Alejandría
La tercera carta que el Vicomte envió a Stefan mediante un correo no sometido al príncipe de Thurn und Taxis llegó a Zürich cuatro años después de la segunda, y no podía ser más misteriosa:
“Alejandría, 2 de octubre de 1863
Monsieur Vertheimer, la situación es tan grave que me veo en la necesidad de rogarle que se desplace cuanto antes a Alejandría. Estoy seguro de que en Zürich no es tan necesario como aquí. Que Dios nos ampare
.
Ferd de Lesseps”
.
La construcción del canal incluía un total de cuatro contratos, y el primero estaba a punto de finalizar. Por las noticias que mandaba el Vicomte periódicamente, hasta ese momento las obras marchaban al ritmo previsto. La colocación de los bloques de hormigón de los embarcaderos en Port Said, aquellos que marcarían la entrada del canal, iba a terminarse dentro del plazo previsible. La única novedad era la muerte del virrey, algo que sin duda habría afligido a Lesseps. Aunque según las noticias, su sucesor ocupaba ya el trono del vilayato sin ningún problema. ¿Entonces? El asunto olía a burocracia. O peor aún, a política. Pero la última afirmación del Vicomte era cierta. La forma en que Stefan Vertheimer dirigía el banco se asemejaba cada vez más a la de su padre. Podía hacerlo estando lejos, en Alejandría por ejemplo, ya no le era necesario permanecer en Zürich para manejar los negocios.
Con la tercera carta de Lesseps abierta sobre la mesa de su despacho, y ante la perspectiva de recalar por vez primera en las costas de Egipto, el día se le hizo muy largo. Al llegar a casa Unna estaba en su habitación preparándole el equipaje. Fuera, la nieve seguía cayendo sobre Friesehaus, el río Limmat y las aguas oscuras del lago Zürich. Y Werner tuvo que recorrer el contorno del lago camino de Küsnacht con un mensaje breve.
“Querida, estaré fuera una temporada, problemas de trabajo. Volveré en cuanto pueda
”.
El vapor procedente de Civitavecchia iba entrando poco a poco en la bocana del Puerto Oeste de Alejandría. Stefan Vertheimer, confundido con el resto del pasaje de primera clase, observaba por estribor la línea costera, de la que se desprendían una península y una fortaleza. Velas y chimeneas, hélices y remos, todo cabía en ese mar de lecho arenoso. De vez en cuando, ráfagas de viento marino desviaban el humo de las chimeneas en todas las direcciones. Y el sol, que había acompañado a los viajeros durante toda la travesía, seguía allí, imponente.
Descendió del buque casi a la par que las valijas del correo del príncipe de Thurn und Taxis que llegaban a Egipto desde Europa. Un pasillo de curiosos, árabes vestidos con galabiya la mayoría y unos pocos europeos, se iba cerrando en torno a la fila de pasajeros que intentaban desembarcar. Mientras caminaba, Stefan se quitó el redingote y desabrochó los botones del chaleco, pero mantuvo bien calado su sombrero de copa alta.
Escuchó su nombre.
—¡Monsieur Vertheimer!
Un hombre rubio y corpulento se adelantó entre la multitud con el rostro sudoroso. Dijo llamarse Bertrand Florit, era un directivo de la Compagnie Universelle, y había ido a recogerle por encargo de Monsieur Lesseps. Una calesa descubierta les estaba aguardando.
—Tendrá que disculparle. La muerte del Pachá Said ha sido un golpe muy duro para él.
—He venido tan pronto como me ha sido posible –se disculpó Stefan.
El camino que seguía la calesa, paralelo al mar, dejaba a su izquierda el antiguo Portus Magnus y a la derecha las calles de una urbe árabe empobrecida.
—La muerte nunca es oportuna, monsieur, pero ésta aún menos –Florit siguió con su línea argumental–. En fin, quién lo iba a esperar. Mohamed Said aún era bastante joven. Después de cuatro años de obras, nos hemos quedado sin el principal apoyo del canal. El primero contrato de construcción ha concluido con éxito, pero el resto de la ejecución está en el aire.
—¿Hay problemas con el sucesor?
—Los hay, monsieur. Y Dios quiera que no sean insalvables.
Ismail Pacha, el nuevo Virrey de Egipto, no era como su hermano. Por todos los medios evitaba enemistarse con la todopoderosa Reina Victoria del Reino Unido e Irlanda, Emperatriz de la India. Ni Su Majestad Imperial el Sultán de Turquía Abdülaziz I tampoco, a pesar de que era un afrancesado convencido. E Ismail no quería enemistarse con el turco. El título oficial concedido por el sultán otomano a los gobernantes de Egipto era el de Valí, pero Mohamed Alí y sus sucesores reclamaban el más alto título de Khedive, y así se hacían llamar.
La reducción del tiempo de travesía para los barcos que iban a China, India o las Filipinas, también sería beneficiosa para los navíos de la Royal Mail Lines, dijo Florit y Stefan asintió. Pero aun así Inglaterra se había erigido en el enemigo más feroz de los que jugaban en ese mismo tablero. Ante la amenaza de que con la ruptura del istmo perdería el control del comercio con oriente, el gobierno de la reina Victoria seguía apostando por el no. Y la negativa del Sultán turco, en teoría, se basaba en un mandato del profeta: no debían existir obstáculos de agua entre la Ciudad Santa y los creyentes del Islam. Pero todo el mundo sabía que detrás de su piedad estaban las amenazas constantes de Inglaterra. Intereses.
Estrategias.
Política.
Fuerzas centrípetas: Italia, el gran mosaico de Europa meridional, ya era “casi” una. Suiza lo mismo, y Alemania, en el centro del continente, estaba en trance de serlo, aunque fuera a costa del dolor de todos sus vecinos. Fuerzas centrífugas: América del Norte seguía inmersa en una guerra de secesión. ¿Quién entendía la política? Stefan suspiró. En la vitrina que guardaba la colección de aparatos de medir de su padre había una reproducción del cronómetro de longitudes de Malaspina. Inteligencia. Era fácil imaginar el futuro. Los alambres misteriosos del telégrafo cruzarían el desierto desde Alejandría y El Cairo hasta Suez. Llegarían a Constantinopla y a la India, a Singapur y a Manila, por tierra o por rutas submarinas. Pero los enemigos de siempre, de Lesseps y del Canal de Suez, cortejaban los favores del recién nombrado Valí mientras urdían nuevas intrigas. Y Alejandría, que lo había sido todo, llevaba ya quince siglos de decadencia
Las objeciones de Inglaterra hicieron que Stefan Vertheimer sonriera. Una de ellas se refería a que Suez era un desierto, y que los obreros necesitarían agua para sobrevivir en él. Y lo decían precisamente los británicos, que acababan de construir el ferrocarril entre El Cairo y Suez a través de un desierto más árido y mucho más extenso, sin que los trabajadores se hubieran muerto de sed. Llevar agua de un sitio a otro había sido casi la tarea primordial del pueblo egipcio desde las primeras dinastías de faraones, decían los expertos que habían elaborado el informe. Las constantes alusiones de Inglaterra a la impracticabilidad del canal, concluía el informe con sorna, ponían en duda el buen nombre de los ingenieros británicos. Gran Bretaña seguía prefiriendo construir un ferrocarril desde Seleucia, junto al Tigris hasta dar con el primer tramo navegable del Eúfrates, para continuar después por esa vía fluvial hasta el Golfo Pérsico. También sugería ir por occidente hasta alcanzar el golfo de Méjico, y una vez allí saltar por ferrocarril el continente de mil maneras distintas, para continuar después por el Pacífico.
—Pues está bien claro, Herr Vertheimer: los gobiernos ingleses, sean del color que sean, por muy mal que se lleven unos con otros, con Palmerston, con Russell, con Aberdeen o con Derby, tienen una divisa común: para hacer prosperar a su nación tienen que empequeñecer a las demás. Así de simple. Al gobierno inglés le va bien todo menos Suez.
Lo último era que Napoleón III acababa de unirse a Lord Palmerston en el frente anti-canal. Francia & enemigos de Francia contra Francia. Y resultaba más inverosímil todavía teniendo en cuenta que Eugenia de Montijo estaba emparentada con Lesseps. Y que Napoleón III y su esposa, hasta el momento, habían tenido mucho que ver con la compra de acciones del canal.
La culpa la tenía la opinión pública. Florit se explicó. Mohamed Said había puesto a disposición de Lesseps una mano de obra cautiva de 20.000 hombres, una leva forzosa de fellahines reclutados en el campo, que eran los que hacían progresar la construcción del canal.
—En el proyecto inicial eran “sólo” 8.000 obreros trabajando durante cinco años –protestó Stefan–. Y lo más duro tenía que hacerse con máquinas de vapor.
—Ya –dijo Florit–, pero no tenía sentido rehusar el ofrecimiento del Khedive.
La paga estimada que, en los cálculos de su presupuesto, iban a recibir los trabajadores era magra en extremo, recordó Stefan: 30 céntimos de jornal a los robustos, 25 al resto de los adultos y 20 para los muchachos, hacían una media de 27 céntimos por persona y día. Ahora bien, era peligroso ir tan justos, había escrito en el informe económico. Con salarios bajos podría haber problemas para encontrar obreros que quisieran desplazarse hasta allí. La recomendación final del presupuesto rondaba los 62 céntimos de media de jornal para asegurarse. Y por lo que estaba escuchando, la partida destinada a la mano de obra casi había desaparecido del Canal de Suez, y la de las máquinas de vapor también. Stefan suspiró.
—Su argumento no me convence, monsieur Florit.
Aquella conducta chocaba con los valores éticos con que, según su puritanismo calvinista, el creyente debía impregnar su vida profesional. Miró alrededor. Hombres flacos se cruzaban en el camino de la calesa, ennegrecidos por el sol, con los pies descalzos. Pasaban sin cesar las cuentas del rosario que llevaban en las manos, o desaparecían tras la puerta de alguna casa con el techo derrumbado.
—No se deje engañar: Inglaterra disfraza de humanitarismo lo que es un simple ataque de celos. A Lord Palmerston los fellahines le importan un carajo. Y Napoleón III, para no enemistarse más ni con los británicos ni con sus propios principios, no ha tenido más remedio que intervenir, prohibiendo que se utilice mano de obra de esa procedencia.
—¿Prohibir?
Conocía bien las dos listas de obligaciones a las que se sometía la Compagnie Universelle du Canal Maritime de Suez, la que aparecía en el primer firmán de la concesión y en el segundo. Y la relación de las cesiones que le hacía el gobierno del Valí. La extrañeza de Vertheimer se basaba en el estatuto jurídico de la concesión, que dejaba bien claro las atribuciones de cada cual. Y la Compagnie Universelle era una sociedad mercantil anónima sujeta a las leyes egipcias, no a las francesas.
—Pero Ferdinand de Lesseps es francés. Créame, mon ami.
—¿Quiere decir que Napoleón III les ha forzado a revisar los términos del contrato?
—Más aún, ha obligado a devolver al gobierno egipcio los 150.000 acres de terreno que Mohamed Said cedió a la Compagnie Universelle. Me parece que esta vez Inglaterra nos ha vencido –Stefan llevó esas palabras a su terreno: los Rothschild han vencido–. Estamos sin dinero, sin material y sin trabajadores. ¿Se le ocurre algo?
Atravesaron un mercado sito en el apéndice oeste de Gumrok: camellos cargados de sacos, jinetes con babucha, dátiles, panecillos y muchos perros flacos. Y mujeres escondidas tras montañas de telas, sólo ojos, sólo misterio, sólo sumisión.
—No hay más remedio que restituir los terrenos a sus propietarios, yo no lucharía en ese frente, negociaría. Y habrá que buscar una salida financiera, supongo que por eso me ha mandado llamar Monsieur Lesseps. Ahora bien, en el caso de los trabajadores mi consejo es que se retome el plan inicial: contratos voluntarios y remunerados. Menos mano de obra y más máquinas, no estamos ya en tiempos de los faraones. Pongan a trabajar a sus ingenieros.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, monsieur. ¿De dónde vamos a sacar más dinero? ¡Y el tiempo corre! Francamente le digo, no soy nada optimista.
—Conozco a monsieur Lesseps y sé que es muy hábil a la hora de convencer a cualquiera. –Stefan Vertheimer sonrió–. ¿Cuándo podré hablar con él?
—Ahora mismo está reunido con el nuevo Visir, con un enviado de Lord Palmerston y con el emisario de la Sublime Puerta, que sigue dudando de todo, como de costumbre. Me ha encargado que le diga que en cuanto pueda escaparse irá a verle.
—Entonces, si no le importa, me gustaría ir al hotel.
Alejandría enseñaba al viajero sus pertenencias: mármoles caídos, casas de adobe, hombres que arrastraban su chilaba por la arena, burros cargados hasta la extenuación, olor a podrido. Y riadas de crespones negros lloraban a Mohamed Said colgados de cualquier sitio. Stefan miraba el doble luto de las calles con el ceño fruncido. Hasta que la ciudad empezó a mostrar su cara más reciente. Había surgido frente al mar una cadena de edificios de estilo francés que iba marcando la silueta cóncava de la playa. Y entre todos sobresalía el lujo renacentista de uno de ellos. Estaba construido con pilares de fortaleza en un entorno artificial de árboles y palmeras.
—Es el Palacio de Ras el-Tin, la residencia del Virrey. Ahí se reúnen los mandatarios.
Y más adelante una marquesina daba paso al Gran Hotel Le Pharaon. Banderas a media asta adornaban el hall.
Florit cambió de tono.
—Por favor monsieur Verheimer, quédese hasta ver si se puede reflotar el proyecto.
Una vez en su cuarto, Stefan escribió que seguramente exageraba.
Pero no era así. Lo supo cuando Lesseps entró en la sala de estar de Le Pharaon. El Vicomte se había convertido en un fantasma de sí mismo. Hasta su traje de lino parecía ajado esa tarde, algo imperdonable en un personaje que conocía las reglas sociales mejor que nadie. Stefan se congratuló de que no hubiera ningún periodista merodeando por los salones del hotel. Verle tan derrotado podía inducir a que se propagaran rumores muy peligrosos. Cuando se sentó en el diván, el Vicomte cerró los ojos y empezó a hablar. Además de lo que Stefan ya sabía por Florit, se enteró de que la reunión en Ras el-Tin no había desbloqueado la situación sino todo lo contrario: las posiciones de unos y otros iban perdiendo flexibilidad a medida que el cansancio avanzaba. Stefan, impregnado tal vez con esa atmósfera de derrota, pareció recordar algo importante.
—Aunque sea a ritmo más lento, supongo que las obras del segundo contrato habrán empezado ya…
Esa fase de construcción preveía el retiro de 22 millones de metros cúbicos de arena y lodo en los primeros 60 kilómetros de canal, empezando desde Port Said. Lesseps suspiró.
—No, monsieur, las obras están prácticamente paradas. Sin obreros…
—¿Paradas? ¿Ha dicho paradas? ¡Qué catástrofe, adiós presupuesto!
Stefan Vertheimer se levantó de la butaca y empezó a pasear de un lado a otro. De una patada apartó el taco de madera que mantenía el ventanal abierto a pesar de la brisa vespertina. De otra, tiró una papelera vacía que había junto a la pared. Luego dio un puñetazo en la mesa auxiliar en la que se apoyaba una lámpara de gas y se quedó mirando la mole del palacio de Ras el-Tin. Los huéspedes del hotel que había en esos momentos en la sala se quedaron callados. Oíd cómo crujen sus nudillos, parecían decir unos a otros. La camarera que entraba con una bandeja de refrescos se detuvo en la puerta. El Vicomte, hundido en el sofá, miró humildemente a su alrededor, como disculpándose ante los espectadores. Hasta que se levantó despacio y agarró a Stefan del brazo.
—¿Damos un paseo?
Salieron los dos hacia el mar.
—Disculpe mis malos modos, monsieur.
—Ça alors! Me ha sorprendido, la verdad. Le tenía por un hombre frío.
—Lo cierto es que no estoy furioso, sino triste. Tanto esfuerzo, tanto capital invertido, tantas ilusiones…
El Vicomte puso su mano enorme sobre los hombros del banquero suizo.
—Más aún, Stefan, mucho más. Usted es demasiado joven para entenderlo, pero son diez años de vida tirados así como así. Y ya no me quedan tantos.
—Podía haberse evitado, monsieur, con el plan inicial podría haberse evitado. Eso es lo que me indigna. El camino más fácil rara vez resulta ser el mejor.
—¿Quién se hubiera atrevido hace bien poco a predecir la muerte del Khedive?
Un grupo de arqueólogos intentaba descubrir el pasado de aquella franja de costa que años después se convertiría en la Corniche.
—El pasado no tiene remedio –dijo Stefan–. Seamos prácticos: lo último que hay que hacer en estos momentos es llamar la atención. Al menos hasta ahora nada de esto ha trascendido en la prensa, lo cual es una pequeña ventaja.
Lesseps se encogió de hombros.
—La verdad es que ya no me preocupa lo que digan los periódicos. A no ser que se produzca un milagro, no hay futuro, monsieur: hemos perdido.
—Deme tiempo para estudiar la situación –a Stefan Vertheimer le resultaba difícil darse por vencido.
En tres semanas ya tenía un diagnóstico claro: el problema más grave no era el económico sino el político. En la última década se estaban acometiendo grandes obras, los ferrocarriles por ejemplo, y en todas, absolutamente en todas, surgían problemas de dinero. Sucedía a menudo que los presupuestos se duplicaban, que las empresas pasaban apuros, que los gobiernos se endeudaban… Pero al final ese proyecto que parecía inalcanzable, si había voluntad política prosperaba, si no… Los nuevos banqueros, por mucho que les pesara a los Rothschild, se estaban acostumbrando a buscar soluciones imaginativas acordes a cada caso. Y para el Canal de Suez a Stefan Vertheimer se le ocurrió una. Aunque nada podía hacer contra dos potencias que se clavaban los espolones, a veces directamente, otras mediante terceros. El Vicomte tenía razón: habían perdido.
Al amanecer se dirigió a la sede de la Compagnie Universelle. Lesseps no había llegado todavía, nadie debería haber llegado todavía a esas horas tan tempranas. Eso era lo que esperaba Stefan Vertheimer, despedirse a solas de todo aquello, decir adiós a su ritmo, sin testigos. En su bolsillo estaba el billete de vuelta a Venecia para el día siguiente, luego iría a Verona, atravesaría la región Lombarda, cruzaría la frontera de glaciares que separaba Italia del recientemente unificado país suizo… Y Egipto desaparecería para siempre tras las montañas.
El edificio destinado a ser el centro de ideas de la construcción más audaz de todos los tiempos parecía olvidado en medio de la nada. Puertas abiertas de par en par, un despacho, otro, un vacío, otro, baúles preparando la huida, carpetas en el suelo, estanterías en desorden, restos, basura… Fue recorriendo el pasillo mirando a derecha e izquierda. Pasó por delante del que por unos días había sido su lugar de trabajo sin atreverse a entrar: no quería meter en su equipaje ningún resto de aquel naufragio. Y por el de Lesseps…
Una puerta cerrada, solo una. La abrió. Era un cuarto espacioso, bien iluminado. En el centro había una mesa grande. Y sobre ella dibujos, muchos dibujos, detallados, a lápiz y a plumilla, trazos seguros, leyendas, flechas, anotaciones, unos terminados, otros a medio hacer… Planos de dragas movidas por máquinas de vapor para excavar el lecho del canal y para extraer material, dragas de cuchara dirigida por un brazo móvil, dragas de cangilones, dragas de succión, dragas disgregadoras… Y diseños de plataformas gigantes sobre las que colocar todos los ingenios. En ese habitáculo se había concentrado el viejo espíritu del canal, el que estaba previsto en el proyecto de los expertos que él había leído con tanto detalle cuatro años atrás, el espíritu de las máquinas.
Un hombre de barba rojiza y ojos azul lavanda se afanaba en completar uno de esos dibujos inacabados, ajeno a todo lo demás, tozudo o nostálgico o incapaz de entender que era inútil. Stefan disculpó su intromisión, pero no se fue de la sala de planos.
—Parece mentira que estemos en la ciudad del saber, monsieur Vertheimer. Una sola de estas máquinas podría sustituir a más de cien obreros –dijo el ingeniero de motores Marcel Durban con pesar–. Nunca debió haber esclavos trabajando en Suez, jamás.
Stefan respiró hondo.
—Cierto.
Pero Marcel Durban tenía algo más en su cabeza.
—Es usted de Zürich, ¿verdad? –Stefan asintió–. No sé si ha oído hablar del profesor Clausius, un físico de la Escuela Técnica Federal de Zürich. Su teoría mecánica del calor es un clásico.
Stefan le miró atónito.
—Su pregunta me desconcierta, monsieur. Yo no sé nada de física, pero tengo un amigo que es profesor de esa universidad y me habla mucho de él. Y también de física.
—Verá. Los físicos utilizan la palabra inercia para referirse a esa especie de pereza natural que se opone a cualquier cambio. Si algo tan grande como la obra de Suez se detiene, ponerlo en marcha de nuevo va a costar el mismo esfuerzo que la primera vez. La inercia será el aliado perfecto de nuestros enemigos, monsieur, más que la falta de dinero, la ambición de Inglaterra, las indecisiones del valí o las razones políticas de Napoleón III. Una vez detenidas las obras, la inercia las mantendrá sin remisión en ese estado. Y que eso pase precisamente en Alejandría aún se hace más doloroso.
El banquero suizo pensó en ese mismo instante que la inercia podía aprovecharse también para que algo que todavía estaba en movimiento no ...