EL DIAMANTE DE LA INQUIETUD
Amado Nervo
AMIGO, YO YA ESTOY VIEJO. TENGO UNA HERMOSA BARBA BLANCA, QUE SIENTA ADMIRABLEMENTE A MI CABEZA APOSTÓLICA; una cabellera tan blanca como mi barba, ligeramente ensortijada; una nariz noble, de perfil aguileño; una boca de labios gruesos y golosos, que gustó los frutos mejores de la vida...
Amigo, soy fuerte aún. Mis manos sarmentosas podrían estrangular leones.
Estoy en paz con el destino, porque me han amado mucho. Se les perdonarán muchas cosas a muchas mujeres porque me han amado en demasía.
He sufrido, claro; pero sin los dolores, ¿valdría la pena vivir? Un humorista inglés ha dicho que la vida sería soportable... sin los placeres. Yo añado que sin los dolores sería insoportable.
Sí, estoy en paz con la vida. Amo la vida. Como Diderot, sufriría con gusto diez mil años las penas del infierno, con tal de renacer. La vida es una aventura maravillosa. Comprendo que los espíritus que pueblan el aire rondan la tierra deseando encarnar.
-No escarmientan, dirán.
-No, no escarmientan. Las hijas de los hombres los seducen, desde los tiempos misteriosos de que habla el Génesis: una serpiente invisible les cuchichea: “¿Quieres empezar de nuevo?”
Y ellos responden al segundo, al tercero, al décimo requerimiento: “¡Sí!”... y cometen el pecado de vivir.
porque el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Yo, amigo, seré como ellos. Ya estoy viejo, moriré pronto... ¡pero la vida me tienta! La vida prometedora no me ha dado aún todo lo suyo. Sé yo que sus senos altivos guardan infinitas mieles... Sólo que la nodriza es avara y las va dando gota a gota. Se necesitan muchas vidas para exprimir algo de provecho. Yo volveré, pues, volveré... Pero ahora, amigo, no es tiempo de pensar en ello. Ahora es tiempo de pensar en el pasado. Conviene repasar una vida antes de dejarla. Yo estoy repasando la mía y, en vez de escribir memorias, me gusta desgranarlas en narraciones e historias breves. ¿Quieres que te cuente una de esas historias?
-Sí, con tal de que en ella figure una hermosa mujer.
-En todas mis historias hay hermosas mujeres. Mi vida está llena de dulces fantasmas. Pero este fantasma de la historia que te voy a contar, mejor dicho, de la confidencia que te voy a hacer, es el más bello.
-¿Qué nombre tenía entre los humanos?
-Se llamaba Ana María...
-Hermoso nombre.
-Muy hermoso... Oye, pues, amigo, la historia de Ana María.
I
¿Que dónde la conocí?
Verás: fue en América, en Nueva York. ¿Has ido a Nueva York? Es una ciudad monstruosa, pero muy bella. Bella sin estética, con un género de belleza que pocos hombres pueden comprender.
Iba yo bobeando hasta donde se puede bobear en esa nerviosa metrópoli en que la actividad humana parece un Niágara: iba yo bobeando y divagando por la Octava Avenida. Miraba..., ¡oh vulgaridad!, calzado, calzado por todas partes, en casi todos los almacenes; ese calzado sin gracia, pero lleno de fortaleza, que ya conoces, amigo, y con el que los yanquis posan enérgica y decididamente el pie en el camino de la existencia.
Detúveme ante uno de los escaparates innumerables, y un par de botas más feas, más chatas, más desmesuradas y estrafalarias que las vistas hasta entonces, me trajeron a los labios esta exclamación:
-¡Parece mentira!...
-¿Parece mentira qué? -dirás.
-No sé; yo sólo dije: ¡Parece mentira! Y entonces amigo, advertí -escúchame bien-, advertí que muy cerca, viendo el escaparate contiguo (dedicado a las botas y zapatos de señora), estaba una mujer, alta, morena, pálida, interesantísima, de ojos profundos y cabellera negra. Y esa mujer, al oír mi exclamación, sonrió...
Yo, al ver su sonrisa, comprendí naturalmente, que hablaba español: su tipo, además, lo decía bien a las claras (a las oscuras más bien, por su cabello de ébano y sus ojos tan negros que no parecían sino que llevaba luto por los corazones asesinados, y que los enlutaba todavía más aún el remordimiento).
-¿Es usted española, señora? -le pregunté.
No contestó, pero seguía sonriendo.
-Comprendo -añadí- que no tengo derecho para interrogarla..., pero ha sonreído usted de una manera... Es usted española, ¿verdad?
Y me respondió con la voz más bella del mundo:
—Sí, señor.
-¿Andaluza?
Me miró sin contestar, con un poquito de ironía en los ojos profundos.
Aquella mirada parecía decir:
—¡Vaya un preguntón!
Se disponía a seguir su camino. Pero yo no he sido nunca de esos hombres indecisos que dejan irse, quizá para siempre, a una mujer hermosa. (Además: ¿no me empujaba hacia ella mi destino?)
-Perdone usted mi insistencia -le dije-; pero llevo más de un mes en Nueva York, me aburro como una ostra (doctos autores afirman que las ostras se aburren, ¡ellos sabrán por qué!). No he hablado desde que llegué, una sola vez español. Sería en usted una falta de caridad negarme la ocasión de hablarlo ahora... Permítame, pues, que con todos los respetos y consideraciones debidas, y sin que esto envuelva la menor ofensa para usted, la invite a tomar un refresco, un ice cream soda, o, si a usted le parece mejor, una taza de té...
No respondió, y echó a andar lo más de prisa que pudo; pero yo apreté el paso y empecé a esgrimir toda la elocuencia de que era capaz. Al fin, después de unos cien metros de “recorrido” a gran velocidad, noté que alguna frase mía, más afortunada que las otras, lograba abrir brecha en su curiosidad. Insistí, empleando afiladas sutilezas dialécticas, y ella aflojó aún el paso... Una palabra oportuna la hizo reír... La partida estaba ganada... por fin, con una gracia infinita, me dijo:
-No sé qué hacer: si le respondo a usted que no, va a creerme una mujer sin caridad; y si le respondo que sí, ¡va a creerme una mujer liviana!
Le recordé en seguida la redondilla de Sor Juana Inés:
Opinión ninguna gana;
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y, si os admite, es liviana...
-¡Eso es, eso es! -exclamó-. ¡Qué bien dicho!
-Le prometo a usted que me limitaré a creer que sólo es usted caritativa, es decir, santa, porque, porque como dice el catecismo del Padre Ripalda, el mayor y más santo para Dios es el que tiene mayor caridad, sea quien fuere...
-En ese caso, acepto una taza de té.
Y buscamos, amigo, un rinconcito en una pastelería elegante.
II
Ocho días después nos habíamos ya encontrado siete veces (¡siete veces, amigo: el número por excelencia, el que según el divino Vallés, no produce ni es producido; el rey de los impares, gratos a los dioses!): y, en cierta tarde de un día de mayo, a las seis, iniciada ya una amistad honesta, delicada, charlábamos en un frondoso rincón del Central Park.
En ocho días se habla de muchas cosas. Yo tenía treinta y cinco años y había amado ya por lo menos cuarenta veces, con lo cual dicho está que había ganado cinco años, al revés de cierto famoso avaro, el cual murió a los ochenta y tantos, harto de despellejar al prójimo, y es voz pública que decía: “Tengo ochenta y dos años y sólo ochenta millones de francos; he perdido, pues, dos años de mi vida.”
Aquella mujer tendría, a lo sumo, veinticinco.
A estas edades el dúo de amor empieza blando, lento, reflexivo; es una melodía tenue, acompasada; un andante maestoso...
Estábamos ya, después de aquella semana, en el capítulo de las confidencias.
-Mi vida -decíame ella- no tiene nada de particular. Soy hija de un escultor español que se estableció en los Estados Unidos hace algunos años, y murió aquí. Me casé muy joven. Enviudé hace cuatro años; no tuve hijos, desgraciadamente. Poseo un modesto patrimonio, lo suficiente para vivir sin trabajar... o trabajando en lo que me plazca. Leo mucho. Soy... relativamente feliz. Un poquito melancólica...
-¿No dijo Victor Hugo que la melancolía es el placer de estar triste?
-Eso es -asintió sonriendo.
-¿De suerte que no hay un misterio, un solo misterio en su vida? Creo que sí, porque nunca he visto ojos que más denuncien un estado de ánimo doloroso y excepcional.
-¿Qué vida no tiene un misterio? -me preguntó a su vez... misteriosamente-. Pero ¿es usted, por desgracia, poeta, o por ventura, que “a serlo, forzosamente, había de ser por ventura”, como dice el paje de La Gitanilla?
-Ni por ventura, ni por desgracia; pero me parece imposible que unos ojos tan negros, tan profundos y tan extraños como los de usted, no recaten algún enigma.
-¡Uno esconden!
¡Eureka! Ya lo decía yo...
-Uno esconden, y es tal que más vale no saberlo: quien me ame será la víctima de ese enigma.
-¿Pues?
-Sí, óigalo usted bien para que no se le ocurra amarme: yo estaré obligada por un destino oculto, que no puedo contrarrestar, a irme de Nueva York un día, para siempre, dejándolo todo.
-¿Adónde?
-A un convento.
-¿A un convento?
-Sí, es una promesa, un deber... una determinación irrevocable.
-¿A un convento de España?
-A un convento... no sé dónde.
-Y ¿cuándo se irá usted?
-No puedo revelarlo. Pero llegará un día, debe llegar forzosamente un día en que yo me vaya. Y me he de ir repentinamente, rompiendo todos los lazos que me liguen a la tierra... Nadie... nada, óigalo usted bien, podrá detenerme; ni siquiera mi voluntad porque hay otra voluntad más fuerte que ella, que la ha hecho su esclava.
-¿Otra voluntad?
-¡Sí, otra voluntad invisible!...1 Escaparé, pues, una noche de mi casa, de mi hogar. Si amo a un hombre, me arrancaré de sus brazos; si tengo fortuna, le volveré la espalda, y, calladamente, me perderé en el misterio de lo desconocido.
-Pero, ¿y si yo la amara a usted, si yo la adorara, si yo consagrara mi vida a idolatrarla?
-Haría lo mismo: una noche usted se acostaría a mi lado, y por la mañana encontraría la mitad del lecho vacía... ¡vacía para siempre!... ¡Ya ve usted -añadió sonriendo- que no soy mujer a quien debe amarse!
-Al contrario, es usted una mujer a quien no se debe dejar de amar.
-¡Allá usted! No crea que esto que le digo es un artificio para encender su imaginación. Es una verdad leal y sincera. Nada podrá detenerme.
”Nada podrá detenerme.”
-¡Qué sabe usted -exclamé-, qué sabe usted si una fuerza podría detenerla: el amor, por ejemplo! ¡Si el destino para castigarle hace que enloquezca usted de amor por otro hombre!...
-Es posible que yo enloquezca de amor (ya que los pobres mortales siempre estamos en peligro de enloquecer de algo); pero aun cuando tuviese que arrancarme el corazón, me iría.
-¿Y si yo me jurase a mi vez amarla y hacerla que me amase, de tal modo que faltara usted a su promesa?
—Juraría usted en vano.
-¡Me provoca usted a intentarlo!
-¡Ay de mí! Yo no; yo le ruego, le suplico, al contrario, que no lo intente...
-¿Cómo se llama usted? Creo que ocho días de amistad me dan el derecho de preguntarle su nombre.
-Ana María.
-Pues bien: ¡Ana María: yo la amaré como nadie la ha amado: usted me amará como a nadie ha amado, porque lo mereceré a fuerza de solicitud incomparable, de ternura infinita!
-Es posible, pero aun así, desapareceré; ¡desapareceré irrevocablemente!
III
Nuestro idilio siguió su curso apacible y un poco eglógico bajo las frondas, y un mes después de lo relatado, en otra tarde tan bella como la que con sus luces tenues acarició nuestras primeras confidencias, yo me presenté a Ana María de levita y sombrero de copa.
-¿De dónde viene usted tan elegante? -me preguntó.
-De casa: no he visto a nadie; no he hecho visita ninguna.
-¿Entonces?
-Vengo con esta indumentaria, relativamente ceremoniosa, porque voy a realizar un acto solemne...
-¡Jesús! ¡Me asusta usted!
-No hay motivo.
-¿Va usted a matarse?
-Algo más solemne aún. Moratín coloca las resoluciones extremas en este orden: primera, meterse a traductor; segunda, suicidarse; tercera, casarse; yo he adoptado la más grave, la tercera resolución.
-¡Qué atrocidad! ¿Y con quién va usted a casarse?
-Con usted: vengo a pedirle su mano, y por eso me he vestido como para una solemnidad vespertina.
-¡Qué horror! Pero, ¿habla usted en serio?
-¡Absolutamente!
-Ya voy creyendo que no es usted tan cuerdo como lo asegura.
-¿Por qué?
-Hombre, porque casarse con una mujer desconocida, con una extranjera a quien acaba usted de encontrar, de quien no sabe más que lo que ella ha querido contarle, me parece infantil, por no decir otra cosa...
-¿Por no decir tonto? Suelte usted la palabra. ¿Hay acaso matrimonio que no sea una tontería?
-A menos -añadió ella sin hacer hincapié en mi frase- que me conozca usted por...