Otoño alemán
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Liliana Villanueva

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Otoño alemán

Liliana Villanueva

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En la noche del 9 de noviembre de 1989 una noticia urgente se transforma en Historia: cayó el Muro de Berlín. En esos días y meses cuando el mundo cambió para siempre Liliana Villanueva, una joven arquitecta argentina que acaba de mudarse a Berlín, se convierte en circunstancial testigo de la Historia.Una caminata por la ciudad, un viaje al Este, un concurso de urbanismo, una noche en un tren pero sobre todo las historias de las personas a uno y a otro lado del Muro son los temas y protagonistas de este libro que también es memoria y testimonio personal, además de la historia de una amistad y un canto a Berlín y a su gente.

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Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2019
ISBN
9789874941503

PRIMERA PARTE
OTOÑO ALEMÁN

Una ola de hojas secas

La veo, todavía la veo después de treinta años, la ola de hojas secas en el último escalón de la escalera mecánica, las hojas revolcándose sobre sí mismas por el movimiento continuo de los escalones metálicos, un mar en miniatura, un mar de olas cansadas.
Es el primer día de mi primer trabajo en serio desde que llegué a Alemania recién recibida de arquitecta, es el primero de noviembre de 1989 y la mañana es fría, reluciente y prolija. A la salida del Adenauerplatz todo está en orden, un orden operatorio de sala quirúrgica, de arbustos recortados al bisturí en formas geométricas extravagantes quietos en sus macetones con patas. En las veredas vacías mis ojos son los únicos ojos que miran, en los pósters de publicidad las miradas quietas de las modelos están dirigidas al amplio cielo de Berlín, bellezas congeladas de estética aséptica, marcas de perfumes franceses, modistos alemanes, carteras de cuero italiano, vitrinas de joyería de una transparencia tan limpia que los vidrios desaparecen y la mercadería pareciera estar expuesta al aire libre. Aquí no hay pintadas ni grafitis, no hay pósters de música punk ni restos de pegamento y calcomanías anarquistas; aquí ganó el sistema, triunfó el capitalismo y el lujo se exhibe en vidrieras y vitrinas en medio de las veredas. En este barrio no hay casas ocupadas ni personas sin techo ni borrachos durmiendo en las calles, quizá los encargados de las casas se ocuparon de echarlos temprano por la mañana antes de baldear la vereda con agua helada, aquí las veredas son el doble de anchas que en otros barrios, generosas veredas de Berlín verdes de árboles, el cielo abierto, fachadas de altura limitada, controlada, peceras sin agua. Camino sobre las baldosas secas, el granizo de la madrugada no dejó huella en las juntas ni quedó aferrado a la superficie como en mi barrio de baldosas húmedas congeladas. Aquí hasta el cielo es de un celeste límpido, un claro azul ultramarino, las nubes lentas no sufren de resaca ni se dejan caer borrachas, enloquecidas de la noche, como en otros barrios.
A esta hora de la mañana las boutiques, los bancos, las agencias de viajes, los restaurantes están cerrados, detrás del vidrio oscuro del restaurante de la esquina no hay luces ni movimiento alguno, solo un póster con un churrasco gigante de carne argentina que ocupa todo el plato acompañado por una ensalada tímida. Nadie se asoma por las ventanas sin cortinas de los edificios, no hay plantas ni flores en los balcones vacíos, no crece la hiedra, en las fachadas grises hay ornamentos, cariátides y atlantes y no enredaderas. Quizás nadie viva en estas casas, los alquileres de Charlottenburg son demasiado altos, no hay panaderías ni cafés al paso ni nada que le preste un poco de vida a la calle. Pero tampoco hay personal de seguridad que vigile esta prudente y agnóstica riqueza, que no se expone pero que se siente en los detalles y en cada uno de los objetos del Kudamm, la avenida más paqueta y cara de Berlín Occidental. La única presencia humana además de la mía es la de dos empleados de limpieza turcos que trabajan en las calzadas de las veredas con sus overoles naranja flúor.
Cada árbol en Berlín, los de las veredas, los de las plazas y los parques públicos, tiene un pequeño cartel con un número, igual que las puertas, las ventanas, las escaleras, las lámparas de aeropuertos, administraciones, ministerios, escuelas u oficinas de los edificios oficiales, hasta la naturaleza está numerada e inventariada en Alemania, en algún lugar debe haber un edificio de paredes colmadas de estanterías, abrumadas de carpetas con inútiles listas de los objetos y árboles. ¿Habrá inspectores que vigilen que cada objeto siga en su sitio con su número correspondiente? ¿Habrá árboles rebeldes y guerrilleros anarquistas que se dediquen a robar los cartelitos? Camino entre árboles en posición de firmes que se comportan diferente que en otros barrios, las ramas todavía camufladas en uniformes de fajina hacen la venia a los autos que pasan, las copas se desprenden de sus hojas amarillas de forma prolija y cauta. Una brisa discreta las esparce en el aire límpido, el sol las atraviesa y las vuelve translúcidas, brillantes. Hasta que se desmayan lívidas sobre la vereda y uno de los empleados turcos llega pronto a limpiarla.
Paso por al lado del árbol número 1371, esta debe ser la vereda de los árboles impares. El empleado turco barre tres hojas con un desmesurado escobillón de cerdas duras, el otro sostiene una pala de mango alto y las hojas pronto desaparecen en un tacho con ruedas del que cuelgan más bolsas de plástico negro. Me extraña que no se hayan ocupado de limpiar las hojas secas de la escalera mecánica, quizás esas hojas no están dentro de su competencia y son responsabilidad de otro gremio, si las barrieran y se accidentaran el seguro de trabajo no cubre los daños.
Camino en dirección al estudio, pronto yo también pasaré a formar parte de esta maquinaria ordenada y perfectamente lubricada que se refleja en el orden tranquilo y protegido de la calle. Aquí no hay guerras ni golpes de Estado ni estallan centrales atómicas, y el pueblo no se levanta en revoluciones como del otro lado. A sólo treinta cuadras de aquí pasa el Muro; más allá de los edificios burgueses, de las estaciones de subte y el bosque del Tiergarten está Berlín Este y a esta hora temprana la gente se está preparando para salir a la calle a demostrar con pancartas y altavoces, a pedir libertades y elecciones libres. Desde el verano las calles, las iglesias y las plazas en Berlín Oriental, en Leipzig y otras ciudades del Este, se llenan de multitudes, miles de personas pidieron asilo en el consulado de la República Federal de Alemania en Praga o aprovechan sus vacaciones en Hungría para cruzar la frontera, más de cuatrocientas personas, familias enteras, acampan en los jardines de la embajada de la RFA en Budapest. Pero eso sucede en otro país. Aquí, de este lado del Muro a esta hora de la mañana todo está tranquilo y en orden.
Espero frente al semáforo en rojo mientras en mi cabeza sigue fresca la imagen de las hojas en la escalera mecánica, Rolltreppe se dice en alemán: escalera que rueda, la palabra no alude a la técnica sino a la idea de movimiento. Repito la palabra en voz baja y mentalmente armo trabalenguas de hojas que se revuelcan sobre la escalera de ruedas que ruedan con el run run de los escalones rodantes. Desde hace dos años vivo en dos idiomas, no siempre encuentro la palabra justa para cada cosa y en las conversaciones de tres o más personas muchas veces entro tarde, cuando el tema ya pasó de largo y la charla derivó a otra cosa, a veces entiendo mal una palabra y los alemanes se ríen o me miran raro.
¿Son plátanos o son acacias los impares árboles de esta impar calle? ¿Son tilos o arces? Aunque se trate de un mismo objeto, de un mismo concepto, me cuesta encontrar un lugar en el bosque idiomático de mi hipocampo para que una palabra nueva germine e insertar una expresión del alemán en el cantero de mi castellano de fuertes raíces. La palabra tilo le hace un lugar a Linde, con las acacias y plátanos es más fácil: Akazien, Platanen, pero un roble es una Eiche. Mi español sufre de falta de riego y lo refresco con lecturas como puntales para que las palabras se mantengan vivas, en pie, como los brazos pesados de los ombúes de la Recoleta en Buenos Aires. Y está el lenguaje propio y específico de los arquitectos, piso se dice solado, el techo es la cubierta, la puerta de entrada es el acceso. ¿De dónde voy a sacar tantas palabras nuevas en alemán, dónde plantarlas? ¿Habrá lugar en mi cabeza? ¿Cómo hablar con los obreros si me mandan a controlar las obras? ¿Será mejor decirles puerta, Tür, que acceso, Eingang?
Me detengo en el borde de la calle y espero a que el semáforo cambie al verde, espero urbanamente disciplinada aunque no pase ni una mosca, no cruzo en rojo porque quiero hacer las cosas bien, respetar las reglas, conocer el nombre de los árboles, de las maderas, de las partes de los edificios. El borde de la calle se llama calzada, ¿cómo se dice calzada en alemán?, ¿cómo se dice umbral? ¿Se llama umbral la tira de metal que separa los escalones de la escalera que rueda de las baldosas de la vereda? ¿Y cómo se dice línea municipal, caño pluvial, cota cero? Debería saberlo, soy arquitecta, voy a trabajar en el mejor estudio de arquitectura de Berlín y no sé cómo se dice umbral en alemán.
Cierro los ojos y me veo en la oscuridad en medio de una laguna de palabras, la laguna está seca y yo estoy en penitencia por no haber aprendido la lección. ¿Pretendo diseñar y construir edificios con los arquitectos que ganaron el premio Mies van der Rohe, el Nobel del diseño, el mayor premio que puedan darle a un estudio? Me siento una impostora, en este momento todo lo que aprendí en la facultad, todo lo que sé y todo lo que soy depende de la palabra en alemán para umbral. ¿Por qué no habré traído el diccionario? Quizás debería ir de vuelta a casa, buscar el diccionario de tapas amarillas y volver al estudio con la palabra aprendida, declinada, escrita cien veces en una página. Pero si lo hiciera llegaría demasiado tarde al estudio y Andreas me llamó para decirme que esté a las diez en punto. Quizás hoy es mi día de suerte y no necesite esa palabra pero después vendrán más y más palabras que no sabré decir, quizás me pidan que dibuje el corte de un perfil de aluminio que odio por la cantidad de recovecos necesarios para que el material adquiera solidez, quizás me pidan que resuelva la sección de una barra en una viga Gerber y me olvidé por completo de la fórmula, quizás tenga que diseñar la instalación eléctrica de un aeropuerto y no conozco las dimensiones de los cables alemanes, de los conductos, la tensión en red. Me mareo de sólo pensarlo.
Abro los ojos, el semáforo todavía está en rojo o quizás estuvo ya en verde y me perdí la escasa sección de minuto para cruzar rápido la Leibnitzstrasse, los autos doblan a toda velocidad desde el Kudamm, uno de los empleados de limpieza deja de barrer y se me queda mirando. Podría preguntarle cómo se dice umbral en alemán, pero quizás no sabe, puede que hable solamente turco o kurdo y va a pensar que soy una loca, una desempleada que a esta hora deambula por las calles haciendo preguntas sin sentido. Cierro otra vez los ojos como los chicos para que no me vean, para no ver a los turcos que me miran, mentalmente dibujo en un plano imaginario la línea del umbral, el marco de una puerta que separa dos tipos diferentes de solados, el borde de la calzada de la curva en corte de la calle, la tira de metal de la escalera mecánica tapada por las hojas secas, por la ola de hojas que se revuelcan. Wahr spricht, der Schatten spricht, “Habla la verdad el que habla sombras”, dice un poema de Paul Celan, Von Schwelle zu Schwelle, De umbral en umbral se llama el libro, Schwelle, que rima con Welle, ola.
Abro los ojos y el semáforo está en verde. Cruzo la calle hasta el otro lado del Kudamm. Ya estoy a pocos pasos del estudio y camino segura hacia mi destino, como si todo dependiera de un umbral, de una imagen, de una palabra.
Y cuando estoy frente al edificio, una voz que no es mía, que me acompaña y sólo yo puedo escuchar, me dice:
—Tranquila, muchacha. Todo va a salir bien.
* * *
Faltan cinco minutos para las diez de la mañana, quiero llegar en punto, ni tarde ni demasiado temprano. A la derecha del número 184 del Kurfürstendamm hay un restaurante italiano; en la vereda, cuatro mesas redondas de mármol con base de hierro forjado en formas anticuadas, las sombrillas cerradas, las cuatro estufas exteriores apagadas. Aunque no haya movimiento el restaurante debe estar abierto, sobre las sillas hay mantas de polar para los que a pesar del frío decidan sentarse afuera. Reprimo el impulso de entrar al restaurante y pedir un café, en cualquier otra parte de Berlín me sentaría en una de las mesas para matar el tiempo, aunque cinco minutos no dan tiempo para nada, ni para dar una vuelta a la manzana, la manzana es tan grande que acometer esa empresa me haría llegar tarde. Doy unos pasos hacia atrás, hacia la calzada, para no quedarme parada como una inútil enfrente de la entrada. La vereda es tan amplia que diez personas podrían caminar juntas agarradas de los brazos abarcando todo su ancho.
A la izquierda hay una boutique de moda, Evelin Brandt, el apellido de la diseñadora es igual al de uno de los jefes arquitectos del estudio y me desconcierta un poco, ¿será la hermana? El apellido, quizás ennoblecido por el histórico alcalde de Berlín y canciller de Alemania Willy Brandt, hace pensar en incendio, Feuer-Brand, y aunque no es tan común tampoco es inusual en el norte de Alemania. En la vidriera de la boutique tres maniquíes iluminados por focos de luz sutil exhiben ropa elegante, suelta, de formas geométricas. Todas las piezas están confeccionadas con telas negras, no un negro cualquiera sino un negro profundo, oscuro pero luminoso, como si a la tintura le hubieran agregado azul de Prusia, el pigmento que descubrió un tintorero de Berlín con un amigo alquimista a principios del siglo XVIII mezclando sales de hierro con tierras alcalinas. Uno de los maniquíes tiene puesta una blusa que por sus formas podría pasar por un uniforme, solo esa pieza cuesta más o menos lo que ganaré en un mes como arquitecta. Es una blusa preciosa, imagino que la tela suave y de caída decidida sobre la piel debe ser una delicia pero decido que no me gusta, le encuentro defectos en el cuello demasiado abierto a la altura de los hombros, al cierre del costado que seguro molesta, además de que el precio es un atentado a la lógica, aunque me suban el sueldo o gane el mayor concurso de arquitectura de Alemania nunca compraré ropa en esta tienda con el apellido del político socialdemócrata. Una regla no escrita me dice que tampoco debo entrar a la boutique con la excusa de estar mirando, a las boutiques del Kudamm no se viene a mirar sino a formar parte de una ceremonia, aquí hay que venir con tiempo y con dinero, mucho dinero, si hasta el aire parece más caro, más limpio, más transparente, tan distinto al aire amarronado por el carbón de las estufas de Neukölln donde estoy viviendo, como si sobre el cielo de Berlín colgara una cortina transparente que dividiera los barrios según el monto de la cuenta bancaria. En el aire de Charlottenburg hay aroma a perfume de marca y no a esa mezcla a linóleum, pegamento, frutas fermentadas y repollo, como en los barrios de estudiantes, trabajadores e inmigrantes turcos.
Tres minutos para las diez. De la boutique sale una mujer con una capelina blanca que nada tiene de hippy ni setentista, del tapado de piel rosa pálido sobresale el cuello de una camisa blanca con forma de lechugas flamenco de reina de Holanda. El tapado es corto por encima del culo ajustado de la dueña, los pantalones ajustados color gris perla, las botas de tacos de...

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