II
La década del Apocalipsis
1872-1882
Entrega de indios.
Los miércoles y los viernes se efectuará la entrega
de indios y chinas a las familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia.
El Nacional, 31/12/1878
6
La Zanja del bien y del mal
Dos bandos.
Tú con el tuyo, yo con el mío.
¡Atrás! ¡Atrás!
Federico García Lorca
Terminada la injusta Guerra de la Triple Alianza alentada por Inglaterra contra un Paraguay próspero e independiente, los ojos de financistas, especuladores y de la Banca londinense se vuelven hacia el Desierto. El establishment, pese a sus conflictos intraoligárquicos y a la puja de la economía centrada en el puerto de Buenos Aires frente a la del interior, comprende que es tiempo de encarar “el problema indio”. Es necesario hacer producir “la tierra ociosa en manos de los salvajes”.
En 1872 se produce la estratégica batalla de San Carlos que derrota por primera vez al legendario Calfulcurá. Aunque pasará tiempo para que se advierta su real trascendencia, ese combate quiebra para siempre el poder militar de los indígenas, el tiempo se acelera y lo que había resistido durante tres siglos se va a derrumbar por completo en menos de un decenio. Poco después muere el centenario cacique Juan Calfulcurá y lo sucede su hijo Manuel Namuncurá. Allí aparece en escena Adolfo Alsina, quien se desempeña como Ministro de Guerra y Marina de Nicolás Avellaneda, presidente desde 1874. Avellaneda, a su vez, es un adicto a ciertas ideas del ex mandatario Sarmiento del cual fue Ministro de Justicia e Instrucción Pública. Tengamos presente, además, que Alsina, con 39 años, había sido el Vicepresidente de Sarmiento, como clara demostración de que el poder se pasaba de unos a otros pese a las pujas sectoriales y rivalidades personales. Como no podía ser de otra manera, estaba especialmente consustanciado con el pegadizo eslogan Civilización o Barbarie. Por eso no resulta casual que durante su mandato se intentara implementar una nítida divisoria de aguas entre el bien y el mal.
Veamos con más detenimiento el avance de la famosa Zanja que, de ninguna manera, fue esa suerte de pozo sin sentido en medio de la pampa, tal como será presentada por los aduladores de Roca y los manuales escolares que reproducen el óleo de Francisco Fortuny Trabajando en la Zanja de Alsina, que muestra a los fortineros cavando algo que parece más bien un simple surco o cuneta. En esos momentos, el imaginario social se encontraba en transición, debatiéndose entre posiciones estáticas o dinámicas para enfrentar el mismo problema: plantarse frente a la barbarie o avanzar sobre el Desierto. Durante buena parte del siglo XIX convivieron estas dos actitudes frente al extenso territorio de Pampa-Patagonia llamado alternativamente: “tierra incógnita”, “zona desconocida”, “campos de indios infieles”, “región salvaje”, “fin de la tierra habitada”, “campos estériles”, “territorio inexplorado” o simplemente “Desierto”, que terminará siendo la más usual de las denominaciones. Una preferencia semántica que no deja de ser sugestiva. Desde siempre, la primera táctica frente al Desierto fue mantener una línea de frontera para realizar avances graduales cuando las circunstancias lo permitiesen. La segunda opción era penetrar en el territorio para exterminar las “guaridas de los salvajes”, como tempranamente había mostrado Rauch. Alsina será partidario de la primera opción. Soñaba con trazar una línea que separe a unos de otros.
Desde antes de asumir el Ministerio de Guerra, el Dr. Alsina estaba trabajando en el modo de enfrentar a los indios. O más bien de conjurarlos. Veremos, por otra parte, que su táctica dista mucho de ser un sencillo planteo estático que los manuales escolares contraponen al dinamismo ofensivo de Roca, que lo sucederá en el mando. Tenía en mente un plan que, según algunos, era tan ambicioso como seductor, mientras que para otros era apenas una ocurrencia alocada. El ministro pretendía avanzar y luego fraccionar el territorio en dos; de un lado quedarían los salvajes, del otro la civilización de los hombres esclarecidos. ¿Pero cómo llevar a cabo tal división que Sarmiento había planteado tan sencillamente en papel? La llanura bonaerense carecía de obstáculos naturales. No existían altas cordilleras, ni ríos infranqueables. Apenas el río Salado marcaba algún tipo de impedimento, pero se lo podía vadear prácticamente en todo su curso. ¿Qué hacer? ¿Cómo llevar a cabo tal separación? Dejemos que sea el propio ministro quien lo sintetice: “Para colocar en la línea avanzada un obstáculo natural, era preciso optar entre estos tres procedimientos: el foso, el alambrado fuerte y la cadena sobre postes de fierro o rieles Barlow” (Alsina 1877: 66).
Adolfo Alsina, antes de decidirse por la Zanja, había pensado otras dos posibilidades que asumían también la forma de líneas continuas. La primera opción que había desechado fue la de tender un “alambrado fuerte”. Luego desestimó la idea de plantar rieles Barlow unidos por varias cadenas de hierro. ¡Imaginen 730 kilómetros de vigas de hierro sosteniendo hileras de cadenas! ¿De dónde obtendría semejante cantidad de miles de toneladas de hierro? ¿Y el costo? Algo descabellado que, sin embargo, llenaba de entusiasmo a los agentes nativos de las acerías inglesas que hubiesen abastecido esa montaña de material. En cambio, la alternativa que se presentaba como una solución factible y no tan onerosa para las exhaustas arcas fiscales, era un foso o zanjón excavado en la llanura. La idea lo perturbaba. Soñaba con la zanja. Algo de esto se trasluce en ciertos mensajes que dirige al Congreso Nacional, expresándose en términos inauditos para un funcionario de su investidura: “En el foso no busqué, repito, ni originalidad ni poesía; pero hallé en él un medio eficaz para alcanzar un resultado grande y lo adopté” (Alsina 1877: 18). Supongo que ninguno de los congresales que se encontraban presentes escuchando al Dr. Alsina fundamentar su plan hubiese supuesto que, además de contener mediante una barrera al malón, también estaba en juego “la originalidad” o “la poesía”. Sin embargo, los diputados, encandilados por la posibilidad de contar con semejante frontera infranqueable, aprobaron la medida.
En realidad, el acierto del Ministro Alsina, si se puede decir acierto, o dicho en sus palabras “un medio eficaz para alcanzar un resultado grande”, tendrá más que ver con las virtudes psicológicas del plan que con su efectiva relevancia militar. La Zanja le permite taponar, al menos en forma imaginaria, los claros angustiosos por donde se filtra “la barbarie para perpetrar sus inveterados latrocinios”. Este límite se encuentra acompañado por una línea continua del tendido del telégrafo. Ambos elementos actuarían interconectados. Al menos en el plano teórico, la idea resultaba viable, por eso hablamos del acierto psicológico de su construcción. Más allá de que su planteo tuvo numerosos detractores, satisfizo lo más profundo del inconsciente colectivo de buena parte de la sociedad, de ahí que recibiera la aprobación de la elite gobernante. En más de un sentido se constituye en la concreción de la opción Civilización o Barbarie. Sarmiento había verbalizado la teoría del Nosotros y los Ellos. Alsina tendría el mérito de llevarla a la práctica. La otredad de los habitantes del Desierto, que ponían en contradicción a la pujante civilización irradiada por las ciudades, era conjurada por el Dr. Alsina con una suerte de exorcismo telúrico mediante una línea prolija y continua que surcaba el mapa nacional. Una traza que lo que tenía de endeble lo suplía con sus características mágicas como si se tratase de un mandala. Retomando lo que propuse en Los indios invisibles del Malón de la Paz, la demarcación propuesta por el Ministro de Guerra y Marina Adolfo Alsina, más que impedir las correrías o el saqueo de los indígenas que se resistían al avance de la frontera, sirvió en forma efectiva para demarcar claramente el límite entre Nosotros y Ellos. El trazado de la Zanja se constituyó en una suerte de geografía o mapamundi de la Barbarie, delimitando el país del Bien del territorio del Mal. El indio no sólo era un habitante de una frontera bestial, sino que la misma humanidad del indígena constituía una suerte de límite biológico que era necesario mantener separado y la Zanja fue utilizada en ese sentido. Del otro lado estaba el fin de la tierra, el Desierto. La traza separaba a la humanidad de lo inhumano. Ciertamente, el proyecto de Alsina se aprobó con el consentimiento general. Las voces que se alzaron en su contra provenían de neoextirpadores de idolatrías como Roca, Moreno o Zeballos, ciegos militantes de la civilización que cuentan con ambiciones políticas, académicas e intereses económicos. De hecho, si no se hubiese producido el Malón Grande de 1875 conducido por Namuncurá, y que no fue otra cosa que la última contraofensiva indígena respondiendo a la ocupación del Carhue que dio letra a los partidarios de la “solución final”, y sobre todo la extraña y repentina muerte del ministro Alsina, vaya a saber cómo hubiese seguido la historia.
El Ministro de Guerra se ha lucido. Todavía está fresca la tinta con que firmó con Catriel el tratado por el cual se obliga a dar a los indios de este cacique campos para establecerse, instrumentos de labranza para explotarlas, raciones para su manutención, sueldos militares, vestuarios en cambio de un servicio regular y de la obligación de llevar sombrero con divisa. Todavía resuenan los brindis con que el Dr. Coronel [Alsina] celebra la alianza y ya la alianza firmada está rota y ya Catriel está aliado de hecho con Pincén y con Namuncurá y ya está sublevado contra el Gobierno” (Heraldo del Sud de Azul, 30/12/74).
De lo que no cabe duda, es que pocas veces quedan registros de un funcionario que haya suscitado semejantes controversias y tantos adictos y opositores como Adolfo Alsina. A quienes lo acusan de tener como objetivo “apenas el Carhué” y de carecer de ambición territorial, el ministro les asegura que “el Río Negro debe ser no la primera sino, por el contrario, la línea final de esta cruzada contra la barbarie, hasta conseguir que los moradores del desierto acepten, por el rigor o por la templanza, los beneficios que la civilización ofrece” (Alsina 1877: 20). Él también anhela llegar al Río Negro, pero en forma paulatina, mediante avances progresivos. Por otra parte, cuando Alsina asume el Ministerio de Guerra, el trazado fronterizo es casi el mismo de un cuarto de siglo atrás, en momentos de la caída de Rosas en 1852. El límite entre unos y otros es una suerte de enorme “C” invertida. Con su avance, propone ganar esa cavidad, cerrando mediante la Zanja los límites de la curvatura. De esa forma, desalojarían a los indígenas de todo el actual territorio de la provincia de Buenos Aires, parte de La Pampa y sur de Córdoba. Precisamente eso anuncia el presidente Avellaneda en mayo de 1876 durante su mensaje al Congreso: “El dominio civilizado de la República se ha extendido considerablemente y más de 2.000 leguas de territorio han quedado encerradas dentro de la nueva línea de fronteras” (DIP 1985: 118). Las entradas que ordena Alsina a sus comandantes en 1876 y 1877 destrozan para siempre el poder ofensivo de los indios.
Resulta interesante que la hipótesis de máxima imaginada por el Gobierno fuese el Río Negro y no el Estrecho de Magallanes o Tierra del Fuego. Tal vez sirva para echar algo de luz sobre aquel imaginario social, el parecer de un argentino nativo y notorio. Sarmiento, desde su exilio chileno, en noviembre de 1841 propone desde el diario El Progreso que Chile ocupe la Patagonia al sur de Chiloe y en particular el Estrecho de Magallanes. Incluso, desde esas mismas páginas, solicita ser nombrado diputado por la provincia de Magallanes a la que “hemos favorecido tanto”. Tiempo después, el 11 de marzo de 1849 desde las mismas páginas, Sarmiento afirma que el extremo sur “es una cosa inútil. ¿Qué haría el gobierno de Buenos Aires con el estrecho de Magallanes, país frígido, remoto inhospedable”. Por su parte, Valentín Alsina, en agosto de 1867, señala que “más al sur no hay nada utilizable, nada vendible, ni contratable, nada que sirva” (citados por Belza 1981: 27, 28). En tantos miles de kilómetros, estos políticos que ocuparán cargos importantes (el primero llegó a ser presidente y el segundo gobernador de la provincia de Buenos Aires) no encuentran nada rentable, nada de utilidad. Mientras que Estados Unidos no cesa de engullir tierras de indios y mexicanos, nuestros admiradores nativos del gran país del norte proponen exactamente lo contrario. ¿Será acaso que la desmesura del territorio infunde terror? Algo de eso se vislumbra en las propuestas de Domingo Sarmiento y Valentín Alsina. Y esa es justamente la ventaja o tranquilidad que brinda la Zanja. Más allá de sus detractores, el imaginario social acepta construir esa especie de enrejado, de jaula mágica para recluir a los seres que lo habitan y sobre todo para encerrar al Desierto. Algo difuso, no racional emana de aquella región. De lo contrario no se explica cómo, a esa altura del siglo, contando con medios técnicos como el telégrafo que alerta a las tropas del movimiento de los indios o el fusil de repetición Rémington con un alcance de mil metros, el imaginario acaba hipnotizado por el poder de la Zanja para contener a esa conjunción maligna de indio y territorio que se encuentra del otro lado. ¿No se concibe la posibilidad de franquearla? ¿Qué o quién lo impide? ¿Acaso las chuzas y boleadoras? Es una verdad a medias. Recordemos las exageraciones que se montaron tras la derrota de Mitre en 1855 cuando aseguró que “el desierto era inconquistable” por la “infinidad de millares de salvajes que lo poblaban”. La idea caló muy hondo.
El coronel Gainza, ministro de Guerra en 1872, que tiene presente la estrepitosa huida mitrista, le responde a la Sociedad Rural que lo instaba a invadir y llegar hasta el Río Negro que era menester tomarse el tiempo necesario para “no exponerse a que las armas de la civilización retrocedan como otras veces ante la chuza de la barbarie” (Zeballos 1879: 212). En el Congreso Nacional sucede otro tanto con la Ley 752 que se trata en el recinto el 19 de julio de 1872. En el debate se asegura que “las expediciones que se han hecho no han dado más resultado que exacerbar el ánimo de los indios para nuevas depredaciones” (DIP 1985: 39). Nombrado Ministro de Guerra, Alsina es de la misma opinión y se muestra absolutamente contrario a “esas expediciones destructoras, para regresar a las fronteras de donde partieron con botines que rechaza el espíritu de la civilización moderna, sólo conducen a irritar a los salvajes, a hacer más crueles sus instintos” (Alsina 1877: 20). Hay quienes por un conocimiento superficial del tema piensan que la Zanja era más justa con los originarios, ya que planteaba un statu quo entre unos y otros. Nada más lejano de la realidad. Basta observar el mapa de la línea de fronteras de la que parte Alsina y el trazado de su Zanja engullendo el Carhué, Puán y Guaminí con sus múltiples expediciones para debilitar y escarmentar salvajes, con el tendido estratégico del telégrafo que alerta al instante a las guarniciones para caer como un rayo sobre los maloneros, para comprender que simplemente se trata de otra mirada sobre una realidad igualmente aborrecida. El Dr. Adolfo Alsina y su Zanja no son otra cosa que emergentes de una sociedad que había heredado arcaicas pavuras y conceptos y temía asomarse del otro lado y adentrarse en el misterio construido en torno a la barbarie. “El Dr. Alsina daba al indio mayor importancia y temía al desierto más de lo que en realidad era razonable” (Zeballos 1879: 234). Varios años antes el comandante de frontera, coronel Álvaro Barros, deja escrita la siguiente reflexión:
Si en 1865 se pudo hacer la guerra impopular contra el Paraguay, llevando 30.000 soldados a distancias diez veces mayores que la Pampa, si se pudo vencer a un enemigo más numeroso, valiente hasta la temeridad y mejor armado que los indios ¿por qué no se llevaba la guerra seriamente contra éstos? (Barros 1872: 33)
Una porción importante de lo que podríamos llamar imaginario tardío de aquel entonces opta por tomar el bisturí y cortar el territorio en dos. De un lado la razón y el progreso, del otro la prehistoria y la animalidad. El atractivo de la Zanja tiene que ver con el modo tajante, al menos en el plano psicológico, con que satisface la lógica estatal todavía centrada en el indio. Recién comenzaba a posar sus ojos en la inquietante marea inmigratoria. De acuerdo con los censos, en 1869, de 1.700.000 habitantes 210.000 eran extranjeros, pero que al concentrarse mayormente en la provincia de Buenos Aires (3 de cada diez son inmigrantes) van a agravar la percepción del asunto. Para 1895, los extranjeros alcanzan a 1.004.000, mayormente italianos y españoles.
Aunque contrario a la Zanja y a favor de la tesis ofensiva de Roca, Estanislao Zeballos aporta un ingrediente muy importante a la construcción de estos dos territorios antagónicos de civilizados y bárbaros al introducir en La Conquista de las 15.000 leguas su versión sobre la extranjería de los mapuches. En ese libro que Zeballos somete a la corrección de Roca, quien retoca capítulos enteros “para ilustrar nuestro juicio con su competencia militar” (Zeballos 1878: 207), sostiene una y otra vez que son chilenos y que todos los indios que están en la Pampa y el norte de la Patagonia son transandinos. Una hipótesis que logró implantar con éxito y que perdura hasta nuestros días a través de profesores de la escuela Superior de Guerra, del Colegio Militar, de importantes editorialistas de La Nación y de distintas repetidoras, como el diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca, periódico que durante el Proceso dictatorial de 1976 se transformó en vocero del almirante Eduardo E. Massera. Los indios no eran ni chilenos ni argentinos, eran preexistentes a los dos Estados nacionales.
Entre tanto, la línea pone orden y limpieza geográfica en el caos de aquellas dos realidades antagónicas del indio frente al hombre esclarecido, con maneras opuestas de concebir la vida, el tiempo, la naturaleza y la muerte. Los feos, sucios y malos quedan marginados del otro lado, por consiguiente, la civilización se mantiene indemne de su contacto. Es una actitud consecuente de esa Argentina que, a poco de nacer, da la espalda a América y fija sus ojos en Europa. Es una actitud que tiene que ver con una imagen especular esquizoide. Como si fuese un espejo desquiciado que no devuelve la misma imagen que lo enfrenta, sino otra, muy distinta. Una imagen distorsionada donde el ojo percibe como ajeno lo que arroja fuera de sí mismo y, de ese modo, construye un enemigo a vencer depositario de todo lo malo. De ese modo, la sociedad elabora al salvaje que canta el Martín Fierro y enseña en toda su fiereza El regreso del malón d...