1 PROHIBICIONES
Al tomar en consideración la literatura escrita por mujeres durante los últimos siglos en Europa y Estados Unidos (voy a centrarme en la literatura en inglés, salvo algunos ejemplos extraídos de otras literaturas y artes), no encontramos la prohibición absoluta en la escritura de las mujeres por el hecho de ser mujeres que (por ejemplo) ha enterrado gran parte de la tradición poética y retórica de la esclavitud negra estadounidense, aunque muchos mecanismos empleados sobre esta última para trivializarla resultan ser los mismos cuando a pesar de todo logra escribirse; en una cultura mayoritaria donde lo que está escrito es lo que cuenta, no es difícil que se deje de lado a la «larga estirpe de grandes poetas, algunos de los más grandes desde Homero1» según James Baldwin. Los fragmentos que se conservan se sobrellevan sencillamente ignorándolos, a pesar de que cuando sí que salen a la luz, entran en juego otros métodos más sofisticados de los que hablaremos más adelante. (Por ejemplo, primero la educación era ilegal. Luego, tras la emancipación, era infrecuente, inferior y no estaba financiada. Esto es el progreso).
Pero hay mujeres blancas, así como mujeres negras, hombres negros y otra gente de color, que han osado adquirir el desagradable hábito de poner cosas por escrito, y algunas de estas cosas llegan a publicarse, y el material publicado, especialmente los libros, llega a las librerías, a las manos de la gente, a las bibliotecas, incluso a veces a los planes de estudio universitarios.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Para empezar, es fundamental que seamos conscientes de que la ausencia de prohibiciones formales contra el arte comprometido no excluye la presencia de otras que, a pesar de ser informales, son muy poderosas. Por ejemplo, la pobreza y la falta de tiempo libre son frenos realmente potentes en el arte: era improbable que la mayoría de quienes trabajaban en fábricas de la Gran Bretaña decimonónica, soportando jornadas laborales de catorce horas, dedicaran su vida a perfeccionar minuciosamente la técnica del soneto. (Por supuesto, cuando aparece la literatura de la clase obrera —como pasó y sigue pasando— se sobrelleva con los mismos métodos que se emplean contra el arte de las mujeres. Obviamente, las dos categorías se superponen). Es una creencia común que la pobreza y la falta de tiempo libre no resultaron impedimentos para las personas de clase media durante el siglo pasado, pero de hecho sí que lo fueron cuando estas personas eran mujeres de clase media. Podría ser más exacto definirlas como mujeres vinculadas a hombres de clase media, puesto que muy pocas de ellas hubieran podido mantenerse en la clase media únicamente por sus propios esfuerzos económicos; si eran actrices o cantantes, se convertían en personas indecorosas (abordaré esto más adelante) y si estaban casadas, no podían ser propietarias de nada en Inglaterra a lo largo de la mayor parte del siglo (la Ley sobre la Propiedad de la Mujer Casada se promulgó en 1882). Lo mejor a lo que una señorita soltera podía aspirar era a trabajar como institutriz, anómala posición social a medio camino entre dama respetable y criada. Tenemos a la Srta. Weeton en 1811, quien, rescatada del olvido por Virginia Woolf en Tres guineas, «ardía por aprender latín, francés, las artes, las ciencias, cualquier cosa», un deseo tal vez exacerbado por sus deberes como institutriz, los cuales incluían coser, lavar los platos y dar clases particulares2. Treinta años más tarde nos encontramos con que la autora de Jane Eyre cobraba veinte libras al año, «cinco veces el precio de lavar el escaso vestuario de una institutriz» (se deducían cuatro libras al año por la colada) y «alrededor de once veces más que el precio de Jane Eyre», según explica Ellen Moers en Literary Women3. De acuerdo con M. Jeanne Peterson, la Srta. Sewell, que escribía en 1865, igualaba el salario de una institutriz infantil con el de una doncella, el de una institutriz con conocimientos pero poco profesional con el de un criado, y el de una institutriz muy formada con el de un cochero o un mayordomo4. Emily Dickinson no tenía dinero: debía solicitárselo a su padre para poder comprar libros, además de pedirle sellos para sus cartas. Tal y como afirma Woolf en Una habitación propia, «todas estas buenas novelas, Villette, Emma, Cumbres borrascosas, Middlemarch» las escribieron «mujeres tan pobres que no podían permitirse comprar más que unas cuantas manos de papel de una vez para escribir5». En cuanto al tiempo libre que, una podría suponer, acompañaba a esta peculiar forma de pobreza, parece ser que Emily Dickinson dispuso de él (aunque participaba en las tareas del hogar y cuidó de su madre durante su enfermedad terminal), pero según el biógrafo Gordon Haigh, a la famosa Marian Evans (quien después se convertiría en George Eliot) se le requirió su tiempo cuando era veinteañera para llevar la casa y atender a su anciano padre, «cuidaba de él día y noche… tenía un aspecto fantasmal». En 1859, tras pasar diez años en distintos alojamientos, George Henry Lewes y la famosa novelista compraron una casa; fueron de ella «las responsabilidades del mantenimiento del hogar —la adquisición de muebles… contratar y ocuparse de la criada, planificar las comidas—, tarea que en ocasiones asumía Lewes para dejarle tiempo para trabajar6». La biógrafa de Marie Curie, su hija Eve, describe cómo su madre se ocupaba de la limpieza, la compra, la cocina y el cuidado de las niñas, sin que estas tareas fueran compartidas por Pierre Curie y que se añadían a una jornada completa de trabajo durante los primeros años de vida familiar de Madame Curie, que coincidieron con los inicios de su carrera científica7.
Esta situación no cambia mucho en el siglo XX. Sylvia Plath, que se levantaba a las cinco de la madrugada para escribir, fue —en lo que respecta a su escaso tiempo para trabajar— afortunada si la comparamos con Tillie Olsen, mujer de la clase obrera, que describe la triple carga de familia, escritura y trabajo fuera de casa a tiempo completo como inevitable para la supervivencia familiar. Olsen escribe:
Cuando la más pequeña de nuestras cuatro hijas empezó a ir al colegio, de alguna manera fui capaz de llevar conmigo la escritura durante la jornada laboral y al estar haciendo la casa. Escribía en los trayectos en autobús, incluso cuando tenía que viajar de pie, robaba ratos al trabajo, lo hacía en la noche cerrada, una vez terminaba las tareas del hogar. Pero llegó un momento en que esta triple jornada dejó de ser posible. Las quince horas de realidades diarias se convirtieron en una distracción demasiado grande para mi escritura. Perdí el loco aguante que me hacía seguir con ella, siempre estimulada por la escritura que siempre me era negada. Así fue como mi trabajo literario murió8.
Olsen también cita a Katherine Mansfield:
La casa parece llevarse tanto tiempo. … Tantas veces esta semana habéis estado hablando Gordon y tú mientras yo lavaba los platos. … y cuando te vas yo camino de un lado a otro con mi cabeza llena de fantasmas de sartenes y hornos de primus. … Y tú [John Middleton Murry] me llamas, da igual lo que esté haciendo, aunque esté escribiendo, «Tig, ¿no vamos a tomar el té? Son las cinco».
Mansfield continúa, culpándose a sí misma («Hoy me detesto») y le pide a Murry que diga «Te comprendo»9. (Lo que no pide es ayuda).
Es también Olsen quien, en su conmovedora biografía de Rebecca Harding Davis (incluida en La vida en los altos hornos10), estudia, detalle por detalle, la imposibilidad de ser artista, ama de casa las veinticuatro horas, madre y la que gana el pan en la familia también a tiempo completo. En 1881, Davis escribe a su hijo, Richard Harding Davis: «No se trata de inspiración, sino de práctica. Al menos, el verdadero éxito requiere tiempo, paciencia y ser muy constante en el...