Mundo virtual
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Black Mirror, posapocalipsis y ciberadicción

  1. 192 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Mundo virtual

Black Mirror, posapocalipsis y ciberadicción

Descripción del libro

Vivimos en un mundo virtual en el que cada vez le damos más realidad a lo que existe en el ciberespacio, cada vez volcamos más atención y energía mental, e incluso afectiva, a lo que transcurre on line. Como en toda época de la historia, esta era exuda ambigüedad: desarrollos maravillosos para la humanidad se combinan con nuevas armas para la construcción de un sistema de dominación cada vez más eficiente. En el mundo virtual los algoritmos regulan casi todo. Los individuos somos datos, expuestos a nuevas ciberadicciones: la nomofobia, el miedo a salir de casa sin celular; el phubbing, ignorar a los otros en una reunión al refugiarnos en nuestros dispositivos móviles; o la tendencia a mostrarnos, ya no desde nuestro yo real, sino desde perfiles virtuales en las redes sociales.¿Podemos celebrar una humanidad futura que escape de la realidad, sus cielos y mares, el espacio, la historia y sus conflictos, en la cual cada uno viva en su propio mundo virtual, con la promesa de que nos sentiremos más satisfechos allí que en el incompleto mundo real?En este libro, el análisis de cada uno de los seis capítulos de la cuarta temporada de Black Mirror ––abundante en visiones posapocalípticas y distópicas en las que el futuro se convierte en el punto crítico de una gran destrucción––, no está destinado únicamente a fans embelesados por idolatrar un producto de entretenimiento. Al verla como una "ficción extendida", el autor busca extremar sus potenciales significados y conexiones con algunos de los grandes procesos culturales globales de la era virtual.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789507546402

Epílogo 1

En el espacio real,
y en el futuro cercano y lejano

Alguien camina por semanas, solo, en un desierto. En el día, el calor lo baña de sudor; en la noche, lo hieren estocadas de frío. Por días, el viajero olvida su punto de partida: el mundo global, la tecnorrealidad de la era virtual y las multipantallas. Sólo tiene agua y víveres para algunos días más. Si no se equivoca llegará a un pueblo, que lo devolverá a la civilización. Mientras en sus oídos murmura el viento, el viajero olvida sus miles de horas pasadas on line en su trabajo de analista de sistemas. Y recuerda su cuerpo perdido; no el de la prótesis de los aparatos, los autos y los aviones, sino los pies que caminan extensos territorios, entre el horizonte, la noche de estrellas, la lluvia y los animales que intentan comunicarle algo. Sus piernas, ojos y manos, vuelve a sentirlos como parte del otro cuerpo de la naturaleza.
¿Una experiencia de desconexión digital? ¿De recuperación de lo real en los márgenes de lo virtual? En parte sí. Pero el viaje de este viajero no es ningún manifiesto ecológico. Es sólo volver a percibir el espacio real, que está ahí en derredor, en todas partes.
Desde niño, olvidó el espacio entre imágenes de pantallas, señales de tránsito, edificios, veredas, calles. Pero después de dos semanas, solo, en un vasto espacio sin celular, sin haber visto a ningún humano, al volver a su hogar en la civilización de la hiperconexión y al leer estas líneas en las que se habla del extenso espacio previrtual no le parecerá ya nada abstracto, ocioso y oscuro. Por el contrario, lo sentirá como el recuerdo de la más sencilla realidad: el hombre construye sus realidades pisando el suelo, hollando el espacio que se extiende desde el insecto y el felino hasta las estrellas. El espacio en el que el homo sapiens inventa y modela nuevas realidades, incluso la realidad virtual.
Para vivir en la civilización por fuerza el hombre debe contraerse y ajustarse a los espacios sociales de la casa y la calle, y sentir como parte de su cuerpo un celular o un auto. El precio de vivir en la civilización moderna no es la infelicidad, como pensaba Freud; es la renuncia a la conciencia de que somos en el espacio superior del planeta y el universo. La civilización actual vive en una gran cueva sofisticada, que olvida lo que hay afuera.
En la era de la realidad virtual y el ciberespacio, los mundos artificiales se liberan cada vez más de la existencia física y de la propia naturaleza. El espacio del viajero solitario, con el que empezamos, pierde su aura. Benjamin pensó las condiciones de la reproductibilidad técnica de la obra de arte en el mundo moderno. En el horizonte mítico y cultual, una obra de arte era, al mismo tiempo, una entidad sagrada. La estatua de un dios, por ejemplo. Esta estatua sólo salía de su lugar en un templo muy pocas veces. La estatua era algo lejano y único, no reproducible; no se reproducía como las imágenes modernas. Así irradiaba aura, en la reflexión benjaminiana218. Pero hoy todo es reproducible hasta el hartazgo: la información, el conocimiento mismo, las imágenes. Y lo que mucho se reproduce hace perder aura.
La era tecno-global-virtual es el barco que, en su navegación, se aleja del mundo natural pero, a la vez, depende de la naturaleza entendida como el espacio por el que fluyen la electricidad y las señales electromagnéticas que permiten la conexión entre las computadoras y los aparatos, y el funcionamiento de la sociedad hípertecnificada misma.
Pero en la era virtual hay que cuidarse de toda afirmación dualista o maniquea. No está lo virtual por un lado y el mundo real por el otro. Estos dos niveles se confunden. Los videojuegos, por ejemplo, pueden alentar la tendencia a disociarse gradualmente del entorno real y derivar en verdaderas situaciones de ciberadicción. Pero lo virtual, por la realidad aumentada o por la simulación, permite interactuar plenamente, y de forma maravillosa, con el mundo real presente o del pasado. El Instituto de Artes Intermediales Digitales (IDIA Lab) en Ball State University, por ejemplo, aplica la realidad virtual para la simulación de entornos como instrumentos de investigación histórica y arqueológica y como superación de lagunas y vacíos sobre temáticas específicas. IDIA Lab usa sus armas digitales para crear contenidos inmersivos esféricos. Y, por la simulación de entornos por realidad virtual, se recrea el aspecto perdido de templos de la Antigua Roma. Así, mediante reconstrucciones virtuales se ha logrado demostrar el uso de efectos solares en los templos construidos por el emperador romano Adriano. Muchos otros ejemplos se podrían dar, pero lo importante es la idea de una interactividad entre lugares en el mundo real y su recuperación y mejor comprensión por su reconstrucción simulada por tecnologías virtuales.
Pero la apertura al mundo físico no virtual está en manos ya no de los filósofos sino de algunos artistas y de las ciencias. El artista James Turrell, por ejemplo, y su Roden Crater, un cráter de cono de ceniza en Arizona, con su propósito de convertirse en un observatorio a simple vista. El visitante llega al interior del volcán apagado, y a través de la apertura del cráter contempla el cielo intenso y abrumador. Un arte de percibir el espacio real. El arte ambiental, el land art, por distintas experiencias, ambiciona recuperar el espacio de la naturaleza como medio de construcción de obra y como expresión plástica. O la recuperación perceptiva del espacio como tal estaba ya en la muestra de una sala vacía por Ives Klein, en 1958. Y la música intensamente experimentada es siempre también una forma de arte ambiental o espacial219.
Además de algunos artistas, ese mundo físico hoy sólo es atendido por las ciencias de la naturaleza. Por ejemplo, la biomimética se abraza a la observación de animales o insectos como modelo de nuevos diseños artificiales. Por regla general, en el siglo XXI, el arte y las ciencias, y no la engreída intelectualidad de la filosofía académica, preserva el conocimiento del espacio material como zona de emergencia de la vida. Pero las ciencias suelen mantener la conexión con el mundo físico real más por un afán de apropiación tecnológica, que por la apertura a una espiritualidad que nos abra al espacio mayor del universo del que emergemos y en el que somos.
Por otro lado, la globalización convive con ciudades cada vez más inmensas. Las megalópolis. Para los lejanos cazadores recolectores el mundo natural era hostil, temible, omnipotente. Esa sensación desaparece en la ciudad, y aun más en las megaciudades. La megalópolis son como grandes exoesqueletos o cuerpos artificiales con los que nos “vestimos”. Y vestirnos con los edificios y las calles nos hace olvidar que sólo habitamos refugios complejos, cuevas sofisticadas, como las llamamos antes, no grandes estructuras urbanas invulnerables y autosuficientes. El mundo real del espacio en el que ruge y nos amenaza la naturaleza sigue estando ahí, fuera de las pantallas. Tan amenazante como en los comienzos. O si no basta con vivir en zonas de tornados, tsunamis, terremotos o incendios incontrolables220.
La gran ciudad nos da un gran refugio hiperconectado, pero no otro mundo que pueda existir plegado en sí mismo, como un mundo realmente aparte de la naturaleza. Aun cuando nos olvidamos de la naturaleza seguimos viviendo dentro ella. Una ciudad, un artefacto o nosotros mismos, somos naturaleza modificada. No existimos en un mundo artificial aparte, seguro y perfectamente blindado. Y, quizá, un cambio climático catastrófico no muy lejano termine por devolver a la cordura a los tecnócratas, los políticos y los académicos que creen que la Madre Naturaleza sólo es cosa de cultos neopaganos o grupos new age sin ninguna relevancia más que brindarnos recursos o energías.
Se puede vivir en un sofisticado edificio inteligente. Pero nuestro cuerpo sigue perteneciendo más al mundo de los genes y las bacterias que al del caparazón de cristal e inteligencia artificial de la arquitectura posmoderna y futurista. Nuestro cuerpo fluye en tejidos de agua, células y minerales; sangre y huesos. Somos biología orgánica destinada a la muerte. Esto es lo que más despierta el enojo de Silicon Valley. Por eso el transhumanismo sueña con matar la muerte. Reemplazar al hombre orgánico por un nuevo hombre de la inmortalidad cibernética o digital. Si esa inmortalidad artificial alguna vez sale de su cascarón nebuloso de ciencia ficción, seguramente radicalizará la humanidad dividida. Una minoría será el hombre supermejorado, el homo deus de Harari, el inmortal o al menos de una gran longevidad; y la abrumadora mayoría seguirá destinado a una tumba fría y silenciosa.
Si la utopía de la vida inmortal se realiza, no será universal sino utopía privada, sólo para quienes accedan a la mejor transformación tecnológica de sí mismos por el poder económico. Es decir la hipotética inmortalidad no será una revolución social sino la profundización del principio jerárquico y exclusivista en la sociedad futura. La élite sobrevivirá. La multitud recibirá algunas mejoras muy importantes respecto a las épocas pasadas, pero siempre estará claramente postergada.
Durante millones de años, el homo sapiens se transformó por la evolución natural. Pero en la era tecnoglobal la aceleración artificial de la evolución ya ha empezado. Todo esto se relaciona con el transhumanismo, con el humano trasformado tecnológicamente. Y de este proceso cultural irreversible surgen parte de las ficciones inquietantes de Black mirror o de Westworld. Si la era tecnoglobal hace que la humanidad se transforme artificialmente, es legítimo imaginar que el cuerpo no será sólo orgánico, sino androide, cyborg, o directamente robótico. No es de sorprender que Charlie Brooker, el creador de Black mirror, insista en la clonación digital, en la duplicación de la conciencia, en la posibilidad de descargar como un archivo una conciencia original atrapada en un cerebro destinado a la muerte, en un sistema informático de inteligencia artificial y potencialmente inmortal.
El gigantismo tecnológico high tech controlado por Silicon Valley promete la inmortalidad que Gilgamesh buscó y no encontró, mediante la transferencia de la conciencia a otro soporte o cerebro artificial; o por una conciencia futura almacenada en una pila cortical que podrá conectarse con diversos cuerpos o mangas como en Altered carbon. Pero lo que hoy debe inquietarnos y asombrarnos más que la todavía quimérica inmortalidad cibernética, es la realidad ya presente del espionaje universal por cámaras y programas informáticos.
Esta ya es la época del estado policial informático. Esto no tiene nada que ver con la violencia organizada del Estado sobre los cuerpos en los estados policiales clásicos. Hoy el control policial digital es tanto más eficaz cuanto menos es advertido. La información es la llave que abre las puertas hacia el conocimiento de los gustos o deseos, para mejor anticiparlos, estimularlos y manipularlos. Sin información no hay poder sobre las poblaciones. Esta información es el “tesoro” de las grandes empresas informáticas aliadas con los Estados nacionales. El estado policial no es ya los viejos dispositivos de vigilancia para el encarcelamiento o la supresión física. La excepción podrían ser los drones asesinos teledirigidos en la lucha contra un terrorismo real e imaginario a la vez (imaginario, pero con efectos reales, cuando se mata a los civiles inocentes como “daños colaterales”). Pero hoy el estado policial informático no encarcela, secuestra, tortura o fusila. Sí, vigila sin nunca ser percibido; aplica poderosos programas informáticos para monitorear, almacenar e interpretar todo el flujo de comunicaciones en internet (lo que reveló Snowden, en su momento); y ya ha comenzado la era de las cámaras omnipresentes para vigilancia de la población (piénsese en China, a la vanguardia de este proceso); en una etapa no muy lejana, a la vigilancia en el mundo físico se le sumarán pequeños insectos robóticos que podrán ingresar dentro de hogares, fábricas, empresas e incluso instalaciones militares para monitorear “lo que pasa”. El viejo sueño del Poder ancestral de ser como dios y verlo todo, anticiparlo todo. Controlar sin que se advierta ese control. El panoptismo digital como lo propone Byung Chul Han ya está plenamente desatado, más allá del “obsoleto” panoptismo analógico de la era Foucault.
Pero todo esto no debe llevarnos a posturas tecnofóbicas. Porque el dogmatismo antitecnología es hipócrita. La crítica despreciativa de lo tecnológico suele ser escrita en complejos ordenadores y por quienes se comunican con avanzados celulares. Quizá los amish sean los únicos con derecho a una visión despectiva (o temerosa) respecto a la dependencia tecnológica. Pero no quienes estamos integrados a la sociedad hiperconectada. El torrente tecnológico ha traído, trae y traerá avances positivos extraordinarios. Gracias a la innovación tecnológica, la investigación científica consigue grandes adelantos en salud, organización urbana y transportes, y un fascinante dominio de la materia. Renunciar al avance tecnológico sería tan ridículo como bajarse de un tren bala para desplazarse a caballo; pero también sería ridículo no interrogarse por los costos humanos de la automatización robótica de los transportes, la salud y el trabajo en general.
El neoludismo de quienes viven en una sociedad hipertecnificada es hipocresía. Pero la tecnofilia es ingenuidad acrítica, o directamente cinismo. No tenemos que renunciar al progreso tecnológico. Pero tampoco caer en la candidez de que la tecnología avanzada no es apropiada y financiada por el Poder ancestral.
Desde los primeros reinos y ciudades-estado antiguas el Poder es la voluntad de aprovechar los territorios, recursos y personas en beneficio propio. La minoría o élite del Poder ancestral siempre dice que todos debemos sacrificarnos por la patria, o por lo mejor de la humanidad para esconder que lo único importante son sus intereses y su necesidad de perpetuar su poder. No hay una voluntad abstracta de poder, porque ésta siempre es fuerza que sujeta las mentes, los cuerpos y los territorios (que ahora son los “territorios virtuales” del ciberespacio). Por la incorporación de la alta tecnología, de forma tan evidente como la luz clara de la mañana, el Poder ancestral se fortalece y se trasforma. En el mundo tecnoglobal, como en otros mundos históricos, no hay más libertades y bienes a no ser que esto le sea conveniente o funcional al Poder inmemorial.
El Poder ancestral se repite con nuevos medios. Antes necesitaba de fuerzas físicas y mecánicas; ahora es hipertecnológico para gestionar las ciberguerras entre los estados nacionales, y crear los mejores programas de computación para la lucha algorítmica por nuevos mercados de las megaempresas. Pero detrás de tanta innovación y sofisticación tecnológica, el Poder ancestral no deja de lucir sus chaquetas más arrugadas: la construcción del poder político como sirviente de los mandatos económicos, la avidez por multiplicar el dinero, aun en su forma actual electrónica o virtual; el camino del poder como garantía de la sensación subjetiva “de ser importante”. El Poder ancestral es aburridamente conservador. Por eso, a pesar del mucho progreso tecnológico, el Poder como capitalismo total evitará con la misma eficacia de siempre toda revolución social fundamental.
Las perspectivas pesimistas respecto al mundo tecnoglobal no exigen pintar el futuro con escenarios posapocalípticos y distópicos. Seguramente nunca habrá ninguna gran destrucción física, a no ser que el cambio climático finalmente sea el modo catastrófico por el que la naturaleza, y su espacio extenso, nos recuerde que nuestras sofisticadas máquinas no nos convierten en dueños del planeta. Un racionalismo escéptico respecto al presente y el futuro puede angustiarnos mucho. Pero ya no podemos confiar en que el gran cambio vendrá de una intervención mesiánica, a la manera de Walter Benjamin en su Tesis sobre filosofía de la historia.
El futuro presente repetirá seguramente el presente: continuará el progreso material, menos guerras y hambre, más derechos. Camino hacia lo mejor. Pero también, claro, seguirá lo más oscuro del homo sapiens: egocentrismo, nacionalismo, racismo, manipulación política y publicitaria, el aburrido conservadurismo del Poder ancestral: las maquinarias del control de las mentes y los cuerpos.
¿Pero siempre el futuro será la repetición del presente?
La duda sólo surge cuando nos proyectamos a un futuro que, de tan lejano, se hace totalmente imprevisible. Por ejemplo: ¿cómo será la humanidad dentro de un milenio? Imposible saberlo, por supuesto. Pero por eso tampoco podemos decir que el presente se repetirá dentro de mil años. ¿O sí? De nuevo: nuestra ignorancia sobre el mañana muy remoto se hace por fuerza casi absoluta. No tenemos los conceptos para anticipar un futuro tan lejano, Es la fase del tiempo tras un “punto de imprevisibilidad”, más allá del cual ya no podemos prever los resultados futuros del crecimiento exponencial de la tecnocultura actual.
El punto de imprevisibilidad es “hiperfuturo”, es la demarcación entre la historia previsible y lo inimaginable. Tras este punto, ya no podemos imaginar cómo será el mundo, si “capitalista futurista”, “neosocialista” o algo totalmente desconocido. Sólo si nos proyectamos a ese hiperfuturo, la historia recuperará toda su libertad. Ya no sería necesariamente la repetición de las estructuras de la dominación, la manipulación o vigilancia del presente.
Más allá del factor de quiebre de lo imprevisible, la realidad del humano podrá ser todo lo que podamos pensar, y todo lo que no podamos pensar. Proyectados al hiperfuturo la humanidad podría ya no existir: ¿por su autodestrucción física o por su autotransformación tan radical que ya será otra forma de vida, como una especie robótica de recóndito origen humano? ¿o un tipo de existencia sólo como sujetos hologramáticos capaces de proyectarse a las más salvajes distancias del cosmos? ¿o clones digitales de clones, que no necesitarán ya ninguna reproducción de originales? ¿O puras existencias virtuales y eternas dentro de mundos virtuales que se reproducen en otros mundos virtuales indefinidamente? Pero lo más importante: ¿sería una existencia sin pobreza o desigualdad social? Sólo el hiperfuturo permite especular con una humanidad totalmente otra, desconocida para nosotros; tan desconocida que hasta podría haberse liberado de la repetición de la desigualdad económica y de la injusticia social. Nuevamente por la espalda nos trepa la misma pregunta: ¿quién sabe?
Antes de volver al presente, podríamos proyectar el futuro lejano, pero antes del punto de imprevisibilidad. Quizá dentro de algunos siglos, la fragmentación política y económica actual de la humanidad se manifieste como división en distintos proyectos de ser. Tal vez una parte del humano futuro opte por hacerse transhumano definitivamente; otra por embriagarse con el Poder del con...

Índice

  1. Cubierta
  2. Contratapa
  3. Biografía del autor
  4. Portada
  5. Índice
  6. Dedicatoria
  7. Introducción
  8. Primera parte. En el prisma contemporáneo
  9. Segunda parte. Era Black mirror, cuarta temporada
  10. Tercera parte. Ficción extendida
  11. Conclusión
  12. Epílogo 1. En el espacio real, y en el futuro cercano y lejano
  13. Epílogo 2. De la sociedad Tesla a la anti-Tesla
  14. Créditos
  15. Otros títulos de esta editorial