Historia mínima del siglo XX
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Historia mínima del siglo XX

John Lukacs, J. A. Montano

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Historia mínima del siglo XX

John Lukacs, J. A. Montano

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¿Cuántos años duró el siglo XX?¿Qué potencia ha definido la historia de este siglo?¿Cuál es la diferencia entre 'estado' y 'nación'?¿Qué grandes imperios desaparecieron tras la Primera Guerra Mundial?Toda África era en 1914 colonia europea, excepto dos países. ¿Cuáles?¿Cuándo abandonaron el patrón oro las grandes potencias?¿Quién dijo 'yo era nacionalista, pero no patriota'?¿Cuál fue la última gran cumbre entre líderes de la Segunda Guerra Mundial?¿Quién dijo 'el problema de Hitler es que no sabe cuándo detenerse'?¿Qué fue 'la crisis de los misiles' y cómo se resolvió?¿Cuándo y cómo acabó la guerra fría?¿Hubo guerras entre países de Sudamérica a lo largo del siglo XX?¿Cómo definiría con una frase el siglo XX?

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416142842
Edición
1
Categoría
History
Categoría
World History

XVI
‘EL GRAN SALTO ADELANTE’

El Tercer Mundo – Oriente próximo y Oriente medio – Extremo Oriente y Australia – África – Sudamérica y el hemisferio occidental – Los movimientos de población
La expresión “Tercer Mundo” tiene dos significados, uno temporal y otro a largo plazo. El temporal –pero vigente aún– surgió en 1955, en relación con la conferencia de Bandung de aquel año, en que los líderes y ponentes de Asia y de otras zonas se declararon representantes de una gran parte del mundo que no se alineaba ni con Estados Unidos ni con la Unión Soviética, y que se consideraba independiente de ambas superpotencias. La expresión aludía a algo en buena parte evidente pero impreciso, puesto que bajo el nombre de “Tercer Mundo” no había ni una entidad unificada ni un conglomerado político. El final de la guerra fría no afectó a su sentido, ni lo mermó. A lo largo de los siglos, nadie había hablado jamás de un “Tercer Mundo”. Es más, Europa y Rusia se expandieron y establecieron sus colonias en otros continentes, especialmente en África. En ciertas zonas del planeta, como Australia y Nueva Zelanda, los británicos y los irlandeses conquistaron grandes continentes y archipiélagos vacíos. Aquí, como en otros estados de Sudamérica, aún resulta visible el “blanqueo”. No así en casi todo el resto del mundo.
Durante el siglo XX, llegó a su fin el dominio de las potencias europeas sobre otros continentes. Tras la marcha de estas, todo tipo de estados nuevos llenaron el vacío. En Sudamérica y Centroamérica, esto ya ocurrió en el siglo XIX. En la mayor parte de África tuvo lugar en el XX. En el llamado Oriente medio, resultó más complicado. Aquí, y en el inmenso continente asiático, se mantuvieron imperios antiguos, como los de Irán (Persia), la India, Japón y China, aunque renovados, transformados y centralizados. Una consecuencia de todo esto fue la proliferación de estados en la ONU, aquella idea de Roosevelt que se llevó a la práctica en 1945, cuya sede es una protuberancia recubierta de vidrio en la zona inhóspita de Nueva York, y que a finales del siglo XX tenía poco poder, y puede que ningún sentido. No se puede decir qué ocurrirá con la historia de los “estados” en el futuro. Recordemos solo que durante al menos cinco siglos, en la llamada Edad Moderna, los principales instrumentos de la política y de la historia fueron los estados, y las guerras entre ellos. Si esto constituirá la estructura de la historia de los pueblos en el futuro es algo a lo que no se puede responder.
Una cuestión relacionada, a la que solo se puede responder con una gran incertidumbre, es el origen de la mayoría de estos estados. Resulta posible rastrear al menos los orígenes –bueno, algunos de los orígenes– de la Francia “moderna”, de la Italia “moderna”, de la Alemania “moderna”, etcétera, si por “moderno” entendemos la existencia de un estado francés, italiano o alemán en gran medida unificado, nacido en unos casos hace cinco siglos, y en otros hace menos de dos. Antes y después, la estructura de esos estados empezó a rellenarse con una sensación de nacionalidad. La palabra “nacionalismo” casi no existía antes del siglo XIX, pero, en Europa al menos, el ideal de un estado nacional (o, más tarde, de la “autodeterminación nacional”) se convirtió en dominante. En Asia y en África, sin embargo, no surgió esta idea de estado nacional hasta algún momento del siglo XX; ni siquiera la mera conciencia de nacionalidad, como algo diferenciado de otros tipos de identificación religiosa, racial o tribal, incluyendo la autoidentificación. Sí hubo antes un puñado de pensadores, literatos y políticos ambiciosos que propugnaron algo parecido, pero sin mucho efecto, por no decir ninguno. Lo que finalmente produjo una especie de nacionalismo asiático y africano fue el fin del dominio colonial de las potencias “blancas” (con notables excepciones, como Japón).
Durante la Primera Guerra Mundial, y después de ella, hubo brotes de nacionalismo y anticolonialismo en Oriente próximo, la India y China. En la India había aparecido el profeta y líder del movimiento, Mahatma Gandhi. Los chinos se sentían cada vez más espantados y dolidos de ver cómo se había entregado partes de su antiguo imperio a las potencias europeas, y a Japón especialmente. En 1917, los británicos empezaron a apoyar el nacionalismo árabe contra el imperio otomano, ya en decadencia y en retroceso. La situación de África no cambió demasiado. En todo este continente inmenso, apenas había dos estados más o menos independientes: Liberia, en el oeste, y Abisinia (Etiopía), en el este. En 1935, en pleno periodo de entreguerras, Mussolini decidió invadir y conquistar el segundo de ellos, con lo que Italia se hizo poseedor de un extenso imperio en África oriental, con Abisinia, la Eritrea italiana y Somalia. Cinco años más tarde, las tropas británicas y de la Commonwealth acabaron con él. En otras partes, especialmente en extremo Oriente, la Segunda Guerra Mundial supuso el fin del colonialismo. Los japoneses intentaron beneficiarse de ello, y en muchos sentidos lo lograron: en algunos países y entre algunas poblaciones, incluso de manera permanente.
“Asia para los asiáticos” fue el lema japonés. En Indonesia, Birmania e incluso las Filipinas, empezaron a surgir nacionalistas projaponeses, así como regímenes anticolonialistas “independientes”. Los japoneses estimularon también el movimiento nacionalista indio, así como un pequeño ejército nacional indio en el sudeste asiático; pero este ejército nunca llegó hasta la India. Durante la Segunda Guerra Mundial, en China competían tres regímenes: el de Chiang Kai-shek en Chonking, estrechamente aliado con los estadounidenses y los británicos; el de los comunistas de Mao Zedong, en su mayor parte en el noroeste de China; y el de Wang Jingwei, promovido y apoyado por los japoneses en Nanking. Resulta revelador que, con pocas excepciones (la de Wang entre ellas), los colaboracionistas projaponeses no sufrieran después de la guerra un castigo como el de los colaboracionistas pronazis en Europa. Un ejemplo: el projaponés Sukarno de Indonesia se mantuvo, llegando a convertirse en el líder nacional de este país inmediatamente después de la guerra. En resumen, el anticolonialismo y el nacionalismo habían llegado a ser casi la misma cosa, y en casi todo el Tercer Mundo.
Las consecuencias más complicadas y duraderas de las dos guerras mundiales –complicaciones que se agudizaron con la guerra fría– fueron las relativas a “Oriente medio”. Este término geográfico requiere también su explicación. Hasta 1945, pongamos, estaban Oriente próximo y Oriente medio. El primero comprendía los estados y territorios situados al oeste de la India; el segundo, la India y algo de la zona occidental del sudeste asiático de extremo Oriente. La expresión “Oriente próximo” ya ha desaparecido, lo que puede que se eche de menos desde el punto de vista geográfico (aunque quizá no del político), desde el momento en que el desarrollo y la historia de la India durante los últimos sesenta años han sido diferentes de los de la mayoría de los estados que hay al oeste de ella, es decir, de lo que nosotros llamamos, imprecisa pero quizá significativamente, Oriente medio.
El acontecimiento más importante de Oriente medio, y con consecuencias a más largo plazo, tuvo su origen en la Primera Guerra Mundial: la ruptura del imperio otomano. Incluso antes de 1914, el dominio y la soberanía de Turquía sobre buena parte de su imperio eran débiles. En 1917, los británicos expulsaron a los turcos de Palestina y de otros lugares, e hicieron la llamada declaración Balfour, que les garantizaba a los judíos, después de casi dos mil años, una patria en Palestina. Turquía se rindió a los aliados seis semanas antes que Alemania. Su imperio desapareció. Pero entonces surgió un héroe y salvador nacional, Mustafá Kemal Ataturk, que logró reparar al menos las mutilaciones más insensatas y dañinas que, en 1920, le habían impuesto a Turquía los aliados, incluida Grecia. El tratado de Sèvres se revisó en 1923 con el tratado de Lausana. Por entonces, Ataturk derrotó y expulsó a los griegos de los importantes enclaves que conservaban en Turquía, lo que hizo de este país un estado sólido, estable y casi homogéneo, gracias también a la aceptación de la pérdida de la mayor parte de su antiguo imperio. Este es uno de los pocos ejemplos históricos en que la amputación de territorios enormes y en el exterior resulta un beneficio incuestionable para la madre patria.
Los británicos mantenían ahora Palestina, donde debían tener cuidado de no ganarse la enemistad de la enorme población árabe. Intentaron limitar la migración de grandes contingentes de judíos a Palestina. Los franceses establecieron un protectorado sobre Siria y el Líbano. Todo esto se terminaría poco después de la Segunda Guerra Mundial. Durante esta, en 1941, los británicos tuvieron que contener una sublevación nacionalista en Irak, y vencieron. Más avanzado el año, derrocaron, junto con la Unión Soviética, al sah de Persia, poniendo a su hijo en el trono. Ambas ocupaban entonces las zonas norte y sur del país, importantes para el tránsito del armamento y los suministros que Estados Unidos enviaba a Rusia. Poco después de 1945, Irán fue el escenario de un breve episodio que anticipaba la guerra fría. En enero de 1946, los soviéticos intentaron separar dos de las provincias del norte de Irán, manteniendo sus tropas en ellas. Un año después, Stalin consideró que era mejor dejarlo. Por aquel tiempo, la influencia de Estados Unidos en Oriente medio había llegado a ser más importante que la de Gran Bretaña. Uno de los elementos decisivos para ello fue la importancia cada vez mayor del petróleo de Oriente medio, especialmente en Irán, Kuwait y Arabia Saudita. De 1940 a 1950, la producción de petróleo de Oriente medio se incrementó seis veces; diez años más tarde, equivalía a más de la mitad de la producción mundial.
En 1951, después de que el líder de Irán fuese asesinado, un extraño personaje político, Mohammad Mosaddeq, obligó al sah a que le hiciera primer ministro de Irán. Mosaddeq nacionalizó de inmediato la industria petrolera iraní, expulsando a las compañías británicas y a sus expertos, que eran los que la gestionaban. En 1953, el presidente Eisenhower y la CIA ayudaron a derrocar a Mosaddeq y a restaurar la autoridad del sah. Estados Unidos reemplazó de esta manera a Gran Bretaña –que había mantenido tradicionalmente la primacía en el apoyo a la independencia iraní–, convirtiéndose en su principal aliado económico occidental. Esto no tuvo demasiada importancia, al menos por un tiempo. En la década de 1950, los principales contenciosos, problemas e incluso guerras tuvieron lugar en lo que en su día se llamó Oriente próximo, con la implicación de muchos estados y naciones árabes (incluido Egipto), además de Israel.
Muchos de los árabes de Oriente medio tenían un lenguaje común y una religión común, el islam. Su población se incrementaba a una velocidad enorme. Pero no estaban unidos, y sus intentos de unión –aunque fuese parcial– fracasaron. Sí estaban unidos contra Israel, debido a la enorme población árabe existente en Palestina. Poco después de 1945, los británicos se dieron cuenta de que su presencia en Palestina-Israel había dejado de ser útil. Gran Bretaña, Estados Unidos e incluso la Unión Soviética acordaron en 1947 recurrir a la ONU, que propuso que Palestina fuese dividida en dos estados: uno judío y otro árabe. Pero los estados árabes no aceptarían la existencia de un estado judío. En mayo de 1948, los británicos se marcharon, y los israelíes declararon inmediatamente la creación de un estado judío. Seguidamente, los estados árabes de Egipto, Siria, Transjordania, el Líbano e Irak atacaron Israel. Esta guerra la ganaron los israelíes, pese a su inferioridad numérica: combatieron mejor que sus enemigos, cuyos ejércitos no estuvieron unificados. Al final, se declaró una especie de alto el fuego, aunque muy frágil e imperfecto.
En 1948, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética apoyaron a Israel. Esto no duró mucho, en gran parte debido al poder creciente del nacionalismo y el populismo árabes. En 1952, en Egipto, el rey Faruk fue derrocado por oficiales del ejército, y pronto un excoronel, Gamal Abdel Nasser, se puso al mando del gobierno y empezó a recibir armamento de la Unión Soviética. En 1956, declaró la nacionalización de la compañía del canal de Suez, construido y gestionado por Francia y Gran Bretaña. Los gobiernos de estas antiguas potencias, ya hostigadas y mermadas en otros terrenos por los nacionalistas árabes, decidieron –tras dudar un poco, y en contra del secretario de Estado de Estados Unidos, John Foster Dulles– plantar cara, e incluir a Israel en sus planes. Este avanzaría a través de la península del Sinaí hacia el canal, y allí se detuvo; mientras, las armadas y las fuerzas aéreas francesas y británicas caerían sobre el canal y se lo cerrarían a Egipto. Fue una guerra breve y brillante. La Unión Soviética amenazó con intervenir, sin demasiado efecto. El presidente Eisenhower intervino, con considerable efecto. En menos de una semana, los israelíes, los británicos y los franceses se retiraron. Menos de dos años después, una revolución acabó con la monarquía de Irak, en su día probritánica. Poco a poco, de forma esporádica, se fueron enviando tropas estadounidenses a distintos países de Oriente medio.
Ningún país árabe iba a aceptar la existencia de Israel. No había acuerdo sobre las fronteras, sino solo líneas de alto el fuego entre Israel y sus vecinos. Israel era un estado viable y enormemente próspero, pero tenía una población de menos de tres millones de habitantes, mientras que la suma de la población de los países árabes que lo rodeaban era diez veces superior. Estos constituyeron la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), pero en otros aspectos no estaban unidos. En mayo de 1967, Nasser amenazó con cerrar la embocadura sur del Sinaí, cortándole a Israel la salida al mar, aunque poco más quizá. Los israelíes consideraron que era el momento de una guerra preventiva. El 5 de junio atacaron Egipto, y a continuación Jordania y Siria. En menos de seis días, derrotaron a estos tres ejércitos. Se produjo entonces otro alto el fuego. Ni la Unión Soviética ni Estados Unidos habían intervenido. El estado de Israel adquirió entonces considerables territorios, pero también una gran cantidad de población árabe en Cisjordania, fuente de problemas entonces y a partir de entonces.
En octubre de 1973, hubo otra guerra corta entre Egipto e Israel, que terminó en tablas. Pero mientras tanto, los líderes de los estados árabes y los de Irán se dieron cuenta de que contaban con un poderoso instrumento, no solo para aumentar sus propios ingresos, sino también para influir sobre las grandes potencias, Estados Unidos inclusive. Este instrumento era su capacidad para controlar los precios del petróleo. Comenzaron por subir el del suyo casi en un setenta por ciento, y enseguida estaban triplicándolo. Pero he aquí otro ejemplo de cómo los efectos de los asuntos económicos y financieros, aun los más extremados, son mucho menos decisivos de lo que se suele pensar. Estos ingresos financieros nuevos y asombrosos no cambiaron apenas la vida, ni siquiera la mente, de la mayor parte de los habitantes de estos países productores de petróleo. Tuvieron mucha más importancia sus revoluciones políticas, con sus jefes y lemas populistas y nacionalistas. Las monarquías de Libia e Irak desaparecieron. Más importante fue el caso de Irán. Su sah fue derrocado en 1979 por un movimiento revolucionario islámico y su ayatolá (Jomeini). Y esto en un estado cuyos ingresos se habían duplicado e incluso triplicado poco antes, y donde millones de personas tenían automóvil.
Un acontecimiento encomiable fue el acuerdo de paz firmado entre Egipto e Israel en 1979, auspiciado por el presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter. Hasta la fecha, este ha sido el primer y único acuerdo de ese tipo entre Israel y uno de sus vecinos árabes. Fue alentado por el sucesor de Nasser en la presidencia de Egipto, Anwar el-Sadat, que sería asesinado dos años después. En 1989, el final de la guerra fría no produjo ningún cambio sustancial en Oriente medio. El nacionalismo populista siguió siendo el orden (o el desorden) del día, como por ejemplo en el caso de la hostilidad radical e irreflexiva de Irán contra Estados Unidos.
El estado y país de Afganistán (que en realidad no forma parte de Oriente “medio”) fue atacado e invadido por Rusia, tras la eliminación de un gobernante supuestamente procomunista por parte de otro jefe tribal; pero los rusos, no por vez primera en la historia de Afganistán, fueron derrotados y se retiraron. Estados Unidos decidiría enviar una parte de su ejército a Afganistán más tarde: otro movimiento insensato. Pero para entonces, no solo la guerra fría había terminado, sino también el siglo XX histórico. En Oriente próximo ese siglo había empezado también en 1914, pero no acabó en 1989. El nacionalismo populista de Oriente medio continúa.
En todo el siglo XX, no hubo ninguna colisión real entre Rusia y Estados Unidos en la mayor parte del inmenso continente asiático. Con el caos de la revolución bolchevique y la guerra civil subsiguiente, Japón intentó alcanzar una posición importante en el extremo Oriente ruso en 1920, pero luego se retiró, en parte debido a la presión estadounidense. Hemos visto que Estados Unidos y Rusia fueron aliados en 1945, brevemente, contra Japón. Durante la guerra de Corea, cada uno se cuidó de mantenerse apartado del otro. El elemento discordante era la relación de China con el comunismo. En 1989, de todas formas, China era ya un país amigo (o algo así) de Estados Unidos, además de su proveedor, y era cada vez más capitalista, aunque oficialmente se mantuviese en el comunismo. Excepto en Corea del Norte, ya no existían regímenes comunistas rígidos en ningún punto de extremo Oriente o el Sudeste asiático. En Asia, había ahora cuatro potencias grandes o importantes: China, la India, un renacido Japón y Rusia, con sus posesiones imperiales en el norte. Un orden geográfico cuatripartito, con una situación muy distinta de la de Oriente medio y África, y no del todo alejada de la que había en el pasado.
Lo que, al principio de la guerra fría, pareció que iba a cambiarlo todo (pero solo lo pareció) fue el triunfo de los comunistas en la guerra civil china. De repente, daba la impresión de que más de la mitad del mundo se había vuelto roja. Aunque Rusia siguió siendo Rusia, y China, China. Desde el comienzo de la guerra fría, hubo conflictos en los dos países. Stalin prefería dos Chinas en vez de una. Mao Zedong, el dirigente dictatorial de la nueva China comunista, no tenía buena predisposición hacia Stalin ni hacia Rusia. Entretanto, durante más de veinte años, ni las ideas de Mao ni su gobierno les hicieron ningún bien a China. Su colectivización y nacionalización de la agricultura y la industria chinas fueron enormemente perjudiciales; sus declaraciones doctrinales “que florezcan mil flores” (animando a los ciudadanos a que expusieran sus puntos de vista) y “el gran salto adelante” (la campaña para modernizar rápidamente la economía china) fueron desastrosas, con el resultado de millones de muertos. La Unión Soviética le hizo algunas concesiones territoriales a China en 1954-1955, pero esto no supuso una mejora efectiva de sus relaciones. A finales de esa década, su desconfianza mutua era evidente. Jruschov rescindió los acuerdos militares de Rusia con China; durante un conflicto fronterizo entre China y la India, declaró que ambos países eran amigos de la Unión Soviética. Diez años después, los ejércitos de China y de Rusia combatieron durante al menos un mes a lo largo del río Ussuri. El presidente Nixon proclamó su amistad con China, visitó Pekín y estrechó entre sus brazos al marchito y tambaleante Mao. Nixon se veía a sí mismo como un gran estadista que jugaba la carta china. En realidad, eran los chinos quienes estaban jugando la carta estadounidense. Mao murió poco después, y lo primero que intentó su sucesor fue convertir el país (entonces con más de setecientos millones de habitantes) en una gran potencia industrial, e incluso financiera. Pero, aunque podían ser tolerantes en algunos aspectos, en la política todavía no. En 1989, una gran multitud compuesta por estudiantes se manifestó contra el gobierno en una gran plaza de Pekín, y la policía la aplastó brutalmente.
Ni la India ni Japón se hicieron comunistas. En estos dos países apenas hubo atracción por el comunismo, ni por lo tanto influencia del partido comunista. En la India se tenía un gran recuerdo de la relativa benevolencia del antiguo gobierno británico y de sus beneficios, lo que, aunque a menudo no se reconociera, constituía una ventaja. Por su parte, los británicos (a diferencia de los franceses, e incluso de los holandeses) decidieron aceptar la independencia de la India muy poco después de la Segunda Guerra Mundial. Se retiraron en 1947. El líder político indio Jawaharlal Nehru, inteligente y oportunista, ayudó en la transición. Sorprendentemente, los más de quinientos principados de la India, con sus marajás, estuvieron conformes. Pero grandes zonas del noroeste y del este de la península del Indostán no estaban habitadas por hindúes, sino por musulmanes. Por fortuna, tanto Nehru como el líder musulmán, Muhammad Ali Jinnah, comprendieron que su coexistencia dentro de un mismo estado indio era imposible. De ahí que se llevara a cabo una partición de la gran península del Indostán: en un lado Pakistán, un estado musulmán en el noroeste; en el otro Bangladesh, un enclave musulmán más pequeño en el sudeste, a mil quinientos kilómetros de distancia. La partición condujo a la migración y al desplazamiento de millones de personas, y a la muerte de decenas de miles. Pero, aunque fuese imperfecta, no dejaba de ser una solución. Durante décadas, la India y Pakistán discutieron e incluso se enfrentaron a lo largo de sus fronteras, especialmente en Cachemira, de población mixta (mayoritariamente musulmana). En 1962, la India se enfrentó en una pequeña guerra con China, cuyas tropas traspasaron las fronteras de su estado.
La India y Pakistán se enredaron en más de una miniguerra en la década de 1960. Más tarde, Bangladesh proclamó su independencia, lo que supuso una gran pérdida para Pakistán. Los propios ...

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