PARTE III:
EL POSTMATERIALISMO
QUE VIENE
6. DEL MATERIALISMO
AL POSTMATERIALISMO
Para la mente apagada, toda la naturaleza es aburrida. Para la mente iluminada, el mundo entero fulgura y destella con su luz.
RALPH WALDO EMERSON
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POSTMATERIALISMO
Caminamos hacia un mundo postmaterialista.
En un primer sentido, el postmaterialismo significa un declive del afán de poseer y consumir bienes materiales, y un despertar del interés por bienes inmateriales e intangibles como la creatividad, la solidaridad, el conocimiento, la sabiduría y la alegría de vivir y convivir. A medida que la prosperidad material del siglo XX iba garantizando la satisfacción de las necesidades materiales (como la comida y el cobijo), se ha dado una tendencia natural hacia la satisfacción de necesidades no materiales (señalada por investigadores como Ronald Inglehart y Roland Benedikter) que incluye un creciente interés por encontrar un sentido a nuestra vida personal, por la participación, por la autorrealización y por todo lo que el psicólogo Abraham Maslow llamaba metamotiva-ciones. Por otra parte, un mundo sostenible no podrá estar regido por el afán de posesiones materiales. El colapso de las expectativas de crecimiento material ilimitado ha mostrado que el materialismo no sólo no era deseable, sino que ni siquiera era posible.
En un sentido más profundo y más decisivo, el postmaterialismo implica la superación de dos creencias interrelacionadas: que lo único que existe es la materia, y que hay una separación radical entre la psique humana y el mundo. Ambas creencias alcanzaron su apogeo en el siglo XX y siguen contando con buenos divulgadores entre sus epígonos (Dawkins y Dennet, por ejemplo). Y sin embargo han quedado obsoletas para quienquiera que se atreva a tomarse en serio las revelaciones no ya de los sabios de diversas épocas y culturas, sino de lo mejor de la ciencia del siglo XX, tanto en el estudio de la mente humana como de la realidad física (en ello profundizan los capítulos 8 y 9).
El postmaterialismo apaga la sed materialista y nos reconcilia con el mundo. La sociedad del futuro será postmaterialista o no será.
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EL SUTIL MOTOR DEL MUNDO
Una visión del mundo no es una simple manera de ver las cosas. Determina nuestros valores, dicta los criterios para nuestras acciones, impregna nuestra experiencia de lo que somos y hacemos.
Donella Meadows, principal autora del informe sobre Los límites del crecimiento, se levantó un día en una reunión sobre algún problema del mundo y escribió una lista de los lugares en los que es más efectivo intervenir para cambiar un sistema o un estado de cosas –una lista que se le ocurrió de repente mientras escuchaba aburrida las tímidas reformas que otros proponían. En su artículo «Places to Intervene in a System», Meadows explicaba que los cambios son más superficiales y menos efectivos en el nivel de los impuestos, subsidios y flujo de materiales (precisamente el nivel en el que trabajan las administraciones), mientras que son más profundos y más efectivos cuanto más tocan el paradigma o la mentalidad de fondo que les da sentido. Pues es de nuestras percepciones y creencias de donde brotan nuestros valores, nuestras actitudes y, en definitiva, nuestras acciones.
Otro mundo es posible si cambia nuestra visión del mundo. Por ejemplo en la ciencia.
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CIENCIA INTUITIVA
Una de las obras más curiosas del pensamiento occidental, la Ética de Spinoza, distingue tres géneros de conocimiento: los dos primeros son los sentidos y la razón, el tercero, por encima de ellos, es lo que Spinoza llama ciencia intuitiva.
¿Es posible una ciencia intuitiva, una ciencia en la que lo racional no esté reñido con lo intuitivo ni con lo sensual? ¿Una ciencia que en vez de intentar someter a la naturaleza nos ayude a integrarnos en ella? ¿Una ciencia que en vez de desencantar el mundo lo reencante, conmoviéndonos e inspirándonos como hacen las buenas obras de arte?
Como señaló Emerson, la ciencia se origina en la percepción poética. La razón desempeña un papel esencial a la hora de recoger datos y clasificarlos, pero por sí sola poco o nada descubriría. Cuanto más genial es un descubrimiento, más desempeña en él la intuición («Demostramos con la lógica. Descubrimos con la intuición», decía el matemático Poincaré). La mejor ciencia es siempre ciencia intuitiva. Desde el «¡eureka!» de Arquímedes en la bañera, la ciencia siempre ha progresado a través de saltos que la lógica no sabría dar. Esos momentos de inspiración e intuición salpican las biografías de los grandes científicos y matemáticos: Kepler, Newton, Gauss, Poincaré, Einstein, Heisenberg, Bohm, Lovelock… A veces tales intuiciones llegan en forma de sueños, como el que en 1856 reveló a Kekulé la estructura molecular del anillo de benceno, el que llevó a Bohr al interior del átomo, o el que permitió a Frederick Banting descubrir la insulina y obtener el premio Nobel. Y no es que la ciencia intuitiva sólo aparezca en fugaces flechazos de inspiración: el revolucionario trabajo de la premio Nobel Barbara McClintock, que muestra cómo la organización de los genes es mucho más compleja e interdependiente de lo que hoy muchos científicos y empresarios querrían, se basó en gran medida en su habilidad para intuir lo que ocurre en el interior de la célula, hasta el punto de “viajar” a su interior.
La ciencia moderna se siente superior al arte, pero en culturas premodernas, la occidental incluida, el arte no ignoraba a la ciencia. En la filosofía griega conviven lo que hoy distinguiríamos como física y como poesía, La divina comedia se halla tan impregnada de astronomía como de teología y poesía, y la pintura en perspectiva del Renacimiento es hija de tratados de óptica. En tiempos más recientes, cuando ya la ciencia se había entronizado como la verdad por antonomasia, algunos artistas recurrieron también a ella. Así, Seurat se consideraba un científico del color, y después de la muerte del pintor fue un científico quien descubrió la distancia exacta desde la que los miles de puntos de sus cuadros cobran pleno significado. Y en el ámbito de la música, tanto Webern como Stockhausen basaron parte de sus composiciones en precisos modelos matemáticos.
Por otra parte, se ha señalado que a menudo el arte anticipa a la ciencia. Así, la geometrización del espacio que caracteriza a la Revolución Científica del siglo XVII ya se aprecia en la pintura en perspectiva que emerge a finales del siglo XIII. El espacio newtoniano (infinito, continuo, homogéneo, absoluto e isotrópico) ya se encuentra sistematizado en los tratados de Alberti y Durero. Del mismo modo, la ciencia moderna no empieza a dejar paso a otro tipo de ciencia (que podríamos llamar transmoderna) hasta, acaso, la teoría de la relatividad especial de 1905. Pero a partir de los años setenta del siglo XIX las premisas de la modernidad ya entran plenamente en crisis en la filosofía (Nietzsche), en la literatura (Mallarmé, Rimbaud) y en la pintura (Monet, van Gogh, Cézanne…). Una de las razones de tal anticipación del arte respecto a la ciencia podría ser el carácter acumulativo y sistemático de la ciencia, que gana en rigor lo que pierde en rapidez de reflejos. La intuición de algo nuevo puede impregnar al mismo tiempo al poeta y al físico, pero lo que el poeta tal vez exprese en breve puede requerir para el físico años o décadas de experimentación (el poeta, músico o pintor también experimenta durante años y décadas, pero a diferencia del físico suele mientras tanto ir creando obras).
Hace dos siglos, William Blake llamaba a las abstracciones de la ciencia enemigas de la imaginación (es decir, del arte) y lamentaba cómo la “cuádruple vision” humana (poética, sensual, visionaria y racional) iba quedando reducida a la “visión única” (meramente racional) de la ciencia. El buen arte, sabía Blake, nos permite To see a World in a Grain of Sand / And a Heaven in a Wild Flower (Ver un Mundo en un Grano de Arena / y un Cielo en una Flor Silvestre). La buena ciencia también podría hacerlo. Durante el siglo XX empezó a emerger un tipo de ciencia que nos ayuda a reconectar con la naturaleza y a redescubrir el asombro ante el mundo y la reverencia ante la vida. Esta nueva ciencia, transmoderna y holística, nos abre los sentidos a un mundo inesperadamente complejo y fascinante, un mundo que no es ya un máquina sino una red de intrincadas relaciones. En ella cabe incluir desde los desafíos a los presupuestos de la ciencia moderna que emergieron de la física cuántica (los procesos subatómicos resultan ser discontinuos, acausales, no-locales, interdependientes y no plenamente predecibles) y la relatividad (no hay puntos de referencia absolutos), a las recientes teorías del caos y la complejidad (la realidad es mucho más compleja, impredecible y, si se quiere, creativa, de lo que hasta hace poco se creía), pasando por la ciencia goetheana (que aplica un enfoque intuitivo al estudio de múltiples disciplinas, inspirándose en la a menudo ignorada e incomprendida ciencia de Goethe) y la teoría Gaia (quemuestra la profunda interrelación de todas las formas de vida que hay entre la corteza terrestre y la atmósfera, revelando a la Tierra como un enorme y asombroso organismo). Esta nueva ciencia, que nos invita a participar en la realidad en vez de intentar controlarla, abre brecha en los muros que hemos levantado entre el sujeto y el objeto, la cultura y la naturaleza, lo racional y lo intuitivo, y permite así que la ciencia pueda reconciliarse con el arte y con la naturaleza.
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LA MODELO Y MAESTRA DE LEONARDO
Hay semillas del futuro que llevan siglos ahí, esperando.
Leonardo da Vinci, el gran genio del Renacimiento, modelo del uomo universale, fue también un genio científico. En sus cuadernos de notas, algunos de los cuales aún no han sido suficientemente estudiados, hallamos indicios de muchos desarrollos posteriores de la ciencia moderna. Pero su atención especial a las cualidades, al dinamismo y a la visión de conjunto convierten a Leonardo en posible fuente de inspiración para los nuevos enfoques holísticos y postmaterialistas.
Vegetariano de mente omnívora, Leonardo se adentró en todo tipo de ámbitos: pintura, escultura, arquitectura, geografía, cartografía, mecánica, geometría, astronomía, anatomía, óptica, botánica… ¿De dónde aprendía? Sobre todo, de la naturaleza. En los cuadernos conservados en la biblioteca del castillo de Windsor, Leonardo elogia las «obras maravillosas de la naturaleza» (opere mirabili della natura) y escribe que «nunca se encontrará invento más bello, más sencillo o más económico que los de la naturaleza, pues en sus inventos nada falta y nada es superfluo».
Durante siglos poco se supo de los cuadernos de Leonardo, miles de páginas con textos deliberadamente crípticos (escritos de derecha a izquierda, de modo que hay que leerlos con un espejo) y decenas de miles de dibujos y gráficos. De ellos surgió el Tratado de pintura, publicado en 1651 y único texto de Leonardo en circulación antes del siglo XIX. Esparcidos por Europa en colecciones privadas, los cuadernos fueron a menudo olvidados y más de la mitad se han perdido –aunque alguno podría redescubrirse, como los dos códices que amanecieron entre polvorientos legajos en la Biblioteca Nacional de Madrid en 1965. A partir de estos cuadernos Leonardo había planeado publicar numerosos tratados que nunca vieron la luz. Entre ellos había dos sobre matemáticas (más un apéndice lúdico, La geometría como juego) y dos sobre anatomía (incluyendo un Tratado sobre los nervios, los músculos, los tendones, las membranas y los ligamentos).
Las transformaciones cualitativas son una parte esencial de la ciencia de Leonardo, que hoy resuena con los enfoques sistémicos y la teoría de la complejidad. Leonardo describió y dibujó a fondo los mecanismos del cuerpo humano, pero dejó claro que el cuerpo es mucho más que una máquina. Lejos de convertir el mundo en máquina, integró principios orgánicos y metabólicos en sus diseños arquitectónicos y urbanísticos. No vio el mundo regido por principios abstractos ni por Dios, sino por la incesante creatividad de la naturaleza. Encontró ritmos ondulatorios comunes en el agua, la tierra, el aire y la luz, y reflejó la interdependencia y autorganización que caracterizan a todo lo vivo.
Los cuadernos de Leonardo muestran que descubrió la aceleración de los cuerpos en caída libre y el seno frontal en el cuerpo humano, inauguró la dendrocronología (datación a partir de los anillos de la madera), anticipó la dinámica de fluidos y la explicación goetheana de por qué el cielo es azul, intuyó la circulación de la sangre y la evolución geológica, constató la tercera ley de Newton… Galileo, Harvey y Linneo desarrollaron sus teorías sin sospechar que algunos de sus hallazgos estaban ya descritos y dibujados en los cuadernos de Leonardo. En las últimas décadas la anatomía y la botánica de Leonardo han sido estudiadas a fondo, pero otras áreas de su trabajo científico siguen esperando la atenta mirada de los investigadores –así, sus estudios geológicos y sobre dinámica de fluidos.
En sus estudios sobre el dinamismo y la forma, con su extraordinaria capacidad de observar en profundidad y dibujar con precisión, Leonardo refleja resonancias entre fenómenos y procesos aparentemente inconexos. Con ello se anticipaba al científico sistémico Gregory Bateson, incansable buscador de patterns (patrones, pautas, ritmos) comunes a las cosas. En su último libro, Mind and Nature, Bateson preguntaba: «¿Cuál es el pattern que conecta al cangrejo con la langosta, a la orquídea con la prímula y a todos ellos conmigo? ¿Y a mí contigo?».
Toda la biología, escribió el genetista C.H. Waddington, «tiene su origen en el estudio de la forma». Pero hoy todavía no acabamos de entender cómo se originan las formas de los organismos. Una obra muy difundida del genetista Sean Carroll, Endless Forms Most Beautiful, se propone precisamente explicar la complejidad de las formas biológicas visibles mediante lo que es simple e invisible. Sin embargo, y a pesar de formular ingeniosos mecanismos genéticos, no puede explicar la verdadera complejidad de estas formas y sólo consigue aproximarse verdaderamente a ellas a través de metáforas artísticas (por ejemplo, refiriéndose repetidamente a cómo el organismo es “esculpido” [sculpted] por los genes y proteínas). La forma, intrínsecamente cualitativa, no se deja reducir a enfoques puramente cuantitativos. Hemos aprendido mucho a través de la especialización, pero hoy las fronteras entre arte, ciencia y pensamiento parecen llamadas a hacerse muchos más permeables. Y aquí Leonardo puede enseñarnos alguna cosa.
Leonardo tenía, como señaló Gombrich, un «apetito voraz de detalles». Dominaba y admiraba la geometría, pero para él la complejidad de la naturaleza no podía reducirse a cifras y análisis mecánicos. Un siglo más tarde, sin embargo, Galileo y Descartes afirmarán que sólo es real lo que puede ser medido. Ello ha permitido hacer avanzar el tipo de análisis preciso que asociamos con la ciencia moderna. pero también ha creado un vacío: todo aquello que es cualitativo no existe para la ciencia, y queda reducido a epifenómenos de elementos cuantificables. El filósofo Edmund Husserl afirmó hacia el final de su vida que lo que él llamaba “ciencia galileana” (basada en reducir lo real a lo que es cuantificable) nos ha llevado al «eclipse casi total del mundo vital» y a la «pérdida del sentido de la ciencia para la vida». Tal vez la “ciencia galileana” nos ha llevado ya suficientemente lejos y ahora necesitamos una ciencia más “leonardiana”, una ciencia que sin dejar de aprovechar el poder de la cuantificación muestre un genuino interés por lo que es dinámico y cualitativo. En este sentido, la ciencia postmaterialista podría estar más en la órbita de Leonardo que de Galileo. Y si Galileo representa muy bien el tipo de inteligencia que hasta ahora teníamos como modelo (la capacidad lógicomatemática), podemos empezar a comprender la inteligencia polivalente y omniabar-cante de Leonardo con las nuevas teorías sobre inteligencias múltiples. De hecho, Leonardo sobresalía en cada uno de los cinco tipos de mente o inteligencia que en la actualidad Howard Gardner recomienda desarrollar: disciplinada, sintetizadora, creativa, respetuosa y ética.
¿Cómo es posible Leonardo? En él encontramos vestigios de Galileo y de Newton, de Vesalio y de Harvey, de Linneo y de Goethe, de Bateson y de Fritjof Capra. Como si Leonardo fuera un microcosmos de las generaciones que lo habían de suceder, una síntesis premoderna de la cultura moderna, una mente intemporal que ya hubiera visto mucho de lo que ahora, en el siglo XXI, empezamos a entrever. ¿Aluden a ese saber intemporal las sonrisas serenas y enigmáticas de sus últimos cuadros? Tal vez. En cualquier caso, hoy Leonardo nos ayuda a afinar la percepción cualitativa y holística que requiere la complejidad y la belleza del mundo.
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SOMOS AGUA
Sine aqua non. Sin agua nada fluye y nada vive: sólo habría tierra ...