Las diez puertas
eBook - ePub

Las diez puertas

  1. 152 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Las diez puertas

Descripción del libro

En Las diez puertas Elvio E. Gandolfo visita géneros y temas, que van desde el fantástico a la carta íntima, desde el cuento erótico a la ciencia ficción, en una paleta de intereses que parece inagotable, que es inagotable.

Todos cuentos hermosos escritos con una precisión y un rigor dignos de la mejor literatura. Paisajes, escenas, imágenes elaborados con un lenguaje plástico y sugerente y siempre ceñidos a argumentos que desafían la imaginación.

Leer, escribir, imaginar: tal es el juego que nos ha propuesto Elvio a lo largo de su obra y al que es fiel en Las diez puertas, que, como siempre pasa con Gandolfo, es su más reciente y mejor libro.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Las diez puertas de Elvio Gandolfo en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789874941565
Categoría
Literatura

El tiempo y Torres

Como llueve bastante fuerte, Torres decide dejar el trámite en el centro para el lunes. Los viernes no trabajan en el laboratorio, una buena iniciativa de la empresa, hace seis años: de hecho mejoró la productividad.
Le basta dejar caer levemente el cuerpo hacia la derecha para que su hombro se apoye sin violencia contra el marco de la puerta que da al jardín. Queda con la mirada fija en el agua que cae, en general, y más particularmente de los aleros, de otros distintos sitios donde se acumula, se desborda y se precipita en hilos rectos, incluidos algunos fracturados a cierta altura en gotas, desordenadas, que salpican. Hay un rumor de fondo de agua que cae, y ruidos nítidos de todo tipo, sincopados, en distintas intensidades, de gotas aisladas, sueltas, que pegan rítmicas sobre superficies sordas, o con sonido a lata, o a madera dura.
Torres queda abstraído, inmóvil. No sabe cuánto tiempo: es viernes de mañana, seguramente el agua no parará en todo el día. Tiene ese tono fuerte aunque no tanto, parejo, tranquilo, de la lluvia que dura. Es un ruido sordo que se expande en el jardín desde hace un buen tiempo, y que entra por ósmosis en la casa, en el cuarto donde él está: un olor a agua, un cambio no sólo de temperatura. En determinado momento, sin que él mismo se dé cuenta, aparta con un impulso muy leve el hombro del marco de madera, y queda derecho, erguido, un rato más.
Por la calle delante de la casa, al otro lado del jardín, pasa una moto con tanto estruendo que la calma de Torres se pincha como un globo, y podría decirse que despierta, sale de la abstracción. Ahora tiene 45 años y experimenta cada vez más ese tipo de momento: abstracción, “cuelgue”, absorción en una corriente no muy concreta de pensamientos, y después pequeña o gran explosión (como la moto que acaba de pasar) y despertar inicial, para hundirse al instante en una abstracción un poco menos completa, más liviana.
Al fin, como ahora, el despertar es completo, consciente: es viernes, falta poco para mediodía. Por suerte nunca ha llegado a extremos, como no poder acordarse de lo que hizo en la última hora (ahora, por ejemplo, calcula, mirando su reloj pulsera, que fueron más o menos 25 minutos). Está seguro de que si se concentrara en buscarle un motivo propio, biográfico a esos estados cortos, terminaría enredándose en callejones sin salida. Ya lo ha hecho un par de veces en situaciones parecidas, donde le sobraba tiempo, pero terminó agotado, sabiendo menos que antes. Justamente el modo en que sale de ellos lo ha convencido con gran rapidez de limitarse a disfrutarlos, cuando ocurren.
Porque sale de ellos con una energía “plus”, muy extraña, de la que tiene conciencia por un breve instante y, cada vez más, la deja sumarse sin pensar a su energía normal del momento (un casi mediodía de viernes con lluvia, por ejemplo) sin preguntarse por nada, sin escarbar.
Tampoco hay un cambio en el estado físico, en la respiración, o en el paso a un modo más despejado de pensar. Tiene que ver más bien con la acción: si se moviera (cosa que no hace) sentiría menos el peso del cuerpo, de las piernas. Una corriente “plus” de fuerza se ha sumado a la que ya tiene de costumbre, y la deja estar, agregarse, disolverse en su torrente no sólo sanguíneo.
Lo intriga, en cambio, preguntarse cuánto tiempo hace que le pasa esto, a veces aprovechando uno de esos cambios que sólo él percibe, como ahora: ahí puede hacer cálculos, demorarse, sin sentirse exhausto al final. “Será desde poco más allá de los 40”, se dice. Lo cual no significa mucho para él, tampoco. Porque no tiene una conciencia clara, permanente, de su edad, aunque ya debiera tenerla, al menos hasta dentro de unos 20 o 30 años, cuando de hecho el dato no tenga ya demasiada importancia para nadie, empezando por él mismo.
Ahora, en cambio, sus dos hijos, tan jóvenes (Ana de 18, Juan de 20), siempre lo corrigen con precisión cuando da una fecha incorrecta, como suele hacerlo: le hacen recordar el tiempo transcurrido. Hasta los 40 a él mismo le gustaba corregir los errores de cálculo ajenos, en especial de sus dos hijos: desde los 35 los veía en paquetes compactos, intensos, de experiencia compartida.
Cuando se separaron con Aline, en buenos términos relativos, acordaron compartir casi por la mitad la crianza de los dos: tres días por semana, con el día sobrante moviéndose de uno a otro según la conveniencia y las comodidades materiales. Él quiso que ella se quedara en la casa del jardín, pero ella lo cortó con un movimiento de la mano, seco pero a la vez (no sabría explicar bien cómo) también suave: “No, no, quedate vos”, le dijo, y le dio un beso pequeño e intrascendente (a esa altura él se daba cuenta de la diferencia) en la mejilla. Resultó gracioso, y se rieron juntos cuando ella dijo la frase. Nunca supo si ella se reía de lo mismo que él: hablaban de la casa como si les perteneciera, aunque la alquilaban desde hacía más de quince años.
Podría seguir indefinidamente con el razonamiento de los números, sabiendo por adelantado que no significaba nada especialmente ordenador. Recordar, por ejemplo, que tuvieron a Juan cuando él tenía 23 años, y a Ana cuando tenía 25 (y Aline un año menos que Torres).
¿Y con eso qué?, se dijo. Para él no había demasiada diferencia entre esos dos años. A partir del nacimiento de Juan les costó hacerlos armonizar, que cualquiera de los dos no terminara partiéndole al otro la cabeza con una piedra o un palo, de puros celos. Pero a partir de cuando tuvieron más de 8 años, ya fueron casi adultos. En sus años de adolescencia y primera juventud Torres había leído mucha ciencia ficción, y Juan se enganchó de inmediato cuando empezó a pasarle revistas y libros que guardaba en el altillo, en pilas desparejas. Compartían además el gusto por los temas. Los cuentos sobre viajes por el tiempo (a los dos les gustaban más los cuentos que las novelas), por ejemplo. Las famosas paradojas temporales.
Si se pregunta hoy, viernes de lluvia, por qué se separó de Aline, lo sabe y no lo sabe. Se diferenciaban tal vez demasiado en algunas cosas. Él había dejado casi por entero de leer ciencia ficción cuando la conoció, y poco después se casaron.
Su interés en los relatos no tenía nada que ver sin embargo con la creencia en algún tipo de desplazamiento incluso puramente mental por el tiempo. Desde siempre sabía, aun antes de aprender a leer, que cada trozo de tiempo que se definía a su alrededor (el desayuno, el almuerzo, un recreo en la escuela, el horario de entrada al laboratorio, después) iba siempre, minuciosamente, en una sola dirección: jamás retrocedía.
En cambio Aline creía que era posible volver, adelantarse, visitar vidas pasadas, penetrar en su materia como si fuera porosa, multidimensional, en vez de avanzar siempre hacia adelante, como él sabía. A su vez ella ni siquiera hojeó nunca una revista o un libro de ciencia ficción. No le interesaba en absoluto.
Juan tenía una convicción semejante a la de él, matizada: era realmente una mezcla de sus dos padres. Ana, en cambio, expresaba una relación fluida, numinosa con el paso de los minutos, las horas y los días, que nunca la sorprendían descuidada: sabía intuitivamente de qué se trataba, cómo había que reaccionar, en una danza. Ahora acababa de terminar la secundaria y había decidido no seguir estudiando nada, sino trabajar, actuar.
Por separado, Torres y Aline lo lamentaron, y tuvieron con ella discusiones violentas, pero al fin lo aceptaron. En cambio Juan hacía dos años que pensaba dedicarse a la química, finalmente. Igual que él, aunque en un área distinta, de análisis industrial.
Cuando convivían, a Aline la despistaba un poco la lluvia así, compacta y tranquila. La cabeza analizadora de Torres creía que tendría que haber sido al revés: que la masa de agua cayendo y sus consecuencias (el ruido de las gotas sobre el fondo parejo como un muro, la expansión del fresco y la humedad apoderándose de todo) eran casi la expresión de lo que era Aline y que tanto la diferenciaba de él.
Durante varios años esa diferencia los había unido, en vez de separarlos. Pero con el paso del tiempo él sobre todo empezó a sentirse agobiado por la imposibilidad de hablar de algunos temas sin terminar callándose para no discutir frontalmente. No fue el único dato, pero incidió para que al fin decidieran separarse.
Fue algo extraño, porque él estaba dispuesto a una discusión larga y, si era posible, tranquila. Pero en cuanto lo planteó, Aline lo aceptó con tal inmediatez, que se dio cuenta de que el tema había crecido entre los dos en silencio, como la lluvia antes de desencadenarse.
En ningún momento pensó en que podía deberse a una relación oculta de ella con otra persona, otro hombre. No sólo por el tiempo relativamente breve que ella pasaba fuera de la casa. Para eso siempre había tiempo, lo sabía por experiencias juveniles, y justamente el descubrimiento de la flexibilidad extraordinaria de las horas y hasta de los cuartos de hora para brindar momentos extraordinarios de sexo o emoción era una de las cosas para él inolvidables del aprendizaje de la juventud. Aline, desde luego, lo veía totalmente de otro modo, que él no alcanzaba a comprender.
Ahora sólo Ana seguía cumpliendo las agendas de los dos padres, visitándolos en los días asignados desde hacía años. Juan se había alquilado un departamento chico, y arreglaba con ellos por teléfono. De cualquier manera todos seguían teniendo una conciencia clara de los cuatro, no sólo en el tiempo sino también en el espacio.
Dos años atrás, Aline había conocido al encargado de un curso sobre energías personales, que seguía a Deepak Chopra, y habían terminado por juntarse, casi convivir. Un tipo agradable, con quien era imposible discutir o enojarse. A Torres le caía bien, se alegraba de que no fuera otro tipo de persona. Pero sospechaba que Aline, aunque satisfecha, se aburría un poco. Lo deducía porque cuando ahora se veían, sonreía de oreja a oreja al verlo, como si al fin pudiera charlar de ciertas cosas.
En el plano externo, como le llamaba él, o “lo real”, los dos habían envejecido un poco, aunque apenas. Otra vez aparecía la paradoja, nada temporal: Aline se teñía prolijamente las canas, él no. Los dos no ocultaban las arrugas un poco más marcadas alrededor de los ojos, de hecho conseguidas en buena medida a base de reír o sonreír.
Unos meses atrás hubo una lluvia semejante (la ciudad era grande: llovía a menudo), y Aline había caído casi de sorpresa (avisándole con media hora). Se quedaron como él ahora, mirando el jardín, oyendo la lluvia, las gotas, las latas, la madera dura. En un instante exacto (como sólo el tiempo sin relojes puede producirlos) dejaron de mirar el patio y se miraron a los ojos.
Esta vez él no tuvo dudas: era una mirada de tristeza leve, recatada. Casi una forma de reconocer el paso del tiempo, de tenerle cierto respeto, porque se lo merecía. Cada uno de los dos por separado, y muchas veces al unísono, habían tenido esos instantes que parecían expandirse con un ritmo libre, como el sonido de una campana o una campanilla, sin que se supiera cuándo terminaban, como si el sonido silencioso del tiempo tuviera un radio de expansión infinito. Como casi siempre, sonrieron apenas, miraron un poco más la lluvia, se preguntaron un par de tonterías y Aline se fue.
Cuando venía, Juan a veces tenía momentos como el de la lluvia, pero no relacionados con el clima, con lo exterior. Le gustaba sacar una silla y sentarse en el jardín. A veces lo limpiaba un poco (Torres no era un fanático de la jardinería), y se sentaba a disfrutar de la inmovilidad como de un premio. Ana en cambio no se detenía en ninguna zona definida de la casa. También ella lo ayudaba un poco a Torres, recogía cosas tiradas, se llevaba ropa para lavar, o la lavaba directamente allí, en el lavarropas.
Habían pasado unos meses difíciles todos, después de la separación. En especial los hijos parecían no saber para dónde disparar. Desde mucho antes Juan hablaba más con él y Ana con Aline. Incluso los dos, cuando todavía no habían percibido el crecimiento de la distancia entre ellos, habían hablado del tema, criticando un poco al otro, haciendo planes para tratarlos con más equilibro. Pero para Torres esas cosas eran como eran, como el tiempo.
Siempre aceptaba el planteo de cambio, y después aceptaba que todo siguiera más o menos igual. Al cumplirse el primer año de separación no la vio a Aline, pero los chicos habían venido juntos (recién habían empezado a moverse solos por la ciudad), porque la madre viajaba a las Sierras cordobesas, a una estancia cargada de energía de las estrellas, en un viaje grupal. Él, Ana y Juan hicieron una fiesta discreta, irónica, en joda, como si festejaran el primer aniversario de un casamiento en negativo. Se rieron mucho, y nunca le contaron nada a Aline, porque no tenía sentido.
Aunque tenía su posición tomada, Torres seguía perezosamente al tanto de las cosas sobre el tiempo. En una época estaba la comprobación “científica” del retroceso (o adelanto) del tiempo a partir del presente, a través de fracciones infinitesimales, de “taquiones”. Eran “partículas hipotéticas” que viajaban a más velocidad que la luz.
Le hacía tanta gracia el delirio en abstracto, que incluía “números imaginarios”, que en una discusión le dijo a un compañero de laboratorio: “Callate, partícula hipotética”. En otra época se interesó en otro tema y leyó con frecuencia artículos sobre cosmología, cómo había sido con exactitud el comienzo del universo, el “big bang”, y cuánto tiempo aproximado hacía que había estallado, y cómo sería el final. Incluso había leído un largo artículo sobre el final del tiempo, a través de la “teoría de las cuerdas”, los agujeros negros y cosas por el estilo. Todo le parecía teórico, seguramente cambiable con el mero paso del tiempo. En él mismo, y en el par de charlas con amigos sobre el tema, se daba cuenta de que era algo artificial, divertido, pero que no incidía para nada en su forma de ver las cosas
En cambio sobre todo Horacio, su amigo más fantasioso, le había anunciado que se acercaba el día más importante de la historia humana: la reproducción de un fragmento infinitesimal del “big bang” en un acelerador de partículas de Europa. El día llegó, el experimento tuvo éxito, y no hubo un sólo cambio perceptible en su vida.
Le parecía más destacable el modo en que había cambiado la división clásica en horas y minutos en cuanto a su expresión gráfica: los relojes redondos, mecánicos, con agujas y una ronda de 12 números, habían desaparecido casi totalmente. Se daba cuenta de su propio rasgo retrógrado principal: no usaba teléfono celular. Pero cuando extravió el reloj pulsera que había heredado al morir su abuelo materno, lo cambió por otro Casio digital, ahora con los números bien visibles: empezaba a perder un poco la vista. Un par de años antes había tenido que empezar a usar anteojos, por miopía simple.
Unos meses antes de ese viernes de lluvia había encontrado un papel doblado adentro de un viejo libro de bolsillo de ciencia ficción. Le pasaba ahora a menudo: subía...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. Dedicatoria
  5. Yendo del baño al living
  6. La presa
  7. Querida mamá:
  8. El lugar sin límites
  9. Silvia y el espacio
  10. Muerte y resurrección de un padre
  11. El tiempo y Torres
  12. Pegando la vuelta
  13. Mirándola dormir
  14. Bailando brota el amor
  15. Sobre el autor
  16. Créditos