munición, a raíz de lo cual había pasado medio año en la cárcel.
Sus discursos no eran especialmente vibrantes; tenía la voz ronca y aguda. Le costaba hacerse oír entre los demás oradores. Pero los oyentes lo percibían: hoy ese es nuestro hombre. Él no nos mandará de vuelta a casa. Ese hombre percibe la energía del día, la rabia, la voluntad de que al final ocurra algo decisivo. Esa mañana aún se había visto pasear al rey por el Jardín Inglés. ¿Cuánto más pensaba seguir paseando? ¿Cuánto tiempo más quería gobernar?
Un joven que se opone radicalmente a la guerra, con un abrigo negro y de facciones rudas, hijo de un panadero de Berg, a orillas del lago de Starnberg, que trabaja en una fábrica de galletas en Múnich y desde hace algunas semanas es un exitoso estraperlista, que ha escrito poemas y crítica literaria para el Münchner Neueste Nachrichten, también está escuchando a Eisner cautivado. Es Oskar Maria Graf. Está con su amigo, el pintor Georg Schrimpf, quien hizo la portada del primer volumen de poesía de Graf, Die Revolutionäre [Los revolucionarios]. El libro contiene un pequeño texto titulado «Sentencia»:
A veces tenemos que ser asesinos,
pues la humildad no ha hecho más que deshonrarnos
y el tiempo se nos escurrió, arqueados por tanto cansancio.
Atormentado y oprimido por el arduo trabajo,
aprieta los dientes el mercenario de la fortuna
y se lanza ciego a la corriente,
llena del impulso purificador,
para resucitar como insomne penitente,
consciente de su misión definitiva…
Los dos habían asistido a lo largo de casi dos años a los encuentros prerrevolucionarios de los lunes en el mesón Zum goldenen Anker, en el barrio de Ludwigsvorstadt, donde Kurt Eisner era un orador habitual. Por eso lo conocían, al menos de lejos.
—Madre mía, hoy está todo Múnich aquí —dice Graf—. ¡Hoy debería hacerse algo! Ojalá no se vaya todo el mundo a casa y al final no se haga nada.
Un gigante uniformado y con barba lo ha oído y le sonríe con aire de superioridad:
—No, no, hoy no nos vamos a casa… Hoy vamos a cualquier otra parte… Enseguida nos ponemos en marcha.
En ese momento la gente a su alrededor se pone a gritar:
—¡Paz! ¡Viva la revolución mundial! ¡Viva Eisner!
Luego se hace el silencio durante un minuto, y desde más arriba, desde la estatua de Bavaria, donde está hablando el conciliador Auer, se oyen aplausos. El amigo íntimo de Eisner, Felix Fechenbach, un poeta de veinticinco años de cara ancha y barba rala, grita hacia la multitud:
—¡Camaradas! Nuestro líder Kurt Eisner ha hablado. ¡No desperdiciemos más tiempo en discursos! ¡Los que estén a favor de la revolución que nos sigan! ¡Vamos! ¡En marcha!
De repente la masa se pone en marcha y sube la cuesta en dirección al barrio de Westend. Y van avanzando, por delante de tiendas con las persianas bajadas, en dirección a los cuarteles. Graf y su amigo Georg, al que todos llaman Schorsch, marchan casi a la cabeza de la comitiva, a solo cinco pasos de Eisner. Más adelante Graf describirá a su repentino líder así: «Era pálido e irradiaba una profunda seriedad; no decía palabra. Parecía casi como si aquel repentino acontecimiento lo hubiera cogido desprevenido. En ocasiones se quedaba con la mirada fija, medio asustado, medio distraído. Iba cogido del brazo con el líder de los campesinos, el ciego Gandorfer, ancho de espaldas, macizo, que andaba a grandes zancadas. Este se movía con mucha más libertad, con una apariencia ruda, robusto, como uno imaginaría que se mueve un campesino bávaro. A su alrededor estaba el pelotón de los más leales».
Cada vez son más. La policía se ha retirado, se abren ventanas, la gente se asoma, en silencio y con curiosidad. Se suman las primeras personas armadas, el ambiente es alegre, como si estuviesen yendo a una fiesta. Alguien cuenta que los marineros han tomado el palacio de Residenz, júbilo colérico, sube la moral.
¿Hacia dónde marchan? Parece que su líder, pálido y resuelto, sigue un plan. Siguen avanzando con determinación hacia las afueras. Finalmente la multitud se mete en un callejón oscuro. ¡Alto!, gritan desde delante. ¿Dónde están? ¿En una escuela?
Se trata de la escuela Guldein, que en los últimos años se ha usado como cuartel de guerra. Se oye el primer disparo, la gente es presa del pánico, algunos hombres entran en la escuela, la mayoría vuelven a salir deprisa. Unos minutos más tarde se abre de golpe una ventana del piso de arriba, y alguien hace ondear una bandera roja y grita:
—¡La tropa se ha declarado a favor de la revolución! ¡Todos se han cambiado de bando! ¡Adelante, marchad, marchad! ¡Adelante!
Ese es el momento. A partir de ahí todo parece ocurrir como algo espontáneo. Cada vez más soldados se unen a ellos, se han arrancado las charreteras de los hombros y se han puesto telas rojas; se está formando una nueva comunidad. Los niños acompañan a la muchedumbre con vítores. En algún momento los hombres ven venir a un soldado que todavía lleva las insignias de rango en los hombros, un pagador. Le arrancan las charreteras y lo zarandean. Un tipo enorme quiere ponerle las manos encima. El hombre empieza a chillar y el fortachón Oskar Maria Graf interviene:
—¡Dejadlo! ¡Venga ya, que él no tiene la culpa!
Calman al hombretón a duras penas, que le da la razón a Graf entre dientes, pero luego añade:
—Pero ¡qué es esto, tan amables no podemos ser!
Siguen marchando de cuartel en cuartel. El procedimiento es siempre el mismo. Algunos hombres entran en el edificio mientras fuera esperan Eisner y los demás, y pasados unos instantes se abre una ventana y sale ondeando una bandera roja. Gritos de júbilo en la calle, los hombres esperan a sus compañeros y a los del cuartel, que se unen al grupo, y luego siguen la marcha.
Al cabo de un rato el grupo se divide. Dicen que el cuartel Maximiliano II, en la Dachauer Straße, les va a dar problemas. Que allí está habiendo un tiroteo. Esto espolea a la tropa en torno a Oskar Maria Graf, y siguen adelante a toda prisa. Cuando el centinela de la entrada divisa a los hombres, tira el arma y huye. Los revolucionarios entran. En el patio del cuartel un oficial ha mandado formar una pequeña tropa y comanda ejercicios; está de espaldas a la puerta de entrada. No llega siquiera a darse la vuelta: alguien le da un golpe en la cabeza con gran violencia y le encastra el casco hasta las orejas. En ese mismo instante los soldados deponen las armas y se unen a los revolucionarios gritando:
—¡Se acabó! ¡Viva la revolución! ¡En marcha!
Los sucesos fueron turbulentos, rápidos; del agotamiento de la gente surgió una energía repentina. La maldita guerra había durado más de cuatro años. No iban a dejar que se consumiera sin más y que todo quedara en aquel ocaso. De aquella oscuridad tenía que surgir algo luminoso, algo nuevo.
Un hombre de los Alpes lanzó un grito de alegría como en el baile del Schuhplatteln, y en un discurso espontáneo un soldado que estaba al borde de la muchedumbre animó a la creación de consejos de soldados. La multitud siguió adelante hasta la prisión militar; a golpes de hacha y de fusil los soldados derribaron la puerta. Más tarde Graf recordó...