X. El veneno siempre mata
En la gestión de personas sabemos enseñar qué hacer (conocimientos), intentamos entender cómo hacer (competencias), pero no tenemos ni idea de por qué hacer (valores). Este capítulo trata de la relación entre los valores y los comportamientos, algo de lo que todo el mundo habla desde la seguridad que da la ignorancia.
–Recuerdo cuando me mataste. La muerte sienta tan bien…
Aquel consultor me había parecido un cretino desde el principio y por fin constataba que lo era. Me contó que cinco años atrás yo, Luis Rivera, lo había mandado al paro, a la mierda, a la muerte profesional. «En Green sobran mediocres como tú» me contó que le dije como despedida. Ahora decía que tras su muerte supo entenderse, estudiar coaching y mentoring, y renacer para ayudar a los demás. Me dijo que había abandonado el odio, que todo era amor y que por eso le agradecía a su verdugo la ejecución y la oportunidad de crecer. ¿Se puede ser más cretino?
¿Qué hacía yo en un curso de mentoring? Días atrás mi querido jefe Esteban había tenido conmigo una charla sobre la mediocridad de nuestro personal. Yo defendía que la mediocridad es irreversible y que erradicarla es una responsabilidad de todo directivo. Sin embargo, Irene, la resucitada directora de Recursos Humanos, interrumpió nuestra conversación diciendo que no estaba de acuerdo conmigo. Estaba convencida de que los mediocres pueden progresar e intentaba convencerme de ello. Esteban quiso contentar a su adorada Irene, así que decidió que yo necesitaba un curso de mentoring para directivos donde me enseñarían a desarrollar a mi equipo, a rescatar a los mediocres para ponerlos a la altura de los buenos profesionales. En definitiva, querían que aprendiese a vencer la mediocridad en lugar de erradicarla.
El cretino del consultor se afanaba por convencer a sus alumnos de que todo el mundo tiene talento oculto y que la labor del directivo es hacerlo aflorar, sacar lo mejor de cada uno de sus colaboradores. Tanta mezquindad mostraba que no era un hombre de empresa, sino un teórico del comportamiento. Posiblemente habría leído un par de libros de autoayuda, de esos que aconsejan poner la otra mejilla esperando a que el prójimo te ame cuando se canse de golpear. Posiblemente habría asistido a las clases de algún catedrático iluminado que filosofa sobre la bondad del ser humano en la empresa. Posiblemente creyese que podría cambiar a todo el mundo, incluso a mí.
A pesar de lo anodino del curso me interesaron mucho las teorías sobre la persuasión que en él se impartieron. La base del liderazgo es hacerle creer al otro que tus ideas son suyas, y así se consigue que él luche por ti. Me sedujeron las técnicas para ayudar a los demás a llegar a tus propias conclusiones. Fue entonces cuando me di cuenta de la importancia que tienen en la empresa las conversaciones de pasillo, la efectividad de crear la duda, la eficacia que tiene sembrar la crítica para dejarla crecer. Desde entonces sé que en el mundo de la empresa la honestidad es un suicidio y que las batallas se ganan desde la retaguardia.
A modo de conclusión del curso teníamos que comprometernos a desarrollar nuestros valores con alguien de la empresa.
–No se me ocurre nadie que me pueda entender.
–No se trata de entender, Luis, sino de plantar la semilla de los valores para que pueda crecer. Sé generoso, piensa en alguien que necesite desarrollarse.
Yo no estaba dispuesto a perder mi tiempo con el rebaño de mediocres de Green. Tampoco quería verles crecer y hacerme sombra. Sin embargo…
–¡Ya lo tengo! Si tus teorías son tan buenas funcionarán con mi hijo Trojan.
A sus diecisiete años mi hijo estaba en la flor de la vida, en el paso de dejar de ser niño para hacerse mayor. Hasta ese momento había estado siempre bajo las faldas de su madre, viviendo una vida fácil, preparándose para la mediocridad. Me pareció que era hora de intervenir en esa educación, de hacer de él un hombre de provecho, un triunfador. Era tiempo de mostrarle el orden de las cosas, el orden de las personas, el orden que debía tener en la cabeza para llegar al éxito total. Mis consejos, mis ayudas y mi instrucción le permitirían triunfar en la vida.
–Eres muy generoso en tu compromiso, Luis. Desarrollar a un hijo en la bondad, en la justicia y en la compresión al prójimo es la misión que todo padre tiene en la vida ―concluyó el consultor.
¿Se puede ser más cretino?
***
Lloré, lloré, lloré. Lloré un mar, lloré dos, lloré tres, lloré océanos de incomprensión. Lloré como solo se llora con diecisiete años, lloré hasta que creí morir.
Recuerdo el desconsuelo en mi lúgubre habitación, cada vez más pequeña, cada vez más extraña. Mis ídolos reprochaban mi mediocridad, clavando su mirada desde sus fotos colgadas de la pared. «Trojan, eres un perdedor» chillaban sus ojos, antaño comprensivos y llenos de complicidad. Mi madre aporreaba la puerta preocupada por mi llanto, con la agonía que tienen las madres cuando ven a sus hijos sufrir, con la agonía de quien se siente culpable por no entender, buscando una explicación a mi desesperación. Mi padre, el exitoso directivo Luis Rivera, gritaba: «¡déjalo que sufra; el odio le hará crecer y entender que en esta vida, para triunfar hay que golpear!». Las lágrimas escocían al surcar las mejillas, mi nariz taponada me aislaba todavía más acrecentando la sensación de miseria, y la congestión silenciaba mis oídos, que solo escuchaban una voz interior repitiendo «eres un perdedor».
No entendía los gritos de mi padre. ¿Para triunfar hay que golpear? Mi madre recomendaba justo lo contrario y haciéndole caso había saboreado las mieles del triunfo: era un hijo con un comportamiento ejemplar, un alumno de excelentes notas, e incluso un buen deportista que había sido elegido el mejor jugador de fútbol de mi categoría. Con diecisiete años había sido el máximo goleador. Ganamos la liga, el equipo subió de división y yo fui nombrado mejor jugador.
Sin embargo, no todo había sido sencillo aquel año. A pesar de ser su mejor jugador, el entrenador decidió no sacarme titular en un partido intranscendente. Esta decisión inicialmente la interpreté como una casualidad, una anécdota o una tontería, pero con el tiempo entendí que escondía una estrategia muy cruel. En el descanso de aquel partido íbamos perdiendo y, con todo el equipo como testigo, el entrenador dijo:
–Veamos si eres tan bueno como crees. A ver si sabes arreglar este desastre.
El reto me motivó. En la segunda parte metí tres goles y ganamos el partido, quedando así clara la importancia que tenía yo en el equipo. Al menos eso entendí yo. A partir de ese momento mi relación con el entrenador cambió. No me ponía en los inicios de los partidos y me utilizaba solo cuando había que ganar. Para mí esta situación se volvió humillante y cruel; no la entendía y, lo que es peor, no sabía cómo cambiarla. Ganamos la liga y, a pesar de mis suplencias, fui nombrado mejor jugador de la categoría. En la rueda de prensa tras el título, mi entrenador sonreía con la sonrisa placentera del que lleva tiempo rumiando la venganza. Sonreía mientras les hablaba a los periodistas sobre la exigencia de la próxima temporada, sobre la necesidad de hacer sacrificios personales, sobre la generosidad con el equipo… para finalmente decir que la nueva categoría era para jugadores experimentados y que por eso no contaría conmigo al año siguiente, dejándome otro año en la misma categoría para que madurase como jugador. Fue un castigo cruel y sin compasión, planificado y retorcido. Fue un castigo que me quebró.
Tres días más tarde, cuando me quedé sin lágrimas, escuché mi voz interior que repetía las palabras de mi padre: «en esta vida, para triunfar hay que golpear». En aquel momento supe que tenía que cambiar, aprender a luchar, avanzar. Tenía que dejar de ser niño y hacerme mayor.
***
Era evidente que mi hijo Trojan había salido a su madre: flojo de solemnidad. Su reacción ante la exclusión del equipo de fútbol fue encerrarse a llorar en su habitación durante tres días. Si hubiera salido a mí habría ejecutado al entrenador antes de que acabase la temporada. Los líderes tenemos la responsabilidad de mantener el poder, de desprendernos de los más débiles, de golpear para evitar recibir. Mi hijo no había entendido qué era hacerse mayor, a pesar de sus diecisiete años.
La misión de todo líder, directivo o padre, es enseñar a sus discípulos a pisar y morder si es necesario, a ejecutar a la competencia sin compasión, a erradicar la mediocridad hasta dominar el mercado. En aquel curso de mentoring supe que debía intervenir en...