Positivo
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Positivo

Crónicas con VIH

  1. 220 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Positivo

Crónicas con VIH

Descripción del libro

Entre 2010 y 2013 Pablo Pérez publicó una columna semanal en el suplemento Soy del diario Página/12. Los interrogantes de vivir con VIH –tópico casi invisibilizado en los medios gráficos de ese momento– fue la premisa que dio origen a "Soy positivo".En esos textos, reunidos en este libro, el autor deja a un lado su rol de novelista para ponerse el traje de periodista todoterreno: escucha, investiga y se anima. Entretiene, informa y educa. Prueba, duda y goza. Parejas serodiscordantes, franceses barebackers, fisicoculturistas heteroflexibles, osos guardavidas y proctólogos sin filtro son algunos de los personajes que desfilan por estas columnas, sin tropezarse. Pasarela donde el virus no es protagonista, sino parte del espectador.

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Información

Editorial
De Parado
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789874620644

Soy positivo

L sospechaba que era portador de VIH. “Garché a lo loco, sin cuidarme, quería contagiármelo, quería morirme”. De pronto sintió que todo había sido una estupidez: uno no muere de un día para otro por infectarse con el virus, puede ser asintomático por años o puede tener una enfermedad que lo agobie por mucho tiempo. Ahora que quería vivir, L no se animaba a hacerse el test por temor al resultado; le sugerí que cuanto antes lo hiciera, más pronto se liberaría de las dudas que lo atemorizaban: si daba negativo, su miedo ya no tendría razón de ser; y si daba positivo, cuanto antes lo supiera, mejor: en ese caso, lo importante es empezar con el tratamiento cuanto antes. L juntó coraje y fue al hospital.
Ya nadie respeta el misterio del sobre cerrado. Nos tentamos con abrirlo antes y ver si podemos adivinar algo: por lo general, los resultados de los análisis de sangre vienen con los parámetros normales, y si los propios guarismos están en ese rango, respiramos porque todo salió bien; en cambio, si sospechamos que algo está mal y tenemos que esperar varios días hasta que llegue el turno con el médico, podemos comenzar una búsqueda frenética en Google tratando de encontrar un alivio. Por suerte, con el test de detección del VIH no es así. A L, como a todos los que alguna vez pasamos por ese trance, el resultado le fue entregado en un consultorio por un médico: cuando el resultado es positivo, es necesario que haya alguien ahí para explicarnos qué tenemos que hacer. L no se sorprendió, había hecho todo lo posible por infectarse con el virus; en cambio sí le hubiera resultado extraño que el test diera negativo. El médico le explicó todos los pasos a seguir: análisis de carga viral y CD4; y a partir de los resultados evaluar cuál será el tratamiento adecuado. Es importante seguir estas instrucciones al pie de la letra. Uno puede dudar de la eficacia de los tratamientos propuestos, temer por los efectos secundarios… Puedo asegurar que no es para tanto. Sin embargo es importante que cada uno se informe bien, que lea todo lo que encuentre a su alcance acerca de los progresos en la investigación sobre VIH/sida y despeje las dudas con su médico, que tome parte activa de su proceso de sanación.
Tal vez no todos tengan la suerte de L, que se encontró con un buen médico que le dio un trato cálido y amoroso. Puede tocarnos uno que no nos guste. Es importante, en ese caso, buscar uno con el que podamos sentirnos cómodos y en quien podamos confiar.
Es gracioso, porque al referirnos a nuestra condición de portador de VIH decimos “soy positivo” y, a mi entender, después de veinte años de convivir con el virus, puedo decir que fue esa la actitud que me salvó. Es importante poder hablar con alguien de lo que nos pasa. L no quería contarles a sus familiares ni a sus amigos lo que le estaba pasando, por temor a perderlos. “¿Qué clase de amigo sería aquel que ante una situación así se borrara?”.“No es sólo por el HIV. Ninguno de mis amigos sabe que soy homosexual”, me contestó L. Decir la verdad sería un gran alivio, ocultar lo que somos también nos enferma. Sé que muchas veces no es fácil. En ese caso, sería bueno unirse a un grupo de reflexión en alguna de las asociaciones de lucha contra el sida, donde nos encontraremos con gente que nos podrá escuchar y comprender.

El gusto de los forros

En un primer encuentro casual en el cine porno X, P le chupó la pija a T sin preservativo. No se tragó la leche, pero sí un poco de líquido preseminal. Cuando los dos acabaron, el romanticismo se apoderó de ellos y tomaron juntos una cerveza acurrucados en un sillón, camuflados en la oscuridad. “¡Qué lindo sos!”, le dijo P a T, aunque en realidad por más que hubiera querido, en aquella negrura donde apenas llegaba el reflejo de la pantalla, nunca habría podido verlo bien. Igual, por no romper aquel clima de amor que se había generado, prefirió decir eso y no “¡Qué rica pija tenés!”. T le contestó: “Vos también”. Y aunque tampoco había podido verlo bien, agregó: “Me gustaría volver a verte”. Y ahí mismo intercambiaron números de teléfono.
P le contó de su encuentro con T a su amigo Q, una loca malísima, tan mala que de su veneno nadie se salvaba, ni amigos, ni amigas, y que le dijo: “Sabías que T tiene sida, ¿nooooo?”. P palideció y de sus ojos asomaron lágrimas de miedo. “¿Y de dónde conocés a T?”, le preguntó con la voz temblorosa a Q, que le contestó: “Neeeeena, esa loca es más puta que todas nosotras juntas, ¡y además ya se los cogió a L, a E y a O!”. P pasó del pálido al colorado, le daba bronca y se ruborizaba cada vez que sus amigos le hablaban en femenino y mucho más cuando Q lo trataba de nena: además de que, por su culpa, ahora se veía atrapado en un torbellino de emociones negras como una bandada de buitres y sentía su corazón desgarrado por la guadaña. Al ver su rostro ensombrecido, Q, a la que es difícil callar por más de medio minuto, se mantuvo en silencio, mirándolo. “Ella se lo había dicho por su bien –pensaba–. ¡P tenía que hacerse el test urgente!”.
Esa misma noche, P le mandó un mensaje a T: “Necesito hablar con vos. ¿Cuándo podemos vernos?”. Se encontraron en un bar del centro y ambos parecían verse por primera vez, a la luz del día también se gustaban, aunque P seguía con bronca porque T lo había dejado chuparle la pija sabiendo que era portador. Juntó coraje y fue lo primero que le dijo, a lo cual T (que de loca no tiene nada, pero sí mucho de Don Juan), con la frialdad que lo caracteriza y minimizando el asunto, le contestó que no se preocupara, que estaba tomando el cóctel y que tenía la carga viral indetectable. T nunca avisa en un encuentro casual que es portador de VIH, no le gusta presentarse así, entiende que el que quiere cuidarse debería tomar los recaudos que crea necesarios siempre. Siempre usa forro cada vez que coge y cree que si por una chupada de pija se transmitiera el virus, todos los putos estarían infectados. Además acababa de leer en el diario que, según investigadores de la Universidad de Washington, con la carga viral indetectable, el riesgo de transmitir la infección disminuye en un 92 por ciento. “De todas maneras, cada uno debe evaluar cuál es la mejor manera de cuidarse”, concluyó T. “Si pensás que chupar una pija sin forro es riesgoso, no lo hagas, porque es muy fácil encontrarse con un portador, incluso con uno que ni siquiera sepa que está infectado”. “¡Chupar la pija con forro es horrible!”, dijo P, y para tratar de poner fin al clima incómodo que se había generado, agregó: “Mi amiga FL dice que en vez de hacer forros con gusto a frutilla… ¡tendrían que hacerlos con gusto a pija!”. Los dos se rieron y se miraron a los ojos con franqueza. Aquel amor que los había flechado en el cine seguía intacto.

Dilaciones, dilataciones

P no se imaginaba la noche que le esperaba. Iba a la casa de T, para su segunda cita. Mientras miraba abstraído el paisaje por la ventana del colectivo, pensaba en las palabras de su amiga M y en cómo sacarle el tema de conversación a T: quería que dejaran de usar preservativos. M le había contado sobre las conclusiones de la reciente Conferencia sobre Sida, en Viena, de las que sobre todo le había interesado una: el riesgo de transmisión del VIH para una persona tomando el cóctel y con carga viral indetectable se reducía en un 90 por ciento, y no solamente para la fellatio (como le había dicho T en su cita anterior), que en realidad era de muchísimo menor riesgo, sino incluso en la penetración anal.
T, mientras tanto, pensaba en cómo sorprender a su nueva conquista. Hasta el momento, no habían hablado de fantasías sexuales, no sabía mucho sobre las de P. Las de T incluían el cuero y todas las prácticas del sexo fuerte, de las cuales, considera, la mayoría son prácticas sin riesgo de contagio del VIH ni de enfermedades venéreas: ataduras, cera de vela, juego de tetillas, juego con cigarros, control de respiración, juegos de roles (esclavo-amo, médico-paciente), dildos… La lista es larga… Para aquella segunda cita decidió no proponer ataduras, que suelen asustar a los que no están familiarizados con el tema, y empezar por los dildos. Tenía una importante colección, desde los más pequeños hasta los enormes (incluso dos que ni él mismo, que había experimentado por años con su orto, había podido meterse); tenía también un rosario (disculpas por el uso de esta palabra en este contexto, pero a algún impío se le ocurrió llamarlo así, dado que consiste en varias pelotitas, por lo general de goma, unidas por un cordel) y su mejor aliado, un dildo inflable, especial para abrir los culos estrechos de los principiantes.
P, ya con su propuesta para dejar de usar preservativos mentalmente armada, golpeó impaciente a la puerta de T, que lo recibió vestido con un pantalón de cuero; en el living la luz era tenue y matizada con algunas velas encendidas; se dieron un beso que estremeció a los dos hasta que casi se desmayaron asfixiados. “¡Qué buen recibimiento! Siempre me dio morbo el cuero y me moría de ganas de tener una experiencia así…”, dijo P y se arrodilló a lamerle los borceguíes. P estaba siendo gratamente sorprendido y también lo estaba siendo T, porque P había resultado ser más conocedor en la materia de lo que se esperaba. Antes de que se levantara, T le vendó los ojos, le sacó la ropa, lo acompañó hasta la mesa donde lo hizo acostarse boca arriba y, para que estuviera cómodo por un buen rato, le enganchó las piernas en correas de cuero suspendidas con cadenas desde el techo. Comenzó su paciente tarea con mucho lubricante y un dildo pequeño; comprobó que P tenía una excelente dilatación y que no necesitaría de la ayuda de su amigo inflable. Luego el rosario provocó los gemidos de P, que no sabía qué era lo que le estaban metiendo en el culo; estaba excitadísimo y se había olvidado de todos los temas que venía pensando en el colectivo. Para P, ahora, la sensación, además de un excitante ardor, era la de una luz, cálida, destellante, que se irradiaba desde su culo a todo el cuerpo y le dejaba la mente en blanco. T, ahora concentradísimo, le metía casi hasta el fondo el menos grande de los dos dildos gigantes. Ninguno de los dos pensaba en otra cosa.

P en nuestra piel

La noche fue larga, las velas ardieron y la pasión entre P y T aumentó dildo tras dildo. Ya relajados, mientras cenaban una pizza con cerveza, P, mirando a T a los ojos, se animó a decir lo que venía pensando: “Quería hacerte una propuesta… ¿Vos estás tomando el cóctel y tenés la carga viral indetectable, ¿no?”. “Sí, ¿por?…”, respondió T, desconcertado. “Vos me habías dicho que por una chupada de pija el riesgo de contagio era ínfimo, pero ¿sabías que además, en el Congreso de Viena, dijeron que con la carga indetectable, en la penetración el riesgo es menor al 10 por ciento?”. T asintió. “Me gustaría que cojamos sin forro. Bueh… Ya lo dije”, soltó P de un tirón y suspiró.
T se tomó su tiempo para responder, era la hora de contarle que, además de ser seropositivo, tenía hepatitis B y C. Que las vías de contagio eran las mismas que las del VIH. “Y contame algo: ¿gozaste hoy con los dildos?”, dijo T para distender un poco la conversación. “¡Siiií, gocé como loco! ¡Me hiciste ver las estrellas!”. “¡Sí, putito, te comiste entero el XXL!”. P se sonrojó. “Y cuando te cogí, te cogí con forro. ¿Disfrutaste?”. “Siií, muchísimo”. “Mirá, P, vos sos seronegativo, tenés que cuidarte. ¿Te imaginás cómo me sentiría si te contagiaras algo? Hay algo que todavía no te conté, tengo hepatitis B y C. Para la B hay vacuna, pero para la C, no. Si querés, la próxima vez que vaya al hospital te aviso y me acompañás, así lo consultamos con mi médico. Me sentiría más tranquilo si siguiéramos cogiendo con forro. Ya estoy acostumbrado y no me molesta usarlos. ¡Es más, cuando era pendejo y los descubrí, me excitaba con sólo comprar la cajita o cuando veía un forro usado tirado en la calle! ¡Gasté cientos de forros sólo para hacerme la paja!”. “¡Jaja! ¡Qué boludo pajero!”, dijo P. “Yo me sigo calentando cada vez que me pruebo un calzoncillo nuevo”. “Ah, mirá vos, qué putito fetichista… ¿Y qué más te calienta?”. Las botellas de cerveza vacías ya eran dos, iban por la tercera. T se estaba aguantando las ganas de mear, no tenía ganas de desperdiciar toda aquella cerveza que se había tomado, estaba casi seguro de que a P le gustaría la idea. “¿Probaste alguna vez la lluvia dorada?”. P dudó; él también venía juntando meo y sabía muy bien de qué le estaba hablando T. Nunca lo había experimentado, pero tenía ganas de probar. “¿Sabés qué? Yo también tengo muuuuchas ganas de mear. ¿Y sabés otra cosa? Que me parece que, esta vez, el que va a ir abajo sos vos”, dijo P y se levantó del sillón donde estaban sentados. P se sacó el cinturón, se lo ajustó a T alrededor del cuello, lo llevó en cuatro patas hasta el baño y lo hizo meterse en la bañera. Sacó la verga que después de tanta estimulación anal parecía haberse agrandado y de la que brotó un chorro potente, dorado, que golpeaba cálida la piel de T y le bajaba como cascadas por el cuello, las tetillas, los abdominales electrizados, y terminaba en su pija al palo. Después la lluvia fue blanca y abundante, y T jugó a dispersar con su pis la acabada de los dos.

Aterriza en mí

Después de haber recibido el resultado positivo de su test de VIH, L estuvo varios días deprimido, había tomado la decisión de no coger más. Pero una mañana se despertó caliente y apenas se levantó, antes incluso de prepararse el mate como todas las mañanas, encendió la computadora y se metió al sitio de contactos gays g4me. Abrió su perfil, sexoydiversion, y enseguida pensó que ya no lo representaba, sentía necesidad de cambiarlo, a los treinta años y con el nuevo estado de situación era hora de dejar la joda y buscar una relación estable. Le dio de baja a sexoydiversion para comenzar de cero, con perfil nuevo y nueva dirección de correo electrónico. Elegir un nickname siempre le había resultado difícil: encontrar una o dos palabras que sintetizaran cómo era, qué sentía y qué buscaba. Estaba todavía un poco deprimido, pero eso no tenía que notarse. Tampoco quería que fuera un nick de dos palabras como el que tenía antes y el de una gran parte de los que tienen su perfil ahí: machitopiola, pasivosumiso, morboyvicio… Quería una sola palabra, lo más neutral posible, que no remitiera a nada sexual, pero que fuera sexy. Lo pensó mucho, mucho, durante más de una hora lo intentó, hasta que se acordó de una vieja canción que decía: “Yo soy el planeta y tú eres la nave, amor, aterriza en mí”. Ya lo tenía: aterrizaje. El sustantivo lo eximía de definir si él era el planeta o la nave, y además de representar aquella canción que siempre le había gustado y parecido muy sensual, hablaba de cómo se sentía él, aterrizando de un viaje de locura en la nueva pista que se le presentaba: desde que se había enterado de que era seropositivo había decidido hacer una vida más prolija, alimentarse y dormir bien, dejar el descontrol. Completó sus datos: 30 años, 70 kg, 1,74, activo, sin vello facial ni corporal… hasta que se encontró con un ítem en el que no había reparado cuando había abierto sus anteriores perfiles. Ahora que lo leyó, le pareció escuchar los redoblantes de una sentencia: HIV. Había cuatro opciones ineludibles: “no”, “sí”, “no lo sé” y “prefiero no contestar”. Se sintió molesto: ¿no se supone que ser portador de HIV es un secreto médico? Es cierto que también podía optar por no abrir un perfil ahí por considerarlo discriminatorio. “Ya que estamos en el baile, bailemos”, se dijo; desafiante, optó por poner “sí” y pasó a redactar su mensaje personal. Reconsideró su intención inicial de dejar la joda y buscar una relación estable… estaba caliente, quería sexo ya. “Muy calentón. Busco sexo sin compromisos con pasivos que disfruten a full de la pija en la boca o en el culo”, escribió y se fue a preparar unos mates. Cuando regresó al escritorio, tenía cinco respuestas, cinco planetas, cinco culos y bocas ardientes que esperaban su aterrizaje.

Fasoterapia

De los cinco perfiles que lo habían contactado, L eligió para empezar el de Osogoloso: 45 años, 90 kg, 1,86, pasivo, con barba y muy peludo… contestó “no” en el ítem HIV. Sobre todo le atrajo la foto donde se lo veía desnudo, recostado boca abajo al borde de una pileta de natación, parando el culo ¡peludísimo!, emanaba feromonas a través de la pantalla. Arreglaron una cita en el café Q de Congreso a las cinco de la tarde. L tendría que aguantarse unas horas más la calentura: se había levantado al palo, y después de haber visto varias veces la foto de OG, su excitación se había quintuplicado. Algo más tranquilo, L se acordó de tomar las pastillas de la mañana de su cóctel de drogas, todavía no tenía el hábito, casi se olvidaba, tenía que tomarlas tres veces por día, lejos de las comidas, las primeras antes del desayuno.
Al rato empezó a sentir náuseas, las pastillas le caían pésimo. Como no quería perderse por nada la cita, se puso de inmediato a buscar una solución. Entró a thebody.com, una página sobre HIV y sida que le había recomendado una chica con quien se había puesto a conversar en el Ministerio de Salud mientras esperaban su turno para retirar los medicamentos. Allí encontró información acerca del uso medicinal de la marihuana: ayudaba a estimular el apetito y a calmar las náuseas. Se acordó de su amigo B, que le había ofrecido varias veces una pitada. Estaba decidido, lo llamó por teléfono y le preguntó si podían encontrarse. B lo invitó a almorzar.
Mientras B (un sesentón jovial que andaba siempre con un porro en la mano) cocinaba la pasta dominguera, le ofreció, como tantas otras veces, una seca a L, que para su sorpresa esta vez aceptó. “Hey, ¡qué pasó!, ¡al fin te decidiste!”, dijo B. “Sí…, en realidad pasaron cosas. Estoy tomando unos medicamentos que me provocan náuseas y leí por ahí que el porro sirve para eso, qué sé yo…”. “¿Medicamentos?”, preguntó preocupado B. “Sí…, ¿cómo te lo digo…? Tengo HIV”, soltó al borde del llanto. “¡Qué bajón! –le dijo B y le dio un abrazo–. Tomá, fumá que te va a h...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. Nota de los editores
  5. Agradecimientos
  6. “Soy positivo” (2010-2013)
  7. Crónica de un recorte anunciado
  8. Larga duración
  9. Sobre el autor
  10. Créditos